III
Para que un ciclón tropical ocurra deben cumplirse, siempre y obligatoriamente, tres condiciones al menos: un disturbio atmosférico preexistente con tormentas embebidas en él, temperaturas cálidas y vientos débiles que no cambien mucho en dirección y velocidad.
Aunque de una de ellas, de la última, no estaba muy seguro, las condiciones estaban dadas. Sólo faltaba, con la paciencia urgente del cazador de tormentas, esperar.
Es un comienzo. Es mejor que nada
Claire Keegan
En una de las avenidas que da un círculo completo a la ciudad, de repente, nuestro carril se hizo más lento a pesar de los pocos coches.
–¿Alguna vez te ha parado un alcoholímetro?, preguntó con una solemnidad inusitada dado su nivel etílico y lo que auguraba la situación.
–Nunca. De hecho, no sé manejar -contesté-. Ni distinguir el acelerador del freno o del clutch. Así se llama, ¿no?
–Tienes suerte. Hoy será tu primera vez. -Cuando me volteé para intentar descubrir en algún gesto de su cara si había ironía o invitación en su voz ya habíamos llegado a la altura de los agentes que amablemente la invitaron a detener su Matiz, un coche que cuando ella me dijo la marca en el estacionamiento yo pensé que se escribía Matisse.
Nadie nos pidió que saliéramos del vehículo ni que pusiéramos las manos en alto como yo esperaba por haber visto demasiadas películas. El agente la invitó, simple y amablemente, a que soplara un diminuto aparato de plástico. Suspiró de seguridad al observar como el agente quitaba la boquilla babeada del anterior conductor para sustituirla por una recién extraída de una bolsa de plástico con cientos de ellas.
No sé ahora si ya me había fijado en sus labios cuando hablaba y fumaba y hablaba sin parar en el bar, pero si me preguntaran cuándo fue la primera vez que fui consciente de ellos fue al verlos cerrarse alrededor de la boquilla por la que tenía que soplar. Y, nada sorpresivamente, su soplo vino seguido de un pitido lo suficientemente largo y agudo como para saber que no significaba nada bueno.
–Tendré que multarles. -Fueron las palabras, como de disculpa, del oficial al leer el resultado.
Mi curiosidad pudo más que mi prudencia mientras recordaba la escena de los calabozos de una vieja novela de Elizabeth Smart. No puedo evitarlo. Siempre que me pasa algo malo pienso en libros como si la vida fuera algo que no va conmigo. Pregunté.
–Si usted ya nos ha multado por sobrepasar el límite permitido y aun así nos permite seguir manejando hasta casa -dije “hasta casa” por decir algo-, si nos detiene otro alcoholímetro, ¿basta con enseñarle la multa?
El agente se tomó unos cuantos segundos, bastantes más de los necesarios, en decidir si yo estaba borracho, cosa que sí estaba pero que no debería importarle ya que yo era el copiloto, si estaba tomándole el pelo, nada más lejos de mi intención, o si había algún rastro de cinismo en mí, a pesar de mis esfuerzos, pastosa inflexión vocal. Supongo que la retahíla de palabras que había salido sin una sola pausa de mi boca y lo estúpido de la pregunta, lo convencieron de que iba en serio.
–Yo si fuera ustedes, estacionaría nada más salir de aquí y esperaría un taxi. Si es que consiguen alguno. Y contestó a mi pregunta. Si los detienen de nuevo, los volverán a multar.
Con más ganas de hablar le hubiera seguido interrogando por la razón de que si alguien no puede ser juzgado dos veces por el mismo delito, cómo es que sí era posible ser multado la misma noche por la misma falta. Lo hubiera hecho si ella no hubiera arrancado con un simpático “muchas gracias, oficial”.
Seguimos, siguió, la mitad del consejo del policía. Detuvo el coche en el enorme estacionamiento junto al teatro principal de la ciudad. Estaba desierto.
–Si llego a casa sin el coche me matan. -Imaginé a sus padres enojados, característica que debía haber heredado de ellos. Me imaginé acompañándola, caminando o en un carro de sitio, echándome la culpa que no tenía para defenderla. Me imaginé a su padre mirándome retador y a su madre reprochándole al mismo tiempo que la cuidaba.
–¿No se enojarán tus padres por llegar tan tarde -me contuve por un momento y continué imprudente- tan en este estado?
–Me gusta estar ebria. Me gusta, como tú lo llamas, este estado. Te hace olvidarte del mundo por un tiempo -Me informó-. No viven en la ciudad. Vivo con mi hermana. Hoy la casa está sola.
Hablamos de canciones, de cuál sería nuestra canción. De libros, de los que iba a prestarle y de los que yo debía leer. De nuestras vidas. Le conté chistes. Los peores que conocía. “Era un hombre que cada dos por tres… seis”. Se río. Hablamos de amigos en común y de sexo. Ella me contó secretos y yo le prometí guardarlos. Y de superhéroes.
–Si fuéramos superhéroes y nos casáramos salvaríamos el mundo.
–No ,me corrigió, si fuéramos superhéroes nuestra única manera de salvar el mundo sería no tocarnos. Somos demasiado explosivos.
El mundo, pensé, estará a salvo por un tiempo. Ella debió pensar algo parecido mientras sacábamos al mismo tiempo la cabeza por las ventanillas del coche para expulsar el humo que ya había inundado todo el interior. El Matiz olía, en una combinación inusitada, a lo ocre de los míos y a lo perfumado de los suyos.
–Tengo una amiga experta en astronomía. ¿Conoces a Venetia Burney?, dijo mientras terminaba su botella de agua de un solo trago.
–No. Es un nombre un poco raro, ¿no? ¿De dónde es tu amiga?
–Tonto -lo pronunció de ese modo en que la palabra ofensiva se transforma en una expresión de algo parecido al cariño-. Venetia Burney es la niña que le puso el nombre a Plutón. No mi amiga. Algo me ha enseñado. Según creo, el ya no planeta debe estar ahí. -Su ahí estaba acompañado por un dedo extendido y un movimiento de mano que abarcaba la mitad del cielo nocturno que estaba delante del parabrisas del coche. O estaba muy borracha o se refería a la trayectoria del planeta en un mes.
–Pero no se pueden ver los planetas y menos el más lejano a simple vista. -No hacía falta ser un genio para saber eso.
–No importa. Si sí se pueden ver. Hoy es uno de esos días en que todo se puede. -Me acomodé en mi asiento, de lado-. Todo excepto besarnos. -Continuó para no dar oportunidad de que ahondara en el tema-. Y tú, si pudieras ser un planeta, ¿cuál serías?
Su pregunta confirmaba la teoría de que no hay nada más ocioso que las conversaciones entre dos desconocidos pasados de copas. Pero si quería hablar de temas serios no iba a perder mi oportunidad de asombrarla.
–Un planetoide -E intenté adelantarme a su pensamiento-. Me gusta cómo suena ese “oide” final. ¿Y tú?
–Ninguno. Qué aburrido debe ser estar siempre dando vueltas y vueltas. Un cometa. Me gustaría ser un cometa de esos que anuncian desgracias al mundo. -Se corrigió al instante-. O mejor una estrella fugaz de esas a las que se le piden deseos.
La interrumpí mientras me esforzaba, inútilmente con la lengua trabada, en sonar pícaro. O, al menos, parecerlo.
–¿Eres de ese tipo de chicas que siempre cumple los deseos?
–Tonto -era la segunda vez en la noche, en cinco minutos, que me lo decía. Continuó corrigiéndose a sí misma-. Quisiera ser una estrella fugaz para desaparecer sin cumplirle los deseos a nadie. -E inesperadamente, creí que no la había oído o, peor, que la había olvidado, contestó a mi pregunta-. Sí soy de esas chicas que cumplen los deseos. Los propios.
Volvió ese silencio que dice “y ahora, ¿de qué hablamos si apenas nos conocemos?”. Agarró la multa, la miró como si quisiera desintegrarla y usó una expresión que le escucharía infinidad de veces en los meses por venir.
–No mames. No mames. No mames. -Tres veces. Como un conjuro.
–Yo la pago -le dije arrebatándosela. La doblé con todo el cuidado que pude y me la guardé en el bolsillo de la camisa azul que llevaba ese día.
El estéreo del coche seguía sonando reproduciendo aleatoriamente las canciones de su teléfono. Sonó, al fin, una que reconocí. Iba a decir algo pero ella me interrumpió.
–Es la que más me gusta de este par.
“No te fíes de un animal herido”, sonó como una advertencia que ambos pasamos por alto.
–Me cayeron bien.
Intenté parecer inteligente.
–¿Nacho y Cristina? A mí, él me cae bien.
La falta de respuesta me confirmó que mi intento había sido en vano. Volví a probar suerte.
–¿Los policías?
–Sí. También. Y los poetas. Me cayó bien el ganador de este año. ¿De cuánto es el premio?
–Quinientos mil.
–Yo me conformaría con un libro. Con publicar un libro antes de morirme.
Volvimos a la falta de conversación que ella sobrellevaba canturreando las canciones que no dejaban de sonar y que controlaba, adelantando unas, pasando a la siguiente en otras, desde un botón en el volante. También jugaba con el volumen que subía y bajaba en un patrón que yo no podía reconocer o que, lo más probable, no existía. Aunque no nos dimos cuenta del momento exacto ya se habían apagado las farolas del estacionamiento. Tal vez era hora de regresar. De irnos.
–¿Quieres irte? ¿Ya estás bien como para manejar?
–No. Sí. No sé. -Parecía que esa era su respuesta favorita, una que, además, parecía que funcionaba en cualquier situación.
–Déjame en tu casa. Yo puedo llegar a la mía caminando -me arriesgué.
Sonaba una vieja canción de Drexler cuando arrancó.
Volvimos a un silencio que intenté romper de nuevo.
–Hay un libro que deberías leer: la Autobiografía de Alice B. Toklas. Que en realidad no es una autobiografía porque la escribió su pareja. Gertrude Stein. La frase final me gusta mucho. -Hice un esfuerzo por recordarla. Por lo menos la idea-. “Como no parece que estés muy decidida a escribir tu autobiografía, la voy a escribir yo”. Eso voy a hacer contigo. Voy a escribir tu vida.
Sonaron dos o tres canciones con la misma voz femenina que yo no reconocí. Un año después sabría que era Mon Laferte.
Al llegar a su casa, hice un último intento desesperado por llamar su atención mientras le abría la puerta del carro, extendiéndole la mano para ayudarla a bajar.
–¿Sabes que hay un refrán francés que dice que cuando una mujer se ríe -esperaba que se acordara de todo lo que se había reído esa noche- ya tiene medio cuerpo en la cama?
Sonrió. Sin reírse aunque puede que ganas no le faltaran.
–Me reí. Mucho. Hacía tiempo que no me reía tanto. -Volví a rezar. A San Judas Tadeo-. Y en unos minutos voy a tener no medio sino todo el cuerpo en la cama. -Me besó en la mejilla-. Buenas noches. No veremos. Pronto. -O algo así sonó mientras cerraba la puerta.
Silbé “Disneylandia” todo el camino a casa. Saqué la multa mi bolsillo y con ella en la mano, como si fuera un amuleto de la buena suerte, recordé uno de los innumerables consejos de mi padre. “Un verdadero caballero siempre hace dos cosas. Pagar las multas y mentir”. Como no tenía dinero, decidí seguir el segundo.