El país tiene un problema de centralización tan grave que no resulta extraño cómo prácticamente todo el proceso político y gran parte del económico del país tiene que pasar en algún momento, de una forma u otra, por la capital o sus alrededores. Basta observar que en casi todos los pueblos y en muchas de las ciudades capitales del país periódicamente podemos encontrar alguna referencia a la capital; México, a tantos kilómetros, dice un recordatorio, generalmente verde, de nuestro federalismo ramplón.
La ahora Ciudad de México es un imán de recursos públicos, poder político, capital social y cultural que muchas veces, si no es que prácticamente siempre, se olvida de mirar para otros sitios al momento de definir programas y políticas públicas.
La capital, dado su carácter concentrador, tiene niveles de vida que poco tienen que ver con el del resto del país. La infraestructura pública, los ingresos, el acceso a servicios públicos entre otras tantas circunstancias hacen que el cristal con el que se observa la realidad nacional se distorsione con cierta facilidad. Casi todas las discusiones nacionales son chilangocéntricas, si me acepta usted el término.
Siendo esta la realidad de la política, en los congresos estatales, no se diga en prácticamente en todos los cabildos de los más de dos mil cuatrocientos municipios, la labor de gobernar se convierte en una administración suntuosa de la irrelevancia. Una suerte de escalafón político de práctica para acceder a las grandes alcaldías o formar parte de los gabinetes estatales.
En algunos casos, esta localidad termina reduciendo el carácter solemne de nuestras instituciones a lo largo del país y lo reemplaza por un incómodo manejo perpetuo de la politiquería local. Reflejo de esto son las inagotables sesiones a lo largo del país para discutir qué se va a hacer con los animales que estuvieron en algún parque, para hacer gala de algún ciudadano distinguido por un logro trivial, celebrar concursos infantiles de dibujo y oratoria entre una infinidad de actividades que, debe decirse, cumplen protocolariamente con lo que estamos acostumbrados de ese nivel de gobierno. Si no fomentan el debate de los asuntos trascendentales para el el desarrollo del país ni atienden las necesidades reales de la población, parece que a nadie interesa.
Hay entidades más avanzadas que otras, donde los debates son de mucho mayor trascendencia, donde los argumentos son de mayor refinamiento, pero aún así es innegable que el país es una federación casi exclusivamente en el papel. En otras federaciones, los estados que las conforman suelen aportar mucho al debate de los temas nacionales con sus propias legislaciones y las miles de sentencias de las cortes sobre los alcances de las mismas y los límites de la soberanía de los estados.
Optar por una estrategia de seguridad distinta, legalizar el consumo de algunas sustancias, o sin ir tan lejos, jugar el papel debido en la recaudación de impuestos en las entidades, son temas que en el federalismo exacerbado en el que vivimos parecen estar sepultadas en la ignorancia y la apatía. Cabe reconocer a los legisladores, que los hay, que han intentado rescatar a la federación de este centralismo desmedido, no obstante sigue siendo mucho el trabajo y el camino por recorrer.
Presupuestalmente, los estados dependen, en su abrumadora mayoría, de las participaciones y programas federales dejando poco o nulo margen de acción para los programas estatales y las políticas públicas locales. La actitud comodina de los gobiernos y municipios es sumamente entendible. El costo político en este esquema es siempre trasladable a la federación mientras que los logros y casos de éxito, dada la percepción de localidad, es siempre compartida con el nivel de gobierno que mejor sepa sacar provecho político.
En México las cosas funcionan, como muchas otras, al revés. Habría que cuestionarse si los legisladores locales que no están aún conscientes de esta oportunidad para las entidades federativas estarían dispuestos a dar una pelea con la federación por un mayor protagonismo.
Sería interesante plantearnos las consecuencias de que los estados desconocieran el pacto fiscal. Me resultaría de sumo interés que algunos estados exigieran el fin de la intervención de las fuerzas armadas o de las fuerzas policiacas federales en sus soberanos territorios simplemente por el debate que esto conlleva.
¿No funciona en Aguascalientes el argumento de recaudar sus propios impuestos para gastarlos soberanamente? ¿Sería una buena propuesta de campaña sostener que se cambiarían las políticas de la federación en materia de seguridad o en la guerra contra las drogas? ¿Cúal es el estado de la soberanía de la entidad? ¿Podría tener mejores o más servicios públicos si la entidad no depende presupuestariamente de la federación?
No es un disparate ni un despropósito considerar estas preguntas. En todo caso, el simple hecho de debatir y deliberar al respecto representaría un gran paso adelante. Es indispensable para el desarrollo equitativo del país que mejoren nuestras discusiones públicas y a mi parecer habría que empezar por tenerlas en toda la república.
Creo que se tiene que acercar la política a la gente a fin de mejorar la rendición de cuentas. Un ciudadano apático es el reflejo de una ciudadanía que siente la política como una cosa lejana y que permite la impunidad y los excesos. El civismo y la participación pública, a mi parecer, no van a florecer en un contexto donde las decisiones fundamentales se toman tan lejos de la mayoría. Por eso creo que resulta indispensable rescatar la política local, y por local me refiero a casi todo el país, de un federalismo ramplón que asfixia la diversidad.
@JOSE_S1ERRA