El imperio irrestricto y permanente de la ley aunado a la garantía de igualdad ante las mismas son un par de los principios rectores de cualquier sociedad justa. Saber que sin importar las condiciones económicas, color de piel, identidad sexual, u otras, la ley protege el ejercicio de los derechos elementales es un piso firme para el desarrollo. Ambas nociones conllevan implícito el respeto y la garantía de la libre autodeterminación de todo individuo. El derecho a la búsqueda de la felicidad, dicen los norteamericanos.
Es deseable impedir los posibles abusos de quienes gozan de mayor poder: el Estado, las mayorías, las élites e incluso, por momentos, las turbas de violentos energumenos aunque estén legítimamente molestos. Para esto resulta necesario un acuerdo, un contrato social, que lo establezca, tanto en espíritu como normativamente. En nuestro caso está la constitución y las leyes que de ella emanan.
El objeto de proteger los derechos fundamentales y las libertades civiles de los ciudadanos -de todos y cada uno de ellos- no es simplemente uno objetivo loable; es indispensable. Evitar cualquier forma del abuso es necesario para asegurar las condiciones que permiten a todos mejores formas de vivir y fomenten una sociedad amena. Para cumplirse se requiere de un marco institucional que asegure que los derechos poseen un canal directo para su ejecución universal. Asegurar un castigo justo a los delitos, fomentar la creación de condiciones iniciales apropiadas y el fortalecimiento permanente de la democracia son pilares indiscutibles para lograrlo.
Cómo hacerlo es uno de los asuntos más estudiadas y sería arrogante e incluso torpe decir que existen soluciones universales. Lo que se puede y debe discutir son las formas y las implicaciones de las acciones y normas encaminadas a lograrlo. Se debe fomentar un debate público donde sean escuchadas todas las posiciones.
Aquí entran las decisiones de los actores públicos encargados de ejercer el gobierno de cualquier sociedad. Elegir las prioridades del gasto público y los componentes del mismo son sin duda uno de los campos más importantes.
Toda forma de abuso, cuando queda impune de forma sistemática (aun cuando sea legal; como es en el caso de las mujeres presas por abortar) es reflejo de un arreglo institucional pobre e injusto.
No todas las formas de abuso son evidentes y que estas no siempre se ejercen personalmente. Prueba de ello son los impuestos regresivos, las leyes injustas como aquellas que le niegan derechos o le impiden tomar decisiones relevantes a cualquier ciudadano. Es más notorio el abuso y la injusticia cuando estos abusos son justificados (legalmente en algunas sociedades) por condiciones inherentes como la identidad sexual o las condiciones sociales.
Los abusos como el de autoridad, el que ejercen las mayorías o las elites, tienen como característica su naturaleza coercitiva. La imposición del gusto, las creencias o las afiliaciones de estos grupos e individuos suele estar impreso en los ordenamientos legales y vigilado por las autoridades competentes. Que una mujer no pueda decidir sobre su cuerpo o dos personas indistintamente de su identidad sexual no puedan casarse es un abuso. Una estupidez y un acto indigno me permito agregar. De la misma forma lo son las muertes causadas por la pobreza cuando los recursos no son apropiadamente asignados o simplemente dilapidados.
En la práctica es necesario identificar, discernir, y tipificar las formas de abuso. Es indispensable discutir algunas de ellas. Por ejemplo, ¿es acaso justo que una sociedad gaste en la comodidad excesiva de los funcionarios públicos cuando el grueso de la población es sumamente vulnerable y pobre? ¿Deberíamos dedicar todos los recursos disponibles en aquellos rubros los cuales tienen efectividad probada para disminuir la pobreza y fomentar el crecimiento económico a través de la evidencia científica en lugar de privilegiar el entretenimiento de otros?
Para el primer planteamiento un ejemplo. Si los ministros de la Suprema Corte tienen salarios extraorbitantes, pensiones sumamente distintas a las del resto y comodidades impensables para la mayoría obedece a un hecho relativamente simple. Es necesario garantizar que su única ocupación sea valorar y emitir criterios al mismo tiempo en que se evita (al menos reduce posibilidad de) que se persiguen otros intereses.
Sobre la segunda aplican otros criterios y es un ejemplo de lo complejo que resulta la tarea. ¿Cuáles deben ser los gastos prioritarios? ¿Cuál es el criterio para definirlos? ¿Quién tiene la responsabilidad de delimitar sus alcances? son algunas de las preguntas que surgen de manera inmediata al analizar el asunto.
Hay alguna claridad sin embargo. Es más importante tener hospitales que museos, está probado que para las condiciones de bienestar de largo plazo el gasto público en ciencia, tecnología e innovación es definitivamente más importante que el que se realiza en cultura en cualquiera de sus formas, la infraestructura carretera y de transporte es infinitamente más importante para el desarrollo de una nación que la construcción de espacios deportivos.
Todo ello no implica que los museos, el gasto en cultura o en espacios deportivos no sean una prioridad. Parafraseando con algunas libertades a C.S Lewis cabría decir que el gasto en la comunidad, es innecesario, como el gasto en cultura o deporte. No aporta ningún valor al crecimiento económico de una nación, no obstante son esos mismos los que le aportan valor al crecimiento.
Aun cuando de entrada parece que alguien o algunos cometen el atropello de no obedecer a las necesidades más inmediatas de la población como son la pobreza y la marginación o bien que todas las actividades que no están encaminadas a garantizar su solución son un abuso por parte del estado esto es falso. El no seguir un criterio prudente o no estar en línea a las necesidades de una sociedad, lo es, atender de forma mínima los rubros indispensables para la construcción de la sociedad a la que aspiramos no lo es. El país necesita ministros intachables, bien pagados y construir museos, gastar en cultura.
Una confusión común sobre el asunto radica en cómo la naturaleza de estos abusos dan pie a distintas formas de desigualdad. Simplificando esto se puede ver en dos momentos distintos: en los resultados o en las condiciones de inicio. El primer sentido implica que las diferencias sobre las actividades económicas, el ejercicio de los derechos y capacidades no tendrá resultados tan distintos entre dos ciudadanos y la segunda implica que ambos tendrán de manera relativa las mismas oportunidades para desarrollarse.
El problema viene cuando el entendimiento de ambas es pobre o simplemente no se tiene. No es el mismo acto de injusticia cuando un niño en la sierra chiapaneca no recibe las vacunas necesarias y a las que tendría derecho que cuando de una joven que recibe una paga menor por el mismo trabajo que realizan sus compañeros varones.
Ambos son un abuso, el primero el de una sociedad que elige (por omisión) no dedicar los recursos suficientes para procurar la salud de todos sus ciudadanos, asumiendo que se está de acuerdo que la misma no está sujeta a méritos, y el segundo el de un patrón que arbitrariamente decide pagarle menos a cualquiera en un acto de discriminación.
La ley debe asegurar que ambos comportamientos sean imposibles. El Estado debe velar porque todos los actos de esta naturaleza sean erradicados y debe fomentar la construcción de capacidades que permitan que sus ciudadanos elijan adecuadamente las mejores prácticas de convivencia.
Una democracia nos debe permitir que el entendimiento mutuo de nuestras diferencias y necesidades sea el catalizador del debate y no viceversa. Para terminar con la desigualdad es necesario tener claros los términos del debate. La ignorancia al respecto nos lastima y nos aleja siempre del bienestar del que podríamos disfrutar si tomáramos los pasos necesarios y en la dirección adecuada. Cuando se abusa no hay justicia.
@JOSE_S1ERRA