Con el libro de cuentos Ensalada Western, Fernando Jiménez ganó el Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos 2015, volumen que presentó en la Feria del Libro el 29 de septiembre. Aprovechando que el joven escritor estaba en la ciudad y que es un reconocido hincha del Necaxa, La Jornada Aguascalientes le regaló un par de pases para ver jugar a su equipo contra los Diablos Rojos, a cambio de que escribiera un texto sobre su experiencia. Contra Toluca es el resultado.
Esperé diecisiete años para volver a ver jugar al Necaxa, el equipo que me tocó. Porque nadie elige esas cosas. Uno crece y ahí están. Ahí siguen. Necaxa, la palabra ajena. Inoperante y anacrónica fuera de sus escasos circuitos de relevancia. En la década de los noventa su leyenda era unánime. No me atrevo a decir más. Era fácil querer al equipo: copas, goles, apellidos. Aún así, el Necaxa nunca se caracterizó por una numerosa afición. No recuerdo haber tenido amigos en la escuela que apoyaran al equipo. Ni uno. Un primo, quien me metió en esto, buscó otros estandartes a la primera crisis deportiva. Yo lo intenté en más de una ocasión.
Eduardo Sacheri dice que los clubes de fútbol son una herencia de sinsabores probables. Además de los colores, un hijo hereda las derrotas que vendrán, los autogoles, las pifias de los arqueros. Hereda las lágrimas de una descalificación, el calvario del descenso.
La única vez que había asistido a un partido del Necaxa fue en el 98 o el 99. No encontré la información exacta. Se trataba de un encuentro regular del torneo. Contra Toluca. Al Necaxa le decían el equipo de la década. Los Rayos de Alex Aguinaga contra los Diablos de Cardozo. Una leyenda en retirada contra una leyenda por escribirse. El partido, por las gambetas de lo insólito, cambió de sede y se llevó a cabo en el estadio La Corregidora de Querétaro. Mi ciudad. Ese día estaba en San Luis Potosí, en alguna comida familiar. Estaba llorando. Me habían prometido que me llevarían al partido. A los nueve años uno puede ponerse así con eso de las promesas. Mi berrinche hizo que mi padre manejara a una velocidad prácticamente delictiva. Durante el camino pensaba en el camión del equipo recorriendo mis calles, mis avenidas. El partido no fue transmitido por la radio. ¿A quién le importaba un encuentro en el que los dos equipos eran visitantes? Llegamos casi hora y media después de que había iniciado el partido. Mi enojo se convirtió en expectativa pura. Ahí estábamos. No había gente. No tuvimos que pagar el boleto. “Pásenle. Ya se está acabando”, nos dijo el señor de la taquilla. Yo corría en silencio, de un lado a otro, con una mezcla de incredulidad y apuro. El Necaxa de la televisión encarnaría en el césped de mi ciudad. ¿Qué tan alto podía ser Álex Aguinaga? Mi padre y mi hermano me acompañaban en silencio. Sus colores eran otros. Entramos. El rumor de los gritos latía por todo el estadio. “Todavía quedan como quince minutos”, dijo mi padre. La prisa me mordía los huesos. No recuerdo si llevaba la playera del Necaxa. Digamos que sí. El campo apareció frente a mí como un milagro: el pasto y las personas minúsculas arrojando la pelota de un rincón a otro. La cercanía, la mirada atenta del respetable, los gritos de los vendedores convertían al fútbol en otro deporte. En otro deporte. “¿Cuánto van?”, le preguntó mi padre a un señor de bigote canoso. “Tres a cero, va perdiendo el Necaxa”. Mi hermano se burló. Yo no estaba de humor. De hecho, hoy pienso que ni siquiera estaba en el mismo planeta. A ese marcador debían añadirse las dos horas de viaje. Veía al Necaxa, a todos los jugadores correr, desarmados. Apaleados. Mi padre me abrazó. Mi dolor debió parecerle microscópico pero honesto. Cayó otra anotación del Toluca. No recuerdo de quién. Escuchar el gol del rival, en vivo, resultó ser el triple de doloroso. Volví a llorar. Pienso que ese día lloré mucho. Mi padre preguntó “¿nos vamos?”. Asentí. Nos levantamos. Huí. En la guerra es válido ser cobarde. Cuando bajábamos por la rampa, a dos minutos de que terminara el juego, cayó el quinto gol. Lo recuerdo sonoro. Nos quedamos parados los tres. El sonido del estadio aclaró que le pertenecía al Necaxa. La palabra ajena bastó para que corriera más rápido que las veintidós personas que se jugaban el sueldo en la cancha. Me aferré al filo de una de las butacas vacías, junto al pasillo. Vi a Álex Aguinaga, el capitán. La distancia no me dejaba verle el rostro pero imaginé que su mirada era dura y digna. Corría hacia al mediocampo con el balón en el brazo. La pelota parecía un trofeo, porque hay momentos que se tratan de un gol. Sólo de uno. Un gol que no vi, pero que por un momento anuló las dos horas de camino. Cuatro a uno fue el marcador. Perdimos.
No regresé al estadio. ¿Fue una experiencia traumática? No. Oportunidades tuve muchas. Cada semana el Necaxa juega, ininterrumpidamente, en alguna parte de la República. Sea en la Primera, sea en la de Ascenso: siempre hay fútbol para el que quiera levantarse a tomarlo. Mi relación con el equipo fue a distancia. Amor de lejos. Los partidos que me llamaban la atención eran contra los Pumas de la UNAM, porque apostaba refrescos de dos litros con Don Toño, el señor de la tienda. Perdía y acudía con timidez a pagar el monto acordado. Cuando ganaba, llegaba a la tienda con cualquier pretexto, con la misma timidez, esperando a que Don Toño recordara su deuda. Lo hacía. “Agarra el refresco del refri”, me decía. Vino el descenso. No de división, ese vendría después. El descenso de glorias, de goles, de figuras. El ruidoso Necaxa de la electricidad se convirtió en silencio, en puro silencio.
Y como el destino ni pregunta ni se detiene, llegué a Aguascalientes la semana pasada. Viajé con mi novia. En jueves. Me bajé del camión con la playera del Necaxa, esperando encontrar a más necaxistas que me sonrieran con la complicidad de quien comparte un secreto. Nada. Vine a una feria de libros. Un señor pasó a recogerme a la central. Platicamos durante veinte minutos. Lancé la pregunta apenas me fue posible, “¿y el Necaxa?”. Me contó que ahí la llevaba, más o menos. Que a la gente le gustaba el béisbol. Que los Rieleros eran el equipo local por excelencia. Después estaba el basquetbol y sus Panteras. Miró mi playera y me dijo, “deberías quedarte al partido”. “Me voy mañana”, respondí. El partido era el sábado a las nueve de la noche. Me separaban días de esa posibilidad.
Sin darme cuenta, en cuestión de horas me transformé en un turista genérico. Un museo. Dos museos. Una estatua. Una fuente. Dulces, nieve. Nuevas y no tan nuevas amistades. Un día se convirtió en tres. Una cena se convirtió en dos boletos. Dos boletos se convirtieron en tres. Las revanchas no le pertenecen al tiempo ni a las personas: Necaxa, en la jornada doce de la Liga MX, jugaría contra los diablos rojos del Toluca. Contra Toluca.
Llegué al estadio con mi novia, un amigo y una centena de fantasmas. Íbamos tarde. Sentí que no llegaríamos a tiempo, otra vez. No estaba mi papá ni mi hermano. Los necaxistas caminaban con una naturalidad que nunca había visto. Yo era el único emocionado de ver a tantos aficionados. Entramos. Ocupamos nuestro lugar. El partido aún no empezaba. Otro Necaxa. Otra ciudad. Otros colores. Otros nombres. Mis nueve años casi se habían multiplicado por tres. Inició el partido. Pedimos cerveza. El Necaxa metió un gol a cuatro minutos del inicio. Lo vi. Esta vez lo vi. Lo grité. Lo puse en mis puños y lo levanté al igual que unas diez mil personas. Veinte minutos después, otro gol. Volví a verlo, a gritarlo. Fue de Isijara, uno de los jugadores más queridos y respetados por la afición. Después anotó gol el Toluca. Lo terrible meneó las alas. El silencio del estadio. El rostro del “otra vez”, los labios sellados por la posibilidad del desastre.
Pero en el fútbol los lugares comunes abundan y ninguno es más importante que otro: el destino inclemente de un equipo con experiencia en la catástrofe, fue suplantado por la tragedia interrumpida, otra canción del mismo espectáculo. El empate estaba cantado. Un tiro de esquina a favor de Toluca. Como cualquier mexicano, uno se acostumbra a sufrir las jugadas a balón parado. El centro fue desviado por el arquero. La pelota salió del área y un cabezazo defensivo se convirtió en un pase; y el pase se convirtió en una furiosa corrida por toda la cancha; y la corrida en un derechazo cruzado, sin misericordia; y el derechazo en el tercer gol del Necaxa. Lo vi. Otra vez. Edson Puch. Álex Aguinaga. El chileno corrió al centro del campo con los brazos levantados, después de festejar con sus compañeros. El segundo tiempo fue aburrido. En cuarenta minutos había pasado todo lo que tenía que pasar. Tres a uno.
Salimos del estadio y me compré un peluche del Necaxa: un rayo con el uniforme del equipo. No fue una buena adquisición, pero las ganas de llevarme algo de esa noche estaban a punto de hacer que comprara una bufanda horrible. Dos partidos condenados a fundirse en la estadística se introdujeron a mis matemáticas, a las personales, donde lo mismo vale un viaje que un gol, una rabieta que un campeonato, un abrazo que una derrota.
Dice Eduardo Sacheri que en el fútbol hay momentos en los que uno se cobra todas las angustias, todos los dolores, todos los partidos perdidos. El contador vuelve a cero. Y yo sigo listo para nuestro siguiente partido. Contra Toluca.