Las condiciones económicas son una de las principales motivaciones para decidir lo que se hará como elector en las urnas. Obviar esto, limitarse a dar respuestas frías y a la distancia, no tener al respecto una narrativa empática, tiene resultados desastrosos.
Señalar las carencias del otro sin la mayor seña de un interés genuino hace por demás complicado que el electorado se sume al proyecto de nación de cualquier propuesta de gobierno. Llamar racista por asociación a todo aquel que votó por Trump, decir que ganó la misoginia y que Clinton perdió casi exclusivamente por ser mujer son aseveraciones que además de falsas son estúpidas.
Trump tiene un problema claro con las minorías y gran parte de su discurso es de odio, de miedo y de venganza. Trump abusó de la ignorancia y del resentimiento de quienes han perdido (aunque sea proporcionalmente) en la transformación económica de EEUU y sobre ello vale la pena aprender algunas cosas.
La victoria de Trump es aparentemente resultado de una serie de factores tan importantes para entender una democracia del Siglo XXI como complejos.
La respuesta, casi universalmente aceptada al momento, para la derrota de Clinton es de carácter económico. La clase trabajadora de los estados industriales (Pennsylvania y Michigan primordialmente) ha sufrido pérdidas terribles en términos de empleo y actividad económica. Esta situación se ha magnificado tras la implementación de los acuerdos comerciales que han surgido desde la implementación casi universal del libre comercio. Este proceso ha llevado empleos a países en vías de desarrollo y ha precarizado las condiciones de vida en esta región, si a ello sumamos la pérdida de trabajos de manufactura debido a la automatización de la mano de obra se puede comprender el panorama tan nublado en el que tienen que subsistir ahora esos estados de la unión americana.
El asunto entonces es que la estrategia de Clinton de evitar hablar de los problemas reales de la clase trabajadora sustituyendo la narrativa con otras cuestiones, que no niego son relevantes, fomentó la aparición oportunista de los idiotas funcionales y sustenta la reproducción del sistema político tal cual. Trump es el legado directo de la ineptitud del partido demócrata de hablar con el trabajador a quien le importa poco la maternidad con derecho de sueldo o la inversión en la educación universitaria y el desarrollo de una sociedad plural.
A buen número de trumpistas les importan pocas cosas. Concretas y fácilmente identificables. Empleos y mejores condiciones de vida. Trump prometió ambas. Lo que es un tragedia es que sus planes hasta el momento arrojan poca o nula evidencia que permita suponer que de hecho estarán mejor en la administración Trump que con la propuesta del partido Demócrata.
La narrativa de que la pobreza es el resultado de un acuerdo político ha demostrado ser sumamente eficiente para convencer al electorado de evitar a la clase política. Bernie Sanders enarboló una campaña fundamentalmente democrática enmarcada en el enojo subyacente que alimenta esta última. Su plataforma reunía aquellos y otros problemas de manera enérgica y aún así no le alcanzó el tiempo ni el capital político para vencer a la maquinaria electoral que Clinton pudo construir a lo largo de los años.
Si Sanders pudo o no haber vencido a Trump es una discusión en la que el veredicto es tan poco claro como ciertamente inútil. Los problemas siguen estando allí y no parece que las soluciones vengan en camino. El electorado norteamericano optó por el riesgo de elegir un cambio, por más radical que sea este.
Clinton era la candidata de la continuidad, de la misma de la que los perdedores de la globalización está harta y por ello los resultados en retrospectiva no deberían sorprender. Este hecho debería hacer que nos planteemos algunas preguntas que parece que para algunos tienen respuesta inmediata ¿Es racista quien vota por un racista? ¿Es sexista quien vota por un misógino? ¿qué le importa a un elector?
Quien voto por Trump puede no ser racista, misógino antisemita. Me parece que puede legítimamente pensar que su narrativa es una estrategia de campaña para atraer el voto más radical para enfocar su atención selectivamente en su promesa de regresar los trabajos manufactureros que se han perdido. Podría también un trabajador no identificarse con quien se ha enriquecido, legítimamente, por pertenecer al sistema político que a él o ella ha empobrecido aunque sea de manera proporcional y no en términos absolutos.
Podemos aprender de todo esto que la narrativa del voto misógino y racista está incompleta. El electorado tiene distintas formas de responder a una plataforma. Puede creer que votar en su propio interés no tiene, de suyo, nada en contra de los otros. Que el racismo con el que maneja distintos asuntos como la inmigración o el terrorismo sean secundarios a su preocupación por mantener de la mejor manera posible a su familia. Más aún si no lo puede hacer con comodidad o como lo hacía anteriormente. Y en ello reside, aunque no guste a todos en la izquierda (desafortunadamente) el valor de la democracia, y especialmente, como dice un querido amigo, el valor del disenso. Discutir es ahora, probablemente más que nunca, una obligación ciudadana de primer orden.
La política norteamericana y el pavor existencial que le tienen a una dictadura de algún estado de los que se conforma sobre el resto da como resultado un muy particular arreglo electoral. EEUU se compone de una serie de colegios electorales que de manera independiente votan por el próximo presidente. Cada estado tiene asignado una cantidad de estos dependiendo de su población. Por ello se puede ganar el voto popular (como es en México) y aún así perder la presidencia.
Clinton perdió por bastantes votos electorales pero ganó el voto popular. No obstante por cómo se dieron los resultados, está claro hoy que Clinton perdió por un poco más de 100,000 votos. Me explico, la suma de los votos de los estados que naturalmente estarían inclinados a votar por los demócratas, estados industriales, votaron por Trump.
Los márgenes de victoria republicana en los mismos – todas menores al 1%- dan a pensar que tal vez la victoria de Trump tiene menos que ver con el racismo y la misoginia y más con arrogancia de suponer que se tenía en la bolsa la elección o con el hecho de que Clinton puede conectar mejor con los donantes y los banqueros que con la clase trabajadora.
Ahora bien, no deja de ser alarmante (no simplemente preocupante o disturbador) que hubo millones de electores norteamericanos que rechazaron el rumbo de su país y optaron por ignorar un discurso racista y misógino con tal de cambiar un acuerdo económico que los ha hecho perder tanto en tan poco tiempo. Sobre los que ya eran racistas, los que ya eran misóginos preocupa que encontraron una forma de normalizar sus filias, fobias y odios. Es entristecedor ver que el cargo más importante del mundo lo ocupa ahora un simplón cuya única gracia fue nacer en la situación adecuada, cuyo único mérito es abusar de su posición para irritar e inflamar, cuya única cualidad es ser profundamente polarizante.
Es indispensable que quienes conformamos de alguna u otra forma la izquierda repensemos qué es lo que creemos que importa en la vida de la gente. Es una lección de humildad política e intelectual en casa ajena de la cual deberíamos aprender. Suponer que la progresía que gobierna, impávida hasta el momento, en el discurso público es una prioridad en la vida de la mayoría de la clase trabajadora es un error potencialmente costoso. Entregarle a la derecha, como la Republicana, la oportunidad de echar marcha atrás al progreso y a las victorias sociales que tanto han costado es simplemente absurdo.
Cabría instruirnos de manera científica en cómo afecta y qué factores subyacen a la desigualdad y la pobreza. Es indispensable comprender, más que nunca, cómo es que los procesos de automatización y algunas características de la globalización han hecho ganar a tan pocos de manera tan escandalosa y como su impacto en el desarrollo de una sociedad plural tolerante y democráticamente participativa puede entregar resultados tan aterradores.
¿Cabría cambiar el emblemático dicho de la campaña de Clinton, el expresidente, y decir ahora “¿es la clase trabajadora, estúpido”? Es una pregunta que seguramente requerirá años de estudio y de la cual me parece pueden surgir una multitud de lecciones importantes para la democracia.
@JOSE_S1ERRA