XXIX
En general los huracanes mueren cuando pasan sobre agua fría.
Los ciclones tropicales sobreviven en los cálidos mares ecuatoriales, pero cuando se desplazan hacia aguas más frías pierden su potencia rápidamente.
XXX.
Vació al mundo con un ruido blanco
Josúe Sánchez
Llamó un domingo de madrugada.
–Acabo de vomitar. Cada vez me siento peor.
Intenté tranquilizarla a la vez que despertarme.
–Tranquila. Tienes que estar tranquila -Usé una palabra que podría calmarla- Psicosomático. Todo es psicosomático.
–Discutí con mi novio.
–Eso es lo que estás somatizando. Dile a tu cabeza que de una vez por todas deje de molestar a tu cuerpo. Es sencillo.
–Ya no me quiere hablar. No contesta mis llamadas.
–Tranquila. Todo…
Me interrumpió.
–Todo va a estar bien. Ya lo sé. Me tiene harta esa frase -Iba levantando la voz cada vez más- Todo está saliendo horrible. Me golpeó. Discutimos. Las vacunas no sirven. Cada día me levanto más cansada. Y tú no paras de repetir que todo estará bien -pensaba que era imposible que levantara más la voz, pero lo hizo- Nada está bien. Nada.
No tenía nada más con que enfrentar con su rabia que la voz más calmada que pude poner.
–Tranquila. Cuéntamelo todo.
Había colgado. Mi teléfono volvió a sonar apenas unos segundos después.
–Perdón -dijo-, se cortó.
–Creí que te habías enojado.
Me dio la razón.
–Estoy enojada. Muy. Te llamé para contarte mis problemas. Todo es un desastre. Nada está saliendo bien. Y, además, mi familia está también enojada conmigo.
A veces el silencio es la mejor manera de preguntar. Me callé esperando que siguiera contando.
–No les dije nada de mi enfermedad. Se enteraron al ver mis medicamentos.
Aunque siempre hay que dar la razón a quien está enojado para evitar que el conflicto alcance mayores proporciones, le llevé la contraria.
–Con razón. Yo también me hubiera enojado.
Cambió de tema.
–Y mi novio no quiere hablarme. De hecho me ha bloqueado.
Hacía tiempo que no bebíamos juntos y yo tenía la tarde libre.
–¿Por qué no me lo cuentas todo esta tarde?
–Perfecto. Paso a recogerte a las cinco -aunque fuera festivo cuando ella pasaba en coche a buscarme, siempre lo hacía en el mismo sitio- En la puerta de tu trabajo. Yo todavía estoy aquí -se refería al pueblo- hasta la tarde. Te gustara el sitio.
La conversación me había despertado. Me levanté y, ante lo vacío del refrigerador, decidí desayunar fuera. Ya en el restaurante, ocupado por familias felices, idénticas entre ellas, y solitarios, cada uno a su manera, leí el último artículo de Ornelas, su nuevo descubrimiento. Pensaba en lo bueno que pudiera tener para contarle en la tarde, algo que la animara. Compré un libro e intenté leerlo tumbado en la cama cuando regresé. Caí dormido hasta diez minutos antes de la cita.
Abrí la computadora sólo por saber si había mandado algún mensaje. Los domingos la gente interactúa menos. No sólo en las redes sociales sino en general. Los domingos son de dolce far niente. Apenas un par de noticias medio interesantes sobre futbol y un recuerdo de una amiga. “No lo sabes -quisiera pensar- pero en tu compañía he pasado una de las semanas más atroces de mi vida, gracias por el caos”. Pensé en nosotros mientras cerraba la computadora y me acicalaba.
Llegué justo a tiempo. Su carro, el que alguien rayaría unos meses después sin que llegásemos a saber quién fue, estaba dando la vuelta la calle.
–¿Mejor?
Siempre contestaba lo mismo.
–¿Cómo me veo?
–Bien, muy bien.
Sabía la respuesta que venía a continuación.
–Cuanto peor estoy mejor me veo.
Apenas avanzamos un par de calles. Se estacionó enfrente de una de las tantas oficinas del obispado que ocupaban casonas en el centro de la ciudad y nos encontramos en una calle solitaria salvo por la música, estridente y mala, que salía de alguna habitación adolescente. Yo pregunté primero.
–¿Dónde vamos? -me repetí- ¿Mejor?
Contestó las preguntas al revés.
–Ahora te cuento. A un sitio nuevo. Te gustará.
El lugar, según me explicó, estaba recién abierto. Se había enterado de su existencia pero nunca había ido. Llegamos frente una puerta blanca cerrada con candado. Todo indicaba que estaba cerrado. Sin preocuparse lo más mínimo sacó una tarjeta de su cartera y marcó un número de teléfono.
–Ya estamos aquí -no escuché lo que decía la otra voz-. Esperamos.
Debió ver la cara de sorpresa en mi rostro porque no me dio tiempo a preguntar.
–Te dije que no había venido nunca -seguí con cara de incredulidad-. La tarjeta, del encargado, me la dio una amiga a la que le gusta mucho el vino. Si no han abierto basta con marcar y llegan. Te gustará. Lo sé.
Mientras esperábamos ella esquivó todos mis intento de preguntarle cómo iban las cosas. No quiso hablar ni de familia, ni de trabajo, ni de amor. Le conté el artículo del caza ovnis sin lograr entusiasmarla. Cuando llegó la persona que abriría el lugar pasamos a una casa de pasillo largo y con dos o tres cuartos más. Todos decorados con sobriedad y buen gusto. Pasamos hasta el del fondo. Un par de cuadros con una enorme depósito de agua estallando y una chaise longue junto a mesas fabricadas con cajas de redilas. Ella había acertado. Elegimos la botella por la etiqueta, negra con la fórmula química del alcohol.
Ella preguntó antes de que yo pudiera decirle nada.
–¿Le has dicho a alguien que dormimos juntos?
–¿Cambiaría algo si lo hubiera hecho?
Reformuló la pregunta convirtiéndola en afirmación mientras se servía más vino.
–Seguro le contaste a todos tus amigos.
Volví a negar contestando con otro tema.
–Hace años Luis Miguel Dominguín -“el padre de Miguel Bosé” aclaré- se encontró con Ava Gadner, que estaba rodando en España una película, en el bar del hotel Ritz. Él quedó cautivado por la belleza de ella y ella por la profesión de él. Algún conocido en común los presentó esa misma tarde allí mismo. Subieron a la habitación de Ava donde casi sin preámbulos se metieron a la cama. Después de hacer el amor -“nadie dice cuántas veces o cómo”, le expliqué- Luis Miguel comenzó a vestirse lo más rápido posible. Ella, acostumbrada a que los hombres estuvieran siempre a su servicio -“o al menos a sus pies” dije sin saber por qué- protestó por la apresurada marcha del torero. La leyenda cuenta que él simplemente se volvió a mirarla mientras le decía con su acento más andaluz “un verdadero hombre no se acuesta con Ava Gadner hasta que no se lo cuenta a sus amigos”.
Cambié de tema aunque odiaba preguntarle por sus novios.
–¿Qué pasó ahora con el director?
Lo soltó de carrerilla, sin detenerse ni a pensar ni a respirar.
–No me habla. Se niega a hablarme. Me cuelga cuando quiero hablar con él. El otro día hasta me amenazó con bloquearme en todo. Estoy harta. ¿Quién se ha reído que es? No lo necesito para nada -se paró y con una voz absolutamente calmada, continuó ironizando sobre sí misma-. Lo que más me duele s que ya me veía en los créditos de su segundo largometraje como guionista o como productora. En fin. Salud.
Terminamos la botella mientras hablábamos de los planes a futuro que se le abrían ahora que ya no tuviera novio. Yo en el fondo sabía que era otra de sus peleas pasajeras. Volverían.
–Volverán, ya verás.
Seguimos hablando mientras bebíamos dos botellas más. Aquel día aprendimos cómo se limpia una copa cuando se cambia de vino. Aprendimos que los planes no son para siempre. Le enseñé el libro que había comprado en la mañana. Una antología de poesía española titulada La cuarta persona del plural.
–Eso somos -dijo-, la cuarta persona del plural.
–Déjame leerte la mente -me puse serio y puse uno de mis pulgares sobre su frente como si de verdad estuviera haciéndolo-. Un nosotros sin nosotros. ¿Acerté?
Me besó.
–Tonto. Tienes razón. Un nosotros sin nosotros.
Era ahora o nunca me atrevería a decírselo.
–Deberíamos dejar de vernos. De hablarnos. De relacionarnos.
Se marchó sin una sola palabra. El teléfono mandaba siempre a buzón mientras la llamaba esperando la cuenta. No era tan caro como parecía el lugar.
A la mañana siguiente el primer mensaje que tenía en la ventana de la computadora no era suyo. Era una invitación para participar en una sesión de performance, de poesía performática, no por la calidad de lo que escribía sino porque necesitaban un representante local. Alguien había sugerido mi nombre a los organizadores que dada la premura de tiempo -apenas faltaba un mes para el encuentro- se conformarían con cualquier cosa. Fui a ver a la encargada del evento sin saber todavía que decirle.
–Claro que acepto. ¿Qué tienes en mente?
–Algo diferente. Leer pero con algo. Con imágenes -pensé en un amigo pintor- con danza -pensé en una bailarina de contemporáneo, pero deseché la idea por una bronca relativamente cercana-, con música.
La interrumpí.
–Lo tengo. Creo que lo tengo.
–Explícame. ¿No creerás que voy a aceptar algo sin saber, al menos, de qué va?
–Unos poemas. No creo que sean muy buenos, pero con ruido detrás, un teclado y una guitarra haciendo mucho ruido, no creo que se note. Y suena diferente, ¿no?
Respondió como buena burócrata.
–Mándame la propuesta bien explicada por correo y veremos que se puede hacer -explicó algo sobre el visto bueno final de su jefa y añadió-. A mí me late la idea.
Llegando a la oficina escribí, adornando, lo mismo que le había dicho y se la mandé al correo. La aceptaron en dos días. Me daban una fecha y una hora para presentarme en las Jornadas de Poesía.
Los músicos, integrantes de la banda del multifacético director, llegaron tarde al primer ensayo. La tarde se fue en llevar y traer instrumentos, en colocar cables y más cables. Al fin, platicamos de cómo esperábamos sonar.
–Ruido blanco. Quiero ruido blanco. Pero creo que es mejor que antes escuchen los poemas.
Comencé a leer.
“Desparecerás cuando termine este poema”.
La guitarrista me interrumpió.
–La fotógrafa no merece esos poemas. Ella no te hizo nada malo como para que la odies así.
Le respondí de malos modos.
–No son para la fotógrafa.
No tenía muchas ganas de explicarme.
–¿Para quién son entonces?
Estaba a punto de contestarle con alguna generalidad del tipo “los poemas tienen un destinatario universal” o algo así pero descubrí la mirada que estaba cruzando con el guitarrista-tecladista-encargado-de-la-caja-de-ritmos, su novio. Él sabía y con una solo gesto de la cara le transmitió la información.
–Ah. Para ella.
Seguí leyendo.
“Desaparecerás cuando termine este poema.
Desaparecerás porque sí. Desaparecerás, sí,
porque así está escrito. Desaparecerás también
para ser esta línea incompleta. Desaparecerás.
Desaparecerás para quién sabe quién. Des-
aparecerás en la noche del aniversario exacto.
Desaparecerás como otras veces pero esta vez
ha de ser para siempre. Desaparecerás quizá
hacia el pasado mediocre o hacia un futuro
aún por descubrir y corto. Desaparecerás como
el sonido y los aplausos al final de un concierto.
Desaparecerás, espejo, en cualquier otro espejismo.
Desaparecerás en un abrazo tan final como dulce
y desaparecerás en la tempestad de un mar lejano.
Desaparecerás, en fin, porque si repite quince
veces una palabra acabará por cumplirse siempre.
Desaparecerás porque todo termina en un punto y final”.
Nadie se molestó en decirme que ella también leería en las Jornadas.