La muerte de Fidel Castro ha traído a la opinión pública, una vez más, la vieja discusión sobre las posibles virtudes y defectos de un gobierno comunista. Erradicación del hambre, educación gratuita, servicios de salud universal, una multitud de servicios públicos, entre otras, a costa de la libertad, de vivir cautivo en infinidad de aspectos a la mejor opinión del Estado.
Esta discusión tan vieja y aparentemente superada como el siglo XX, que parecía haber terminado con la caída del muro de Berlín en un primer momento y posteriormente con la desintegración de la URSS y la transición de China a una economía capitalista, no obstante, aunque sea por un momento, está de vuelta.
La narrativa en la que Cuba es, junto con Corea del Norte, un relicario, un souvenir ideológico del siglo XXI había triunfado de tal forma que la mera discusión sobre las virtudes del gobierno cubano para muchos es un sinsentido. Un error arrogante en el cual a pesar encontrar verdad en sus argumentos, me parece, hay un ignorante planteamiento sobre el estado de la libertad occidental.
Cualquier pérdida de la libertad es inaceptable. Como liberal me parece que no puede haber otro valor más relevante. Su defensa a ultranza es un canon liberal de occidente que parecía estar salvaguardado en lo más recóndito del espíritu revolucionario francés que impregnó al mundo “libre”. Es el primero, no sólo en orden, sino en grado, de los términos del lema Liberté, égalité, fraternité y por buenas razones. Sin libertad el bienestar es una nota al pie.
Para los liberales, el argumento es simple. Si la democracia es la forma de gobierno que mejor ha funcionado para encumbrar la libertad como valor supremo, entonces la democracia no tiene oposición alguna. No obstante la realidad es otra. Los liberales, tanto de izquierda como de derecha, hemos fallado en reconocer el descontento de con la democracia como un argumento válido a favor de otras formas posibles de gobierno.
Suponer que todos abrazan con la misma estima nuestros argumentos (de quienes nos consideramos liberales) es un fallo sistémico que ha costado y seguirá costando a la socialdemocracia en las urnas de toda democracia. Suponer con arrogancia que nadie está dispuesto a entregar la libertad por la igualdad -por la dignidad de vivir con las condiciones materiales mínimas en la mayoría de los casos- es un vergonzoso reflejo de lo caviar o de lo bohemio, que una parte de la izquierda se ha tornado.
No puedo encontrar oposición válida a la defensa de la libertad, sea de prensa, de opinión o cualquier otra. No me entretiene la idea de someter las libertades individuales a una consulta. Tampoco encuentro deseable un sistema de gobierno, sin importar lo eficiente o elegante que resulte si este no es justo. Sin embargo, no atender el descontento y las razones que sustentan el malestar con el estado de la libertad en cualquier democracia me parece arrogante e inhumano. El no reconocer la molestia de cómo se vive en “libertad” cuando no se tienen las condiciones para ejercerla demuestra una forma de incompetencia que llega a confundirse con la estupidez.
No reconocer estos reclamos como válidos, una vez más, es un error discursivo y una demostración flagrante de ignorancia desde el momento en que se es incapaz de reconocer una injusticia. La pobreza, causa primera de este reclamo, no es, en una infinidad de casos, únicamente una tragedia, es también una injusticia. Mi gran amigo, Mario Gensollen, hizo en este mismo medio una elegante demostración de este último punto en su columna El Peso de las Razones del 16 de agosto de este año, Pobreza, ¿desgracia o injusticia? En aquella entrega, Mario retoma las palabras justas de Judith Shklar al respecto, una desgracia fácilmente se convierte en una injusticia cuando no tenemos la disposición y la capacidad para actuar en nombre de las víctimas, para culpar o absolver, para ayudar, mitigar o compensar, incluso cuando miramos a otro lado.
En una democracia el pobre puede vivir bajo la dictadura de la indiferencia. Puede vivir eternamente en una injusticia a la sombra del olvido permanente. Es una suerte de indiferencia que no parece hacer sentido, es una incongruencia. Así como podemos descalificar al “chairo” por señalar la represión mientras viste una playera de Fidel, podría el otro mofarse del radical chic que atañe a la libertad la máxima de la estimas sin entender el descontento con la democracia de quien no puede ejercer prácticamente ninguno de sus derechos.
Justo por las mismas razones por las cuales los demócratas no pudieron entender a la clase trabajadora en EEUU, así como los laboristas no pudieron escuchar a los perdedores de la globalización en el Reino Unido parece que en el mundo avanza galopante la ignorancia científica respecto al malestar de la desigualdad.
Poco parece que importan los argumentos o la ciencia que los respalda porque en el terreno de la política post guerra fría no ha habido hasta la fecha una discusión seria al respecto. Tampoco han permeado los argumentos al imaginario colectivo como alguna vez lo hizo el marxismo. Tal vez es el hecho de que tales argumentos con toda su fineza aún no existen en su forma cinematográfica o porque no han llegado a Netflix. A mi entender resulta que Huxley tenía razón y será el aburrimiento y la abundancia de información la que nos condenará al fracaso.
Centrarse en las innumerables discusiones bizantinas sobre las características personalísimas de Castro en el marco de este debate me parecen francamente torpes cuando no simplemente demagógicas. El tema es, o al menos debería de ser, fundamentalmente una discusión sobre la justicia y el valor de la libertad. Es una gran oportunidad de establecer un diálogo, de estrechar nuestras similitudes y discutir nuestras diferencias a fin de encontrar la mejor manera de terminar con cualquier forma de injusticia. No obstante tal parece que es más fácil, o más divertido, el juego de las descalificaciones, de la argumentación elegante pero vacía.
Casi todos los debates comienzan por hacer un recuento de los muertos y de las violaciones de los derechos humanos en oposición a las cifras sobre la calidad de vida y la erradicación de la desnutrición olvidándose ambas partes de dar argumentos. Parece que simplemente se trata de la competencia arrogante e interminable de hacer pasar al otro por idiota.
Hay que ser cínico para decir que a uno le enferma la dictadura castrista, que no puede tolerar siquiera por un segundo la pérdida de la libertad de otros cuando no se puede reconocer la misma tragedia en quienes a pesar de vivir en una democracia “liberal” no pueden ejercer por sus carencias sus derechos. También creo que es profundamente ruín querer atenuar una injusticia con otra. Habría que dejar claro que no es un concurso, ni competencia. No hay puntos del karma ni vouchers de la buena vibra por perpetuar menos la injusticia que otro.
Creo con firmeza en las palabras de Rawls al respecto. La justicia es la primera de las virtudes de cualquier institución social, como la verdad es a cualquier sistema del pensamiento. Una teoría, sin importar lo elegante y económica debe ser rechazada o revisada si es falsa; así como las leyes e instituciones sin importar que tan eficientes o bien organizadas están deben ser reformadas o abolidas si son injustas.
Deberíamos aprovechar este momento para pensar cómo erradicar la injusticia, aquella que Fidel quiso combatir sin importar que cometiera otras en su lugar. Para ello deberíamos tener un debate serio e informado, pero en su lugar tenemos argumentos vacíos, datos francamente irrelevantes y memes. Hacemos lo posible para vivir en un mundo mejor, en lugar de en el mejor mundo posible. De la libertad, la igualdad y la fraternidad que alguna vez dominaron lo público e incitaron a la insurrección y la lucha por lo justo hoy queda poco.
El siglo XX fue de alguna forma un debate moderno sobre la teoría del valor. Una disputa ideológica sobre la justicia y una contraposición de la libertad con la igualdad que pudo bien haber terminado con la extinción de nuestra especie. El siglo XXI parece un interminable feed de memes sobre lo más importante de aquello que ignoramos con profundidad. Parece un elegante resumen del aburrimiento, las adicciones y de la ociosidad perpetua. Qué razón tenía Foster Wallace en la broma infinita. Liberté, égalité, aserejé, compañeros.
@JOSE_S1ERRA