La justicia, Mujica, Panagoulis y las FARC / Economía de Palabras - LJA Aguascalientes
25/04/2025

Esta semana el tema es la justicia. Parece que de lo mismo se habla cuando pensamos en el plebiscito en Colombia donde lamentablemente triunfó el NO a la ratificación del acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla, en las palabras de Roger Waters quien en pleno Zócalo le pide al presidente Peña que renuncie y a Donald Trump que claudique y de forma más agria y con un tono distinto al recordar a Luis González de Alba quien decidió quitarse la vida este 2 de octubre.

Escribo únicamente del primer asunto pues los otros dos, a pesar de su relevancia, me resultan de alguna forma ajenos. Sobre la molestia del nacionalismo trasnochado o el festejo simplón de la progresía que generaron los dichos de Waters tengo poco que decir. De la muerte de González de Alba me basta apuntar que compartí rara vez sus opiniones y que creo fue justo al decir alguna vez que en México ya no hay partidos de izquierda. Sin duda es una pérdida mayúscula para quienes lo estimaron, lo leían y ahora le extrañan. No mencionar cosa alguna sobre su muerte sería restarle al merecido mérito de un hombre que vivió como murió, al filo de la libertad y en una polémica búsqueda de justicia.

Retomando el tema sobre el plebiscito sobre la Paz, la derecha, tanto allá en Colombia como en todo el continente, tiene al parecer una posición clara. Con criminales no se discute y cualquier aproximación a ello es una derrota. Más aún señalan que la amnistía es inconcebible a pesar de que ello no implique impunidad absoluta. Algunos sin atender jamás a los argumentos razonables sobre la justicia les basta decir que la es imposible pues sería irrespetuoso con la memoria de las víctimas. Los costos hundidos se merecen la continuación de la guerra pues.

En México, trasladando la narrativa, el calderonismo, el pragmatismo funesto que le ha costado la vida a más de cien mil personas, es el exponente más notorio. La idea misma de que sobre la vida, de criminales e inocentes por igual, puede y debe estar un falso compromiso con la legalidad a cualquier costo me parece profundamente entristecedor. La renuncia a la razón, abogar por el estado de excepción y el rechazo al diálogo son una receta para perpetuar los conflictos y abre la puerta a la sistemática violación de los derechos humanos. Las justificaciones cada vez más obtusas de la violencia dan lugar a los casos como Tlatlaya, facilitan la naturalización de los eventos como San Fernando y nos obligan a convivir con los problemas que genera la supuesta solución.

La irresponsabilidad de negociar con terroristas no me parece muy diferente a la administración distante y déspota de la tragedia. Señalar que la perpetuación de la violencia y la muerte de miles es un costo irrenunciable es un testimonio de estatura moral. Es evidente que cuando los muertos los ponen los pobres, generalmente hombres jóvenes, y las consecuencias más violentas las sufren miles de mujeres, niños y otros grupos vulnerables, igualmente pobres, no hay problema ni costo lo suficientemente elevado para terminar el conflicto. Cuando la violencia se ve por la televisión no cabe el pragmatismo y la súplica por la paz se mira con un recelo que raya en la burla al dolor ajeno.

Desestimar que los más afectados por la guerra deseen terminar con ella a toda costa diciendo que son “pobres y cobardes”,“corresponsables”, “traidores” o “peores que la guerrilla” denota un endurecimiento absoluto y una falta de empatía preocupante.

Existen quienes con razón se escandalizan por un par de cuestiones. El “perdón” a los criminales y la transformación de las FARC en un partido político. Me parece que al respecto caben algunas lecciones de historia y un par aclaraciones.

La primera lección es sobre Pepe Mujica, quien alguna vez fue un exponente de la izquierda latinoamericana, uno de los hombres más queridos en el seno de los progresistas moderados. Pepe fue alguna vez parte de una guerrilla. Cabe apuntar que podríamos describir dicha guerrilla como una particularmente violenta y cuyos métodos se podrían comparar en espíritu, mas no en la magnitud, con los de cualquier otro movimiento armado similar.

Mujica y los Tupamaros, nombrados así en honor a Túpac Amaru II líder de una de las revueltas incas que exigían mejores condiciones de vida y la libertad de su pueblo a la corona española, entendieron, tal vez de manera demasiado literal, que la responsabilidad cívica de cualquiera, en el sentido más griego posible, es derrocar a toda costa al tirano. Que la vida en una dictadura se puede y debe aventurar de manera quijotesca por la libertad.


Su lema era simple, “las palabras nos dividen, las acciones nos unen”. Un problema notorio que usualmente pasa omiso, como pasa con casi cualquier movimiento de este tipo o que de tajo se olvida selectivamente, es que las acciones eran cuando menos cuestionables. Al robar bancos y comercios, asaltar, amedrentar, secuestrar y matar miembros de la oposición, tal parece que la calidad moral depende del extremo y la separación en el tiempo desde el que se observa.

Pasaron los años, 23 para ser exactos, desde el inicio de la guerrilla y llegó la amnistía. Esta amnistía, refrendada dos veces en distintos plebiscitos, llamada de manera peyorativa la Ley de la Impunidad, permitió la representación política de quienes fueron alguna vez considerados miembros de un grupo terrorista. Permitió, si se quiere ver así, el tránsito de la guerrilla comunista, del grupo radical de Pepe Mujica, quien estuvo 13 años en prisión durante la dictadura, del mismo que dice haber hecho cosas de las que no está orgulloso, a la Presidencia de la República Oriental del Uruguay. Así, con todas sus letras.

Durante el mandato del guerrillero Tupamaro, del radical comunista, Uruguay logró reducir la pobreza de manera decisiva, la economía creció de manera sostenida y de manera incluyente. Se premiaron los derechos civiles, la libertad económica, de expresión y se construyó un Estado de bienestar donde las condiciones materiales de la población mejoraron al nivel de sobrepasar al resto de los países de la región. Me parece que la representación política, aunque sean guerrilleros, terroristas, o inmundos ladrones como han llamado algunos a Mujica y sus colegas es una forma más sensata de resolver las diferencias. El juzgarlos, hacerlos responsables de sus actos y hacer valer la justicia no es excluyente. En algunos casos parece que resulta ser más satisfactorio contar los votos que contar los muertos.

La segunda lección es sobre la dictadura en Grecia. Alexandros Panagoulis fue un líder de la resistencia griega en el periodo los coroneles. Su vida, al menos parte de ella – detallada en un extraordinario libro de Oriana Fallaci, Un Hombre- es una lección del significado y la relevancia del compromiso con una causa justa.

Alexandros renunció a su vida en las fuerzas armadas griegas por estar en contra del régimen dictatorial del que formaba parte. Formuló, organizó, dirigió y ejecutó uno de los intentos más notorios por asesinar a Georgios Papadopoulos. El plan, apenas fallido, consistía en detonar una bomba en el camino por el cual pasaría el dictador, sobra decir que la maniobra resultó en el encarcelamiento y subsecuentes años de tortura, amenazas y miseria de Panagoulis.

Tal era su espíritu, que a pesar de la seguridad con la que era custodiado logró incomodar al régimen sin aceptar jamás una tregua. Incluso consiguió escapar brevemente de prisión poniendo en jaque a la dictadura. Sin importar que fuese aprehendido nuevamente unos días después, o que jamás pudo formar parte activa de la revolución que moralmente lideró la demostración de voluntad ininterrumpida de su parte y los actos de muchos otros quienes se opusieron a la dictadura sirvió para garantizar el regreso de la democracia.

Una vez firmado un armisticio Panagoulis libre, dijo lo siguiente: No quise jamás matar a un hombre, soy incapaz de matar a un hombre, quise matar a un tirano. Allí yace la justificación de sus actos. Sus acciones, cuestionables o no, eran parte de una causa justa, derrocar la dictadura. Entregarle al pueblo griego la posibilidad de elegir su destino.

Fue electo al congreso, y hasta la fecha es uno de los estandartes de la restauración democrática griega. Incluso una de las estaciones del metro en atenas lleva su nombre. Su muerte sigue siendo un tema controversial pues su deseo de llevar a juicio y dar prueba de las atrocidades de la junta militar quedaron interrumpidas en un irregular accidente de tránsito.

Las FARC pudieron aprender ambas lecciones pero no lo hicieron. Panagoulis supo identificar cuándo fue que su lucha y la justificación de sus medios terminaron. Mujica y sus colegas son ejemplo del reconocimiento de que los dogmas resultan inadecuados e inaceptables si se pretende vivir en democracia.

Las FARC surgen después del periodo de la violencia y son consecuencia de la subsecuente imposición de una dictadura de la élite política colombiana que dejó sin representatividad a miles de colombianos, particularmente los más pobres y los más afectados de su no reconocida guerra civil.

Si en un principio defendieron una causa justa ahora es irrelevante. Perdieron su salida y se transformaron en el camino en un anticuado y dogmático recordatorio constante de la violencia colombiana. Si los medios alguna vez estuvieron justificados no tiene mayor relevancia cuando el uso de los mismos ahora pasa más por una costumbre que por la defensa de una causa justa.

El lujo de violencia es imperdonable, no obstante la solución tampoco es matarse unos a otros hasta que solo quede uno en pie. Se debe ser inteligente y estar dispuesto a sacrificar, en medida de lo posible, lo que sea aceptable para la mayoría a fin de lograr la paz.

Los crímenes que cometieron estas personas, si se trata de justicia, no pueden prescribir y debe asegurarse que jamás se repetirán. Quienes sean sospechosos sin duda deben estar sujetos a un juicio justo y dispuestos a pagar las consecuencias. Pedir otra cosa sería tan torpe como la cerrazón al diálogo. El acuerdo en Colombia fue el producto de años de negociación. La paz parece alcanzable pero depende más que nunca de saber comunicar sus implicaciones.

En México tal vez un par de cosas podríamos aprender. No es un problema idéntico pero está enraizado en el mismo terreno. Sin sacrificar la justicia se puede lograr la paz cuando hay la voluntad política para hacerlo. Optar por la violencia, apelar a una falsa valentía simplona como la de Calderón acá o Uribe en Colombia es en realidad un pretexto que enmascara desprecio a la vida y una insensibilidad al sufrimiento.

Se puede y se deben mejorar las instituciones que garanticen la legalidad eso no justifica el uso indiscriminado de la fuerza. La justicia no es un lujo es una necesidad y en eso me parece podemos acordar casi todos. La paz es indispensable y quien no lo entienda es un sociópata. Como alcanzarla y bajo qué términos es algo que Colombia intenta resolver ahora mismo y me parece que nosotros deberíamos hacer lo propio.

 

@JOSE_S1ERRA


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