XXV
“Hagamos un musical de rock indie donde contemos nuestras vidas en ciento veinte minutos. Yo pongo la casa de la abuela en los años ochenta. Un huracán que nos impida salir de casa durante una semana”.
XXVI
Pastillita blanca, pastillita azul, dime cuánto efecto tienes tú
- R. R.
Estuvimos toda la semana intercambiando mensajes. Sobre los poemas que iba a leer y el orden en que los iba leer, sobre lo que se pondría y sobre a quién invitaría. Hablábamos con más frecuencia de lo habitual. Y entre sugerencias y llamadas a la calma aparecía siempre el director de cine. A veces para bien; otras, la mayoría, para mal. La fotógrafa se acostumbró a desapariciones de casi diez minutos mientras escuchaba. Poco a poco las llamadas, en un acuerdo no escrito, llegaban sólo a primera hora de la mañana cuando, aún dormido o somnoliento. Tenía al menos la intimidad suficiente. De vez en cuando eran buenas noticias.
–Acaban de llamarme. Estoy feliz.
Se le había olvidado explicar el motivo. Podía ser desde un aumento de sueldo a una buena noticia. Quizá era una proposición formal de matrimonio o un premio.
–Felicidades. Felicidades. Felicidades. Seguía contagiado de su manía de las triadas. Pregunté –¿Por qué nos estamos alegrando?
–Ya te lo dije acaban de llamarme.
De nuevo. Debía suponer que todos teníamos sus dotes de telépata.
–Te escuché. No hace falta que me grites. Volví a formular la pregunta de un modo más explícito. – ¿Quién te llamó y para qué?
Citó el nombre de una artista plástica de la ciudad y se explicó.
–No sé cómo consiguió mi teléfono. Va a organizar una exposición y quiere que sus esculturas, sus pequeñas piezas, estén a acompañadas de un texto. Me pidió uno. En unos minutos me enviará para que elija.
No le dije que a mí me había escrito unos días antes invitándome a la misma exposición. No le dije que ya había aceptado y que iría a la inauguración con la fotógrafa. Volví a felicitarla. Debía regresar a la aburrida junta de la que su llamada me había sacado.
–Estoy en junta. Te marco en cuanto salga.
La reunión se prolongó más de lo esperado. Esperé a llegar a casa para marcarle. No contestó. Debía estar dormida.
Estaba viendo cómo la fotógrafa se peinaba antes de regresar a casa cuando me marcó de vuelta. Antes de contestar la miré.
–Del trabajo. Por la hora debe ser urgente. ¿Esperas?
–No te preocupes. Tengo que irme corriendo para llegar a tiempo. Contesta. Sé llegar sola al coche.
La besé con la ternura que sólo puede sentir quien tiene el corazón dividido entre dos fuerzas igualmente poderosas.
Ella como de costumbre se lanzó a hablar.
–Es como una jaula con un nido y corazones.
Supuse que era una adivinanza. Hice como que pensaba.
–¿Qué es como una jaula con un nido y corazones? La vida, supongo. Seguí arriesgando conjeturas.
–¿El amor? ¿Nosotros?
–Tonto. Es la pieza.
No entendía nada.
–¿Qué pieza?
–La de la exposición. Voy a colgar tiras de papel. Son la familia. Es la familia. Hay un corazón por cada uno de nosotros. Como siempre que se emocionaba comenzó a hablar más rápido. –Son mis padres y mi hermana y yo. Nadie puede hacernos daño en el nido. Y más si el nido está dentro de la jaula. Y además usaré las frases para uno de los poemas de la lectura. Te quiero.
Colgó.
No sé si, aunque hubiera tenido tiempo, me habría atrevido a decirle que yo sabía de memoria el texto que acompañaba la pieza que yo había elegido.
“El día que nos fuimos al bosque / con tu caja de trucos de magia / enseguida se hizo de noche / y tú dijiste que te quedabas. / Yo era joven y fuerte entonces / y no sabía lo que me esperaba, / pero recuerdo que prometiste / que ibas a estar por la mañana”.
El día de la exposición la fotógrafa estaba radiante. Se había, casi por primera vez, peinado. Me había enseñado una fotografía de su graduación de la prepa para demostrarme que siempre era así. No había cambiado nada excepto en la delgadez. También, excepcionalmente, se había puesto un vestido, un vestido caro que era la segunda vez que lo usaba. “La primera fue para una boda a la que tuve que acudir por obligación y de la que acabé fugándome para ir a un concierto de la banda de mi hermano”, me había explicado cuando me preguntó que si quería que usara vestido. Ella también se veía radiante.
No recuerdo si nos saludamos o no, pero sí que mi invitada y yo teníamos ganas de que aquel vernissage acabara cuanto antes. Estábamos invitados a la cena posterior en la casa que la artista tenía a las afueras de la ciudad. No fuimos. También olvidé preguntarle a ella que si había ido.
Conforme se acercaba el día de la lectura nuestras conversaciones se centraban sólo en sus poemas, en lo que iba a leer y en lo que no, En el orden en el que leería. En a quién agradecer y a quién dedicar. Mi respuesta era casi siempre la misma.
–Tranquila. Todo saldrá bien. Recordaba mis años en la universidad. –All shall be well. Juliana de Norwich, una mística inglesa del siglo XV. Siempre que usaba aquella frase la pronunciaba con tal seguridad que cualquiera hubiera creído que era un experto en ella. Por imitación suya la repetí. –Todo saldrá bien. Todo saldrá bien. Todo saldrá bien.
“Estoy nerviosa”, fue la frase que más escuché aquella semana previa a la lectura colectiva de los alumnos de un taller del único lugar en la ciudad en que se ofrecían institucionalmente. Conocía de vista a su maestra. A la segunda, según me había contado, iba la vencida. Su primera experiencia en aquel lugar la había alejado.
La lectura fue un jueves. Salí demasiado pronto de la oficina y para matar el tiempo entré a una librería a cuyo dueño conocía de vista de un par de conciertos y cuatro o cinco amigos comunes. Junto al estante de novedades de vez en cuando aparecía una mesa alargada frente a la puerta con saldos de editoriales grandes. Me entretuve viendo los títulos, dispuesto a comprar algo al azar. Un título me llamó la atención. Iba a comprarlo de todas maneras pero le pregunté al librero.
–¿Qué tal está?
– No sé. Lo agarré el otro día, pero aún no lo he empezado. Pinta bien.
–Y si no me gusta -intuía que no me iba a gustar-, ¿qué hago?
–Lo envuelves bien y siempre puedes regalárselo a alguien en su cumpleaños.
Pagué y salí a la calle con un ejemplar de Imbéciles anónimos en una bolsa también anónima y transparente.
Fue el primer día que rompió la racha de días seguidos en que nos veíamos la fotógrafa y yo. Supongo que puse como excusa algo del trabajo. Llegué a la lectura a la hora prevista. Apenas había un par de lectores, cinco o seis personas puntuales y la organizadora. Se me acercó. La conocía de algunas obras de teatro, las mejores de la ciudad.
–Sabía que vendrías. ¿Qué tal escribe?
–No sé. Yo de eso no sé. Pero me gusta. -No me molesté en aclarar si ella o lo que escribía.
Ella llegó con el director y un cuaderno en la mano. Cuando salió hacia el baño durante la primera ronda de lectura en la que ella no estaba me lancé a seguirla. Me estaba esperando. No dijo nada. Le apreté la mano.
–Recuerda a Juliana. Todo saldrá bien. Repetí. –All shall be well.
Regresamos a nuestros lugares. Ella junto al director de cine, yo a un lugar solitario en la última fila.
La organizadora se acercó.
–Pensé que salías con ella.
No contesté.
Comenzó a leer. Recuerdo perfectamente los cinco poemas que leyó y, sobre todo la rapidez con que el nerviosismo se traducía en su voz. Hablaba de ella y todos lo sabían. Cuando terminó de leer me fijé en la pluma fuente negra que estaba frente a ella en la mesa.
Cuando todos terminaron sus lecturas apenas probé un sorbo del vino que ofrecía la institución cultural. Me acerqué a ella intentando evitar a su novio. La felicité y me despedí. Me alegraba por ella. Pensé en una canción que hablaba de estar caliente en las noches frías. Recordaba la letra pero no la melodía. En lugar de silbarla la recité como un mantra.
Al llegar a casa releí una de las cartas de la novela que no había ganado el premio.
“Fanerogámica A:
Estas son mis últimas palabras. Todavía no sé muy bien porqué pero tengo que marcharme. Hemos estado demasiados tiempos juntos y hemos aprendido, con el tiempo, a leernos, a hablar como si fuéramos el otro.
Es hora de que tú marches sola.
No saltaré, tenlo por seguro, de ninguna ventana. Me iré, lo he estado haciendo, poco a poco, despacio, desapareciendo. Cada vez más tu voz se iba apropiando de estas cartas, de esta novela. Lo imposible que parecía no llegar nunca llegó al final.
Lo sabías. Sabías que, tras la fiesta viene la resaca, tras los experimentos conjuntos, un corroerse que no podemos evitar.
Mezclaste plomo con venlafaxina. ¿Qué santos o qué demonios aparecieron en tus pesados sueños? La química no es un remedio contra el silencio pero puebla el silencio de modos que nadie más puede saber.
Malva.
Escribir toda la noche para salvar una voz ya insalvable.
Regresaré quién sabe en qué forma o en qué momento. Quién sabe si me estarás esperando, quién sabe si estarás. Si estás, yo estaré. Si ya no estás lloraré por esa cabeza bonita.
Te diría que vinieras conmigo pero tengo miedo a que digas que sí porque entonces sería yo el que no sabría qué hacer.
Me gritas acusándome del silencio. Nada puedo ofrecerte en respuesta. Tal vez, tres lunares más, en tu muñeca, en tu cuello. Tres trofeos más en esa carrera hacia la muerte que tantas veces has intentado ganar. Cada vez que los mires, cada vez que alguien los mire y los alabe, allí estaré.
Mientras tanto,
Buenas noches, amor y dulces sueños”.
No lloré. Tampoco lo hice cuando leí su respuesta.
“Recreo ahora las imágenes sin borrar nada, dispuesta a atesorar todo, dispuesta a pasar otra noche en blanco pero sin más mezclas en el caldero, solo una copa de blanco alemán y olorosos cigarros de clavo, porque tal como María del Carmen Huerta yo también huí de casa buscando el otro mundo, el que nos mantenga de pie, porque después de las imágenes y de volver a mi centro, después de ver sangre en el suelo al igual que ella. Volví a mi cama, pensando: “¿Cuánto falta para que sea de noche?’.
Y aquí estoy en la noche, atacando a mi personaje central, haciéndolo creer que tenemos juntos la respuesta, pero tal como él me dijo entre un estado nebuloso ‘mañana estaré mejor’ y puede que sea así, pero la mayoría de los que hemos amado algo que se rompe en medio de la confusión sabemos que el bienestar anterior es imposible”.
Miré tirado en el suelo el libro que aún no había abierto.