El costo de la civilización / Economía de Palabras - LJA Aguascalientes
23/04/2025

El bienestar de una sociedad, el nivel de satisfactores que son alcanzables de manera general por el grueso de la población, es un reflejo del desarrollo de sus instituciones, del alcance de su sistema de justicia, del éxito de su clase empresarial entre tantas otras situaciones y circunstancias económicas, políticas y sociales.

Dubai, el emirato, y su homónima ciudad capital, son un claro ejemplo del incremento sostenido de la riqueza y de la concentración vertiginosa de las actividades económicas. La construcción de innumerables rascacielos, la atracción de eventos exclusivos, la aparición de una infinidad de boutiques y distinguidas tiendas son un reflejo de esta concentración. No obstante, Dubai no es un ejemplo máximo de bienestar, es más bien un ejemplo del resultado de la concentración. Un monumento a la desigualdad. Basta ver los pisos de oro en un edificio donde quienes lo limpian tendrían que trabajar una vida y tal vez otra para hacer uso de él cotidianamente.

La gigantesca creación de riqueza no implica necesariamente el desarrollo de una nación próspera. Sin duda alguna es un requisito; es necesario, no suficiente. El bienestar requiere condiciones de justicia y para ello es indispensable contar con las instituciones y el sistema legal que lo permitan. Por añadidura, condición indispensable del bienestar es el entendimiento del valor de lo público y consecuentemente la calidad del debate.

La noción misma de que todos somos iguales, la tabula rasa, como principio rector la vida pública genera una serie interminable de desigualdades de oportunidad. La ceguera selectiva a esta circunstancia, la terquedad de sostener que una sociedad democrática implica necesariamente una movilidad social perfecta, si no es mal intencionada, o ruin, es una postura ignorante. Este mismo hecho, en nuestra sociedad refleja una de las carencias más flagrantes: la falta de ciudadanía. Entendiendo por ciudadanía el interés y el compromiso por lo público, por los otros.

Se necesita ser un cretino para asegurar que una niña nacida bajo las actuales circunstancias en la sierra chiapaneca tiene las mismas oportunidades que cualquier otro niño o niña nacida en un hogar incrustado en una ciudad industrial de clase media del bajío. Lamentablemente  todo parece indicar que esta idea ha germinado ya gracias a la estulticia del electorado y al cinismo de nuestra clase política. Si ha prestado atención seguramente ha escuchado en alguna conversación los lamentables sonsonetes de la clase media aspiracional al hablar del valor del trabajo duro, de cómo los pobres lo son porque les place, de lo idiotas, cuando no “huevones” que éstos son.

Seguramente también ha podido escuchar, de la misma gente, de lo conveniente que resulta casarse con alguien adinerado, de lo increíblemente afortunado que es quien ha heredado una fortuna, de lo popular, de lo solicitado, que se vuelve alguien al acceder a un cargo de representación popular. Seguro ha escuchado usted de algún compadre que se convirtió por fortuna en un personaje acaudalado.

Ambas narrativas son parte de una misma sociedad. De una muchedumbre, disculpe la palabra, arribista. De una contradicción y de un mal entendido. Si la movilidad fuese perfecta, si bastara el trabajo duro, la dedicación y la determinación para ser un miembro acaudalado de nuestra sociedad, entonces de poco valdría la buenaventura y escasas serían las ocasiones en las que se observaría el comportamiento rapaz de algunos de nuestros ciudadanos.

No son escasos los lerdos que se atreven incluso a hacer burla desde sus privilegios. Tampoco lo son, increíblemente,  los que desde la creencia en el mito de una movilidad efectiva los que defienden los privilegios de otros. Falta ver algo más estúpido que quien desde una creencia falsa puede defender aquella situación que va en su detrimento. Sin embargo, dadas las condiciones parece que sigue siendo preferible para una gran parte del electorado sostener en gran estima esta falsa creencia a costa de entenderse como los que han perdido. La intolerancia a reconocerse perdedores, aunque sea en relativos, es un lastre para una demanda social efectiva que ayude a resolver nuestra desafortunada situación.

De alguna forma este arreglo es una religión laica. La creación de riqueza en un juego de suma cero (donde para que uno gane el otro pierda) es el pilar y el estancamiento de los otros, el posicionamiento relativo con los demás, la recompensa. El concepto mismo de la comparación entre iguales (en el sentido más material posible) como demostración de la valía es lo menos sensato (griego) que podría pensarse cuando claramente las condiciones de partida en una sociedad como la nuestra son prácticamente distintas.


Quieren algunos tener el sistema de metro de Estocolmo, la seguridad social canadiense, la infraestructura carretera alemana y al mismo tiempo sostener con desdén que los impuestos son un robo, que la aportación solidaria con los otros sólo va en detrimento de su carácter de individuo. No falta el obtuso que cree que todos somos iguales aunque unos sean menos iguales que los otros. Peor aún, parece que este nivel de bienestar, a pesar de ser envidiable, puede quedarse cómodamente junto con las discusiones al respecto en el país de primer mundo al que se va de vacaciones, porque en casa, donde se hace la vida, más vale cuidar lo que se tiene. Aquí a pesar de la evidencia más vale perpetuar la narrativa de unos contra otros.

Por este motivo no es poco común el argumento a favor de que las aportaciones al bienestar de nuestra sociedad mediante los impuestos deben ser equitativas aunque estas no sean justas (proporcionalmente). La idea misma de que un trato diferenciado en cualquier caso es injusto es el reflejo de este paradigma. Aquellos que no tienen reparo en dar exenciones fiscales a los más afortunados, son los primeros en observar que no resulta equitativa la retribución en los servicios públicos. Como no todos usamos el transporte público entonces que no lo subsidien podría escucharse. Si mis hijos no van a una escuela pública entonces que me regresen mis impuestos.

Los más radicales, por supina ignorancia o máximo descaro, creen también que de lo público deberíamos tener lo mínimo.  Sin importar la evidencia entre el tamaño del Estado y el crecimiento de una economía, desechando con desdén toda prueba entre los satisfactores públicos y la eficiencia económica, (vea mercado de fármacos norteamericano) o bien limitándose a sus prejuicios hay quienes prefieren el enraizamiento de esta sociedad casi feudal en las instituciones de lo que debería ser una democracia liberal.

Justo como lo ha dicho Atkinson, la civilización cuesta. El bienestar es un objetivo relativamente  simple de identificar e indiscutible en el mayor de los casos. El problema está en los detalles. Para alcanzarlo se necesita de una avalancha de cambios en el funcionamiento de nuestra sociedad. Consecuentemente para ello urge una discusión de la clase de nación que queremos ser y de las concesiones que serían necesarias en el arreglo político indispensable para lograrlo. Hasta entonces, sin demeritar y sin ánimo de ofender, de manera general poco tendrán los empresarios, intelectuales, o miembros de nuestra clase política que presumir que no sean los personalísimos rasgos de perspicacia feudal o meros resultados del azar.

Hasta cierto punto resulta simpática la sorpresa que causa en algunos que en países del primer mundo lo público sea solidario sólo para acto seguido señalar, por reflejo tal vez, a los menos afortunados como los culpables de nuestra desdicha. Sin mayor tapujo me atrevo a decir que creo que  en nuestra sociedad hay quienes preferirían vivir en un sistema de castas solo para poder culpar a otros de nuestras carencias en completa concordancia con la ley.

Me parece que hay un caso muy particular del excepcionalismo americano en México. En nuestro caso el carácter único de la nación es una perpetua desigualdad fundada en la creencia máxima de la injusticia como una forma válida de convivir.  Dirán entonces los más desvergonzados que si la civilización, el bienestar, cuestan que mejor si lo pueden pagar otros. Si a este país llega otro arribista, nos vamos por la borda.

@JOSE_S1ERRA


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