XVII
En la mayoría de los folletos turísticos con destinos al Caribe o al sur de México suele haber, en papel color ocre, al final, unas páginas con un breve manual sobre huracanes y destinos vacacionales.
Y ofrecen consejos.
Un barco crucero es una gran forma de visitar el Caribe durante la estación con riesgos de huracanes porque los cruceros pueden reprogramar sus rutas si hay amenaza de huracanes y evitarlos.
Algunas cadenas hoteleras ofrecen protección contra huracanes.
Visitar las islas con menor riesgo que son las que están situadas más hacia el sur: Aruba, Barbados, Bonaire, Caicos, Curaçao y Turks.
Reservar con agencias que le permitan cancelar sin gastos.
En todos los manuales olvidan el punto más importante: hacerle caso a los manuales.
XVIII
En la mujer que nos sobrecoge no tiene que haber nada familiar
James Salter
–No vayas. En serio -Era la primera vez que me daba un consejo y añadía “en serio”. –Y si vas y algo sale mal, no vengas a buscarme llorando.
–Todo saldrá bien. Sólo voy a tomarme algo con ella.
Continuamos hablando de los nuevos discos que había escuchado. Aunque había sido uno de los mejores diyeis de la ciudad, hacía tiempo que no tocaba. Su pasión musical, sin embargo, seguía intacta. Me habló del último de Frank Ocean y del simple de un oscuro grupo indie español. Volvió al tema.
–No vayas.
–Si tanto miedo tienes a lo que pueda pasar, ven conmigo. -Lo que quería decir en realidad era “puede que no llegue y no quiero quedarme solo como un idiota esperando en uno de los bares de moda”. –Te lo pasarás bien. Seguro que llega con una amiga.
Con mi amigo sibarita, le llamaban así por su buen gusto musical, siempre era beber y hablar, hablar y hablar y hablar. Y siempre en forma de pregunta me contó los últimos chismes locales (“¿sabes que te buscan para partirte la cara?”), los últimos enamoramientos (“¿sabes que a pelos raros la llaman ahora la chupasangres porque sólo sale con jovencitos menores de 20?”), me contó de él.
–Quiero volver, pero no quiero volver. -Mi amigo nunca esperaba consejos. Siempre que los quería los pedía. Bastaba con escucharlo. -Regresó al tema. –Está buena la hermana. Pero creo que está loca. Las dos están locas. Aún estás a tiempo de dejarlo. -Regresó a él mismo. –Ahora estoy en un impasse. -Tuve ganas de preguntarle dónde había aprendido esa palabra.
–Al grano. ¿Me acompañas?
Mientras esperaba la respuesta pedimos otra ronda. Pareció no escuchar mi pregunta.
–Es que no sé qué hacer. Sí me gusta, pero es complicado. -¿Estaba hablando de él o de nosotros? –Espera. Necesito un tiempo para tranquilizarme.
Insistí.
–¿Me acompañas?
Faltaban dos horas hasta descubrir si la hermana aparecería o no. Seguimos hablando y poniéndonos al día. Cuando ya casi era la hora pidió la cuenta, que pagué yo, y se levantó decidido.
–Vámonos.
Llegamos. A pesar de la fila para entrar, pasamos nada más pararnos en la puerta. Saludó a todo el mundo. De abrazo, como siempre. La booker que trabajaba trayendo músicos al lugar se le acercó. Se le notaba la desesperación en el flequillo mal arreglado.
–No ha llegado el headline. ¿Por qué no subes tú y pones música un rato?
Contra lo que yo esperaba accedió. En apenas dos canciones puso a todo el tugurio a bailar. A mí no me quedaba más remedio que disfrutar de la Velvet remezclada, de Savages y de un grupo extraño que se dijo que se llamaba Marta & María. Llegó.
–Hola.
Había llegado sola aunque cuando la encontré en la calle estaba con un grupo de seis o siete personas más.
–¿Qué quieres beber?
–Lo que sea. Quiero divertirme.
La booker sonreía, algo poco habitual en ella. Jamás llegó el invitado estrella de la noche. Mi amigo siguió tocando, combinando rancios temas de northern soul con ruidos de fondo con grupos que ni ellos mismos debían saber que existían, combinando el pasado y el futuro apenas presente. Le agradecí en silencio aquella banda sonora de mi realidad. No le dije a la hermana que estaba junto a mí quién era él. Yo estaba frente a la mesa de mezclas viendo cómo combinaba y unía, con un editor a tiempo real, las canciones que enloquecían a la gente. A mi lado sólo veía pelo moviéndose a un lado y a otro.
–¿Tú no bailas?
–No. A mí lo que me gusta son los botoncitos.
Algo debió hacerle gracia en mi frase porque, sin que yo me diera cuenta, me sacó una fotografía que subió a una de sus redes sociales etiquetándola con mi nombre y un comentario. “A él le gustan los botoncitos”. Terminó la fiesta con las luces encendidas y una canción nada irónicamente titulada “Música para cerrar las discotecas”. Salimos antes de que los meseros cansados empezaran a sacar a todos. Los dos estábamos un poco bebidos.
–¿Dónde vamos? -En su pregunta más que insinuación había ganas de seguir la fiesta.
Intenté ser lo menos cortante posible.
–Yo a mi casa, tú a la de ustedes.
–¿Me acompañas? -Debíamos estar como a media hora andando en una noche aun calurosa. Mi padre nunca me había hablado de las mujeres que proponen planes, pero imaginé su voz diciéndome “si ella propone, obedece”.
–You do not just walk into Mordor. -No supe por qué dije eso pero sonaba bien. –Vamos.
En el camino hacia su casa, que se convirtió en casi una hora, hablamos poco pero elaboramos un plan.
–El fin pasado ustedes me despertaron. Vamos a despertarla.
Se me hizo buena idea. Entramos sin preocuparnos del ruido que hacíamos. Subimos a la segunda planta y sin avisar, saltamos los dos a la vez sobre la cama de ella entre gritos de “despierta” y “vámonos al cerro”. No estaba dormida.
–A él le gustan los botoncitos. -Con un tono de voz infantil intentó sonar irónica. De lo que menos ganas tenía yo en aquellos momentos era de otra discusión familiar de una familia que no era mía ni por noviazgo.
–Ya. Tranquila.
–Tranquila, mis huevos. -Se corrigió. –Mis ovarios. Déjenme dormir y hagan lo que les dé su pinche gana. Luego hablamos. -Nunca supimos a quién de los dos o a los dos prometía una conversación futura. Se dio media vuelta mientras su hermana y yo nos poníamos de acuerdo con la mirada para salir de aquella habitación.
Desperté en su casa con la misma ropa y sin ganas de preparar el desayuno. El refrigerador que había conocido siete días antes estaba vacío. Compré en la esquina gorditas y jugo de naranja para dejar.
Cuando llegué a la oficina el domingo a mediodía para adelantar los posibles pendientes de la semana esperaba un mensaje de ella. No estaba pero en su lugar había un mail de una institución cultural. El mail era muy claro. Lo único que no decía era la razón de que fuera yo y no otro. Me habían elegido por ser el único que no les iba a preguntar cuánto ganaría con el proyecto. Sabían que lo haría gratis. Se trataba de recopilar textos eróticos de diversos autores, libres de derechos, para acompañar una serie de fotografías.
En el mensaje venía un número, el teléfono del fotógrafo elegido para acompañar los textos. Planeamos la cita para el lunes. Era el mismo artista que le había tomado las fotografías a ella. Se suponía que yo no sabía y él no sabía que yo sabía. Tratándose de ella hasta ver unas cuantas instantáneas se convertía automáticamente en un trabalenguas.
Elegir las interiores fue fácil. La portada fue aún más fácil. El fotógrafo habló primero.
–No quieres saber quién es.
–Sí, sí quiero. Habrá que pedirle permiso, ¿no? -Algo en su manera de sonreír me decía que yo sí sabía quién era. –¿La conozco?
–Tú le vas a pedir permiso.
–No me digas que es… -No me atrevía a pronunciar el nombre. –¿O sí?
–Sí.
–No.
–Sí.
Ni siquiera hizo falta que ninguno de los dos pronunciara el nombre para saber que estábamos hablando de la misma persona. De ella.
Llegué al día siguiente a la oficina. Abrí la ventana que tenía su nombre. Fui, extrañamente, directo. “¿Cómo le dirías a una chica que su foto desnuda va a ser la portada de un libro?”. La respuesta no tardó en llegar. En tres mensajes consecutivos. “Así”. “Una fotografía en la que tú apareces ha sido elegida para ser portada de un libro”. “Y la felicitaría”. Me costó enviarle mi siguiente mensaje. “Felicidades. Una fotografía en la que tú apareces ha sido elegida para ser portada de un libro”. Contestó. “Te equivocaste. No era esta ventana”. “No, no me equivoqué. El mensaje era para ti”. “¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?”. “Acabas de leerlo. Felicidades”. Le envié la foto de parte de su cuerpo desnudo sobre fondo rojo.
La conocía lo suficiente como para saber que no iba a contestar por escrito. A los quince segundos sonó el teléfono. No hizo falta mirar la pantalla para saber que era ella; tampoco hizo falta imaginación para saber lo que iba a decirme. Intenté adelantarme.
–Cálmate. Por favor. Te lo puedo explicar.
–Eres un cabrón. Un auténtico cabrón. -Repartió, mejor dicho, igualó las culpas. –Tú y el otro tipo. Son los dos unos cabrones. Los mato. Les juro que los mato. -Aún faltaba una semana para que nos lo dijera a la cara.
Ese mismo día busqué a mi psicóloga, mi loquera como la llamo cariñosamente. Quedamos para vernos a última hora de la noche en el bar frente a mi oficina. La puse al día. Nunca he ido a terapia formal pero siempre que tengo problemas ella está ahí y además de escucharme y darme consejos que nunca sigo me invita a las cervezas a cuenta de la asociación civil para la que trabaja.
–Deberías abandonar toda esperanza. -Estaba citando a Dante aunque había sacado la frase de un best seller gringo. –Los dos son narcisistas y ella tiene novio. Debería ser suficiente. -Me recriminó. –Sólo a ti se te ocurre salir una noche con su hermana.
Hubiera seguido reprochándome y ofreciendo consejos, algo que en ella iba indisolublemente unido, sino hubiera sido por la interrupción.
–¿Me invitas a una cerveza?
Había hablado con la fotógrafa despeinada tres o cuatro veces en mi vida. Esa era la primera en que ella hablaba primero. No me había dado tiempo a contestarle cuando ya estaba sentada junto a mí en la banca corrida que ocupaba la pared de la primera parte del bar. Un año después se cortaría el pelo a lo Jean Seberg pero aquella noche estaba arregladamente despeinada.
–Sí, claro.
Mi psicóloga fue más rápida que yo. Se acercó a mi oído.
–¿Llevas dinero para invitarla?
–No, pero ya veré como lo hago.
Se levantó, me susurró algo así como “sí le gustas. Lo puedo ver en su lenguaje corporal. Mañana me cuentas” y se despidió de mí con un apretón de manos en el que había un billete de doscientos pesos. “Luego me los devuelves”, volvió a susurrar.
–Sí, claro. -Me volteé a la recién llegada. –¿Qué cerveza quieres?
Lo mejor estaba por comenzar.