Ojalá pudiera incluir la música de sintetizadores en alguna parte, pero no sé cómo. Este es uno de esos momentos vergonzosos cuando la mitad de una anécdota sólo ocurre en la cabeza y la otra mitad está severamente distorsionada por algo: la noche, el alcohol, la nicotina, las risas de las muchachas que caminan en tacones y faldas pero súbitamente se ponen a llorar, y abrazan a su novio, y quien sabe por qué enloquecida razón balbucean de sus familias y sus gatos, y dicen que están muy agradecidas y lo van a demostrar, ahí mismo, en la calle y se ponen de rodillas (todas ellas) y cómo no, tú y yo volteamos a ver y suena música de Tron, pero la amiga más sensata, la que nunca se emborracha, exclama como un martillo divino: “No mames, Nayeli” (el círculo de la ironía está completo) y la arrastra a su dormitorio de seis mil varos al mes donde sus padres juran que está protegida del mundo, de los mirones, los novios y los gañanes.
Antes de fumar el primer cigarrillo de la noche tuve que negar por un día las insoportables verdades de una vida sana: corro todos los días, sí, pero mi cuerpo ya no es el de un muchacho; consumo kilos de verduras en días laborales, es cierto, pero no me siento más musculoso, vigoroso o deseable que cuando era joven; dejé de fumar (sólo fumo en fiestas, eventos, funerales y después de uno que otro temblor) y ahora persigo viejitos, tías, muchachos con un cigarrito en la boca para aspirar el vicio de segunda mano y recordar los tiempos cuando era indestructible, cuando no había tocado la sangre de otro o cuando me llamaron por teléfono para darme la noticia de alguna muerte.
Quizás puedo engañarme por un momento, decir: “he vuelto a nacer”, y caer en las trampas de la testosterona y la dopamina, pero mi naturaleza me obliga a pensar, a seguir pensando. Si mi existencia es posible y mi corazón aún late, es porque tuve miedo e hice los cambios necesarios. Iba a anotar por aquí: “y qué tal el miedo a la muerte”, pero no es precisamente el miedo a la muerte como el miedo al proceso de morir (genio, tomo nota). La muerte es inevitable, pero prefiero retrasar el proceso, controlar un poco más la vida, ah, esa ilusión. Apagué el cigarrito, bebimos cervezas, comimos nachos y alitas, y un cigarrito más.
La brevedad de los placeres. Terminan las cervezas, los cigarrillos y la ilusión de que la mesera con falda de cuadros se acerca demasiado (¿me veré guapo? ¿O quiere una mejor propina? ¿O yo estoy loco? Mamá, explícame por favor). Una vida sana de meses culmina en una noche de pequeños excesos y las soluciones son simples: divide la cuenta en tres, podemos irnos caminando pero ¿por qué diablos? Mejor, ¿cómo le hacemos con el über? Y mientras esperas el coche, tarifa de 1.5X, porque todas las Nayelis ya también tienen que irse a su casa, te inventas una historia de cómo la palabra taxi se transformó en un millenialnísimo über (Hitler se retuerce en su tumba, Nietzsche rechina los dientes, Wagner tararea una canción pedante).
Subí al auto junto con otros dos insoportablemente adultos, el conductor reza entre dientes porque no seamos de… esos, platicamos de vecinas que cogen escandalosamente, de tiempos mejores y alguien dice por ahí que olvidó las llaves. Quizás fui yo. Cuando me bajé, y el über se llevó a mis amigos, palpé mi bolsillo buscando otro cigarrillo pero no había más, me los acabé durante la noche con la ferocidad de un prisionero novato (título ganador de novela). El siguiente inicio, el proceso de sanación comienza otra vez: el abandono de la nicotina, las grasas excesivas y las muchachas de vestidos cortos. Suspiro. Miro en el teléfono: “Mire su nueva aplicación Über, califique a su conductor, mándele un mensaje de agradecimiento”. Dedos gordos sobre el teclado imaginario. Gracias por un buen servicio, que Dios lo bendiga. Las bondades de ser agnóstico.