Huracán - LJA Aguascalientes
23/11/2024

IX

La escala de huracanes de Saffir-Simpson es una escala que clasifica los ciclones tropicales según la intensidad del viento, fue desarrollada en 1969 por el ingeniero civil Herbert Saffir y el director del Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos, Bob Simpson.

La escala original fue presentada por Saffir mientras pertenecía a una comisión de las Naciones Unidas dedicada al estudio de las construcciones de bajo coste en áreas propensas a sufrir huracanes. En el desarrollo de su estudio, Saffir se percató de que no había una escala apropiada para describir los efectos de los huracanes. Apreciando la utilidad de la escala sismológica de Richter para describir terremotos, inventó una escala de cinco niveles, basada en la velocidad del viento, que describía los posibles daños en edificios. Saffir cedió la escala al Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos; posteriormente Simpson añadiría a la escala los efectos del oleaje e inundaciones.

No son tenidas en cuenta ni la cantidad de precipitación ni la situación, lo que significa que un huracán de categoría 3 que afecte a una gran ciudad puede causar muchos más daños que uno de categoría 5, pero que afecte a una zona despoblada.

 

X

 

Todo el camino esquivando camiones

Los Planetas


 

A la mañana siguiente preparé el desayuno.

En el refrigerador había algo que parecían tres claras de huevo sin batir en un vaso de vidrio y un puñado de espinacas en una bolsa medio abierta. Encontré unos residuos de queso en la alacena. El aceite de la sartén parecía limpio. Salió una omelette sencilla, demasiado sencilla que se enfrió mientras buscaba algo de beber. Bolsitas y más bolsitas de todas las variaciones de infusiones posibles. Revisé. Dos veces. No había café en la casa. Tenía todo el tiempo del mundo. Casi. Sólo el tiempo.

No sabía dónde estaban las llaves. Dejé la puerta entornada. Compré jugo de naranja en un puesto callejero. Regresé. Desayuné. Dejé la mitad de la omelette en el plato. Cambié los cubiertos sucios por unos limpios. Llegué a tiempo a las diez a la oficina. En el trabajo, todo el mundo parecía haber estado en el concierto al que nosotros habíamos llegado tarde.

“Esto es complicado” parpadeó a media mañana el rectángulo de la esquina. Iba a teclear la respuesta. Me había leído la mente. Opté por la salida más fácil (“La vida es complicada”) mientras le ponía un adjetivo posesivo a sus afirmaciones. No me atreví a escribirlo. Volvió a asombrarme con sus habilidades telepáticas. “Lo nuestro es complicado”.

Me mandó su primer poema. No el primero que había escrito sino el primero que me enviaba. Le dije lo que pensaba de él. Lo corrigió y volvió a mandarlo. Me gustó un poco más. Me mandó otro. Repetimos la misma acción. Un poema al día. Entre poema y poema le mandaba links de canciones y frases que en su ambigüedad no decían nada. Ella también fue ambigua, lo suficiente como para guardar en la recámara una bala para cuando llegara el enfrentamiento, una bala que dijera “yo no dije eso”. Lo peor es que no me importaba.

El viernes no mandó ningún poema. Su único mensaje a media mañana fue directo. “Necesito despedirme de ti”. Las canciones funcionan como respuesta siempre. “Fue un placer coincidir en esta vida”. El grupo era malo, pero la cita adecuada. “Quiero despedirme de ti”. Medí las palabras. “Eso es lo que estás haciendo, ¿no?”. La rapidez en su respuesta indicaba que no era la primera vez que lo hacía. “Despedirme. En vivo. ¿Puedo pasar por ti en una media hora? Espérame fuera de tu oficina. Paso con el coche y te montas”. Una pregunta y una orden. “Te espero afuera”. Si nos íbamos a despedir, valía la pena que me descontaran el día.

Cumplió exacta con la media hora. Pitó y me monté en el carro.

–¿Dónde vamos?

–Es una sorpresa. Ya verás.

Repetimos la misma conversación tres veces, una por cada anillo de circunvalación. La cuarta vez, ya fuera de la ciudad, intenté ser lo más educado posible.

–¿Podrías decirme, si no fuera mucha molestia, dónde vamos?

–A mi restaurante favorito -nunca he sido especialmente campestre, pero la ocasión parecía ameritar que no me quejara. Y dio el nombre de una ciudad a tres horas en carretera de donde vivíamos los dos. Tampoco protesté. Era el momento ideal para decirle.

–Yo no llevo dinero ni tarjetas ni nada. Dejo la cartera los viernes en casa para no caer en la tentación de gastar.

–No importa. Yo dije que te invitaba, la ocasión lo amerita, y yo invito -Siguió hablando- ¿Sabías que no le pueden cobrar las tarjetas de crédito, las deudas de las tarjetas de crédito a un muerto ni a sus familiares?

La miré por primera vez mientras conducía. Tenía los ojos fijos en la carretera. O había visto algo de terror, no sé cómo, en mis ojos o estaba demasiado acostumbrada a dar explicaciones.

–Hoy me tomé la medicina tarde. En un momento se me pasa. No te preocupes, me sé la carretera de memoria -cambió de tema rápidamente-. Mira, un museo -no estábamos en medio de la nada sino de la nadísima. Era imposible que hubiera un museo ahí. Tal vez uno de los efectos secundarios de la medicina eran las alucinaciones culturales.

Pasamos junto a otro cartel que señalaba el museo conmemorativo de uno de los hechos de la guerra de Independencia. Lo señaló mientras yo seguía pensando en qué tipo de medicina sería, qué tipo de chica habla de tarjetas de crédito y de muerte en la misma frase. Intenté tranquilizarme. Al fin y al cabo iba a ser una despedida.

–¿Ves?, sí había un museo. ¿Vamos? -preguntó mientras dirigía al coche a un ramal secundario de la carretera. Preguntaba sin preguntar. Llegamos. Estaba cerrado. Habíamos llegado el día del servidor público.

La ciudad a la que íbamos estaba cercada en todas sus carreteras estatales por retenes policiales. Bajó la velocidad cuando nos acercamos a uno de ellos. Ni siquiera le dio tiempo al militar de turno a enunciar la pregunta.

–Somos poetas. Vamos a una lectura. Llegamos tarde.

No me atreví a decirle lo que pensaba hasta que estuvimos ya alejados del puesto de control.

–¿Estás loca?

Volvió a contestar a una pregunta con otra.

–¿De verdad no te habías dado cuenta?

El sonido demasiado agudo de las dos botellas chocando una vez y otra bajo el asiento del copiloto nos recordaba todo lo que habíamos bebido durante el viaje. Y la necesidad de expulsarlo.

–Tenemos que parar -Intenté expresar mi urgencia de la manera más delicada posible.

–Ya casi llegamos. ¿No me digas que quieres comprar más para beber?

–Necesito liberar lo que ya hemos bebido. Lo que yo ya he bebido.

–Ya estamos llegando -aceleró para darle más fuerza a su afirmación- Yo ya tengo hambre. Aguanta.

Busqué las palabras más exactas que pude.

–Necesito un baño -no recuerdo si le grité.

–Pararemos en el próximo establecimiento -dijo establecimiento con la misma frialdad con que alguien pide cigarros en una tienda de conveniencia-. Creo que yo también lo necesito.

Vimos un edificio. Nos detuvimos. No nos dimos cuenta del giro hasta que ya estábamos en la puerta.

–¿Vienen a…? -Era la primera funeraria que veía en mi vida con un guardia de seguridad en la puerta. Su cuerpo no alcanzaba a tapar totalmente el panel de letras movibles donde estaban anunciados los sepelios del día.

–Al velorio de Antonio -sólo alcanzaba a leer el nombre.

–Todavía no ha llegado el cuerpo. Si gustan esperar afuera.

Regresamos al coche con esos saltos apresurados de quien ya no aguanta. Anoté mentalmente que en actos compartidos ya teníamos uno más. La siguiente gasolinera, ya a la entrada de nuestra ciudad destino, nos salvó.

Pasamos tres veces por delante de “Fonda Las Carnitas”. Estábamos -supuse- buscando estacionamiento o perdidos. La cuarta vez le pregunté si sabía dónde íbamos. Estacionó en raya roja.

–Qué más da una multa más -sacó un spray de su bolso y se asperjó tres veces sobre la cabeza- Es para las buenas vibras -se explicó-, tengo una amiga bruja.

–Todos tenemos una amiga bruja.

–La mía es de verdad. Me ha salvado la vida varias veces.

Sabía perfectamente cómo llegar al restaurante. Yo normalmente no usaría una palabra en otro idioma para convencer a una mujer, pero el lugar lo merecía.

Gorgeous -no me molesté en traducirla-, elegiste bien.

–Siempre vengo aquí cuando quiero algo de paz. La carretera me calma y la comida, ya la probarás, me levanta el ánimo. Y a despedirme. Como ahora -me pregunté cuántos había habido antes de mí.

Nos sentamos. Ella eligió la mesa. Exterior para poder fumar y yo le aparté la silla. No recuerdo si lo agradeció. Si iba a ser una despedida que fuera inolvidable. Encargamos las primeras bebidas y la botella de blanco cuando nos ofrecieron la carta. Ella pagaba. Ella decidiría lo que comeríamos. La mesa tenía, junto a la obligatoria canasta con diferentes variedades y formas de pan, un plato semihondo con dos aceites de densidad diferente. Ese tipo de detalles que hacen que la cuenta sea el doble de lo que debería ser sin ellos.

–Háblame de ti -estaba dispuesto a no soltar ni una sola palabra en toda la comida. Yo esperaba que me hablara de su infancia, de sus padres, de todas esas cosas que tanto le aburren a Holden. Esperé que se abriera aunque sin ninguna intimidad del tipo “tengo un tío conflictivo”. Por eso no estaba preparado para lo que vino a continuación.

–Uno de mis novios me regalaba maquetas de lo que iba a ser nuestra futura casa. Una cada semana. Otro lo compartí, en tiempos diferentes, con una amiga. Una amiga a la que besé en la boca una vez. Del último ya te he contado cosas -no podía protestar. Cuanto más larga fuera la lista de hombres en su vida más tardaría en decirme lo que tenía que decirme- Ahora estoy enamorado de otro, pero creo que no me hace mucho caso. Su ex está siempre intentando lo que sea para que vuelva. Es inteligente. Eso es lo que más me gusta en un hombre.

Comimos más de lo que debíamos. Bebimos más de lo que comimos. Pagó con tarjeta, dejó una generosa propina en cash y me sentí en la obligación de recordarle a qué habíamos ido hasta ahí.

–No nos hemos despedido.

–Otro día -nunca supe si en el tono de su voz había una declaración de amor o de aburrimiento. Quizá de ambas en un porcentaje que yo no alcanzaba a calcular-. Tenemos que irnos. Tengo que estar antes de las nueve en casa -volvió a cambiar de tema- ¿Conoces a Manuel Vilas? -negué con la cabeza. ¿Qué sería? ¿Cineasta, músico, escritor? No quise preguntar. Continuó-: “Me pasa siempre, y duele, y confunde. Debe ser algo relacionado con la desesperación de vivir. Si estoy en Barcelona, me gustaría estar en Madrid. Si estoy en Zaragoza, me gustaría estar en La Coruña. Si estoy en La Coruña, me gustaría estar en la cima del Aneto, comiendo setas venenosas bajo el cielo helado. Si voy al cine, en mitad de la película me entran unas ganas revolucionarias de estar en mi casa viendo la televisión. Si estoy sentado en el sofá viendo la televisión, me gustaría estar muerto y enterrado en el cementerio, contando los días que faltasen para la resurrección de la carne” -lo sabía de memoria.

Encontrar el coche fue más fácil de lo que esperaba. Nos montamos. Aceleró más allá del límite permitido en la ciudad. Sólo conectó su celular al reproductor de música del carro cuando ya habíamos salido.

–En Las Vegas vi este verano a Calvin Harris. Mejor dicho, estuve en su concierto. Estaba muy borracha y drogada -pensé en contestarle “dime algo que no sepa”. Me callé por prudencia. Yo de Calvin Harris sólo sabía quién era su novia. Jamás lo había escuchado en mi vida. Él, su música, fue lo que me arrulló.

Ella regresó esquivando camiones por la libre. Yo, dormido.


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