Escribo mi columna mientras paseo en un Gandhi. Una mano en el celular, la otra empuja las montañas de libros en descuentos. Otro volumen de cuentos completos y yo sin lana, chin. Se llena de gente que pasea y por un breve instante, creo que #MexicoLee. Guillermo Arriaga, no sé cómo afecte eso a mi escritura, escribe novelas y las publica en Alfaguara. A mi derecha hay unos relojes de cartón que simulan ser unos libros, y además del tiempo, te señalan el momento preciso para ver el logotipo institucional de la tienda.
Lucho contra el instinto. Todo lo quiero pero cuándo voy a leer todo. Camino por los libros en inglés, al menos suelen ser más baratos. Hay uno de Stephen King que estuve buscando durante muchos años; papel barato, paperback masivo, 279 pesos. Anoto en otra App: “Los libros son más guapos en México porque si no quién los compra”. Los gringos deshacen sus libros. Entienden lo efímero del papel, su muerte. Al final, el único hogar digno para cualquier historia, es la memoria. Abandono The Long Walk. Por ese precio mejor me llevo un Ulysses o un Shakespeare Complete Plays. Chingo de contenido, menos fregado, uh, es el Bardo.
Pienso en mi hermano. El otro día hablamos por Skype. Se fue a una isla en Japón para estudiar matemáticas. Lo miro por la pantalla, se ve un poco solo, un poco enloquecido. Me cuenta los precios: un jitomate, un dólar, una cebolla, un dólar, unos kilos de arroz, un dólar, medio hocico de cerdo, un dólar, un crédito para las maquinitas, un dólar. Me río. Hacer unos huevos mexicanos es alta cocina gourmet.
Le cuento a mi hermano, creo que por primera vez, mi tercera mejor anécdota de la independencia. Una semana me alimenté con medio kilo de huevos, una cebolla, un bolillo. Él me preguntó: ¿alguna vez estuviste así? Hace mucho tiempo, le dije, y no fue en otro continente. ¿Y los mariscos? ¿No vives en una isla? Un pescadito, un dólar. ¿Por qué te ríes? A veces es sabroso ver que otro sufre lo mismo, digo, o casi lo mismo, y después le comparto uno que otro consejo de supervivencia y quién sabe si allá aplique. Después le cuento de México y las nuevas del presidente: el señor un día se despertó con ganas de ser sincerote, ya nos dijo que ningún partido se salva de la tentación de la corrupción y que no cree que ningún presidente se levante por las mañanas pensando en cómo joder a México. ¿Qué? ¿Por qué te ríes?
En medio de una isla de papel y consumidores, alguien mira un video. Un muchacho lee un papel y llora frente a unos jueces. Dice que confía en el sistema judicial de España, la madre patria, y que por favor no lo regresen porque se lo van a coger. Jolines, madre patria. Suspiro y me asomo para mirarlo. Se ve sano, joven, fuertecito. No lo ha roto el arrepentimiento. Parece un manjar. Entonces tengo una revelación. En la isla de los prisioneros, fueron ellos quienes empezaron a llamar a estos muchachos los Porkys, porque son cerditos nutritivos, baratos, aguantadores. Y tienen tiempo saboreándolos.