XXXI
Los huracanes también requieren que el viento no sea muy fuerte en los niveles altos de la atmósfera. Un huracán puede morir si tropieza con vientos fuertes o algún otro sistema meteorológico en los niveles altos de la atmósfera.
XXXII
Al igual que en las relaciones de amor, la relación con el tabaco configura un código por el que se traduce el mundo
Vicente Verdú
–Enamoriscados. Eso es lo que estamos. Encontré la palabra en el diccionario. -Desde que le habían dicho que participaría en las Jornadas, toda su vida, y sus llamadas, se centraban en lo que iba a leer y el orden en que lo iba a leer y, sobre todo, la ropa que usaría ese día. Cada palabra que encontraba o que buscaba eran para su lectura. Inundaba el correo de borrador tras borrador a los que les iba quitando, precisamente, las palabras menos cotidianas. Cada día sus poemas eran más pequeños pero más grandes en su significación, cada vez más personales y de todos al mismo tiempo. –Me encanta esa palabra. Me encanta como suena. Enamoriscados. Deberías repetirla conmigo.
En lugar repetirla lo que hice fue buscarla en el diccionario en la computadora. La definición no me gustó mucho. “Enamoriscarse: Prendarse de alguien levemente y sin gran empeño”.
–No me gusta la palabra. Además… -Me interrumpió.
–Sí, sí. -Le faltó un sí. Volvió a repetir la palabra. –No hizo falta mucho para que nos enamoráramos. -Lo decía alguien a quien apenas unos días atrás le había dicho que debíamos dejar de vernos. –Fue así. Como dice el diccionario que seguro que buscaste. Levemente. Sin querer.
La corregí.
–El diccionario no dice que sin querer. Dice sin empeño.
La conversación sobre su nueva palabra no llevaba a ningún sitio.
–Hacía unos días que no me llamabas ni escribías. ¿Cómo estás?
–¿Cómo quieres que esté si me dijiste que ya no querías verme? Que deberíamos dejar de vernos. Poniéndote las cosas fáciles. Así estoy. Es lo que querías, ¿no?
No supe si decirle la verdad o mentirle. Opté por la salida más fácil.
–Deberíamos vernos.
–¿No qué no?
Fue ella la que propuso.
–Hace mucho que no fumamos. ¿Qué haces esta tarde?
–Fumar contigo. Yo estaré en mi oficina. Si pasas por mí, podemos fumar y tomar un café. Sin alcohol.
–No te preocupes. Lo estoy dejando.
Soy una de esas personas que no dejarían de hacer un mal chiste aunque la ocasión pueda volverse más conflictiva.
–¿A tu novio?
–Sí. A él también.
Colgó sin haber confirmado si pasaría aquella tarde.
Llegó y fumamos. Traía una copia de los poemas que iba a leer en unas semanas. Hablaban de posibilidades y de futuro. Del pasado al que no hay volverse ni para agarrar impulso. Yo era mal lector. Había algo en ellos que me gustaba y algo que me disgustaba. No podía encontrar las palabras para explicárselo. Le pregunté por su novio. Si lo que había dicho era un mal chiste para contestar al mío.
–No me quiere. Creo que nunca me quiso. -Se puso seria. –Yo lo amaba -uso el verbo en pasado- porque nos veía lo grandes y maravillosos que seríamos los dos. Él me amaba por lo grande y maravilloso que se veía junto a mí. Sin pensar en los dos.
Me contuve en decirle que pensaba lo mismo.
–Y tú, ¿cómo estás?
–Viva. Estoy mal, pero me veo bien. Ya lo sabes. Se levantó. –Tengo que ir a una cita. No pregunté. Ya sabía que no tenía que preguntar porque todo lo que iba a sacarle era un genérico “un amigo” o “una amiga”. –Regreso a las ocho.
Diez minutos antes de la hora me llamó.
–Se me complica pasar. Mejor te veo donde tenía previsto verte. En el cine. En la Universidad. Te espero. Tienes quince minutos exactos para llegar.
No me molesté en cerrar la computadora. A pesar de la hora nada más cruzar la puerta del edificio de oficinas, apareció un taxi libre. Cruzamos la ciudad, asombrosamente, en el tiempo previsto. Mientras le pagaba sonó el teléfono de nuevo. No la dejé hablar.
–Estoy pagando. En un minuto estoy ahí.
–Aquí están los amigos del director.
Colgué enojado. Aquella fue la primera vez, aunque la había visto besarse y reír con sus novios en alguna coincidencia, en que me puse celoso. Pensé en volver a abordar el taxi pero la película de la que todos se deshacían en elogios prometía. Además, pensé, más vale sólo que mejor acompañado, la versión que mi padre daba del refrán popular. Volvió a sonar el teléfono. Descolgué y no pude evitar la voz de impaciencia y frustración.
–Dime.
–¿Por qué me cuelgas?
Levanté, tal vez a propósito, el tono. Aquella era la primera vez en que la trataba mal siendo consciente de ello.
–¿Que por qué te cuelgo el teléfono? Cruzo toda la ciudad en quince minutos en hora pico para estar junto a ti viendo una película y me sales con lo de que están los amigos de tu novio. O de tu exnovio. O de tu futuro exnovio o lo que sea. Me dices que están ahí.
Ella también levantó la voz.
–Llamaba para decirte que aquí están y que no me importaba que nos vieran. Pero tú, tú y tu soberbia, colgaste. Muérete. La veré sola.
Fuimos al cine, al mismo cine. Cada uno por su lado. Cuando entré me concentré, para evitar incluso que nuestras miradas se encontraran, en una sola butaca, en la butaca en la que habría de sentarme. La película que ambos queríamos ver trataba sobre una vampira iraní que se desplaza en patineta por las calles de un ciudad irreal. Nos gustó, lo supimos después, a ambos. Había una canción en especial que sonaba en la cinta que me hubiera gustado escuchar agarrándole la mano. Pero teníamos que dejar de vernos. El malentendido de aquel día al menos podría servir como excusa para distanciarnos. Esperé a que todo el mundo hubiera salido de la sala que, repleta de cinéfilos, tardó en vaciarse. Fui el último como si realmente me interesaran mucho los créditos en farsi e inglés de lo que acaba, lo pensé así, en singular, de ver. A la salida, en la universidad vacía, me demoré fumando en los lugares en que había de quedar algo de nuestra memoria: una banca que desparecería al año siguiente, una de las avenidas peatonales más anchas, un jardín musical en el que en la noche no sonaba nada. Salía a la calle por una de las puertas más alejadas del cine. Decidí volver andando a casa. Andando y solo.
Ni siquiera había dejado atrás el enorme campus cuando detuvo el coche a mi lado. Bajó la ventanilla.
–Sube.
Hablamos de la película y de su próximo disfraza de Halloween. Fumamos como hacía tiempo que no lo hacíamos. Uno tras otro. Parecía que no hubiera pasado nada cuando me dejo en la puerta de su casa, que estaba más cerca de la mía que la sala de cine, para que fuera hasta la mía. Nos despedimos con un beso en la comisura de los labios que podía ser un accidente o una reconciliación.
–¿Cómo estás?
–Lo odio.
–Cuéntame.
–Mañana. Estoy cansada. Hoy también estuve todo el día vomitando. No debería fumar. No debería beber. No debería tener novio.
Me di cuenta de que no iba a contarme nada.
–Mañana me cuentas.
Di media vuelta.
–A ti también te odio -gritó antes ni siquiera de que yo pudiera voltearme para ver cómo cerraba la puerta de su casa.
Salí corriendo, corriendo como para no regresar nunca más o para alejarme lo suficiente como para no sentir tentaciones de volver y tirar la puerta a bajo o de prenderle fuego a la casa. Corriendo como nunca había hecho. Seguí corriendo y en lugar de acordarme de Murakami, recordé un tweet. “Hago tan poco deporte que si algún día me ven correr, corran también ustedes porque algo grave pasa”. Qué pasaba y qué tan grave era debían esperar hasta el día siguiente.
Al día siguiente nada más llegar a la oficina me encontré con la letra de una canción en la ventana que apareció nada más prender la computadora.
“Te odio… por la nota que dejaste al despertar… huyendo. / Te odio… por los días que has estado sin estar… dentro de mí. / Te odio… por dejarme a medias antes de llegar… al éxtasis. / Te odio… por tu boca que carece de verdad… y sigue así. Te odio… como nadie en este mundo te odiará. Te odio… como no se puede odiar a nadie más. Te odio… te odio… Te odio, te odio, te odio”.
“Yo te quiero”. Contesté para no volver a encontrar respuesta en toda la mañana. Perdí toda la mañana en esquivar los pocos pendientes del trabajo y escribir un poema para el espectáculo para el que apenas quedaban un par de semanas. Un poema tan lleno de odio como la canción que ella había copiado.
Sólo me distrajo una petición absurda en aquel momento. Habíamos, como juego, enviado los poemas escritos a cuatro manos a una editorial on-line donde, según contaba aquel mensaje la había aceptado. Me pedían una introducción. La escribí intentando no pensar en nosotros sino en otros dos que hubieran escrito aquello que estaría disponible, según el mismo mensaje, pronto.
“Amor 2.0.
Escribo estas líneas a final de mes. Hace apenas mes y medio el organizador de un festival en torno al Día Mundial de la Poesía nos invitó a la mesa principal, entre otros poetas. Habíamos colaborado en varios proyectos juntos antes. Cuando nos invitaron estábamos coeditando una revista. La noticia nos llegó, precisamente, en una de las sesiones del consejo editorial. Parecía lógico que ya que estábamos trabajando juntos, que siguiéramos haciéndolo.
Alguien, no recuerdo si ella o yo, insinuó que podíamos hacer una lectura conjunta de un poema escrito a cuatro manos. El título fue lo primero que tuvimos. Amor 2.0. Quizá como una boutade, quizá como una ocurrencia.
De camino a casa pensaba en los poemas escritos a cuatro manos que conocía. Mi ignorancia sólo logró dar con dos, los dos experimentos de Paz: “Renga”, escrito en realidad a ocho manos, y la genial colección de sonetos Hijos del aire (Air born), este sí a cuatro manos, de Paz y Tomlinson. Intentaríamos repetir la aventura. La experiencia, al menos, valdría, podría valer, la pena. Unos días después, le mandé una frase, algo que podría ser un verso, ella respondió con otros dos. Así nació, vía inbox, el primer poema. Los tres siguientes fueron adjuntos en correos electrónicos. El poema se terminó de escribir en una mesa a modo de respuestas al anterior.
Si esto ha valido la pena no somos nosotros para juzgarlo”.
Seguí ensayando. El multi-instrumentista propuso que uno de los poemas, el repleto de odio, tuviera como fondo musical una canción de la Velvet Undergound. Le dije que sí sin saber quiénes eran o qué canción era. Sonaba bien. Le pedí que volviera a tocarla mientras yo intentaba acompasar mis líneas a su guitarra y teclado. Cuando acabó de tocar su arreglo me dijo el título. “I’ll be your mirror”. Espejos de odio, espejos enamoriscados. Eso éramos.