NOTE: The characters in this story, first of a group, are all inventions together with the personality of the narrator, and bear no resemblance to living persons.
Only the city is real.
Lawrence Durrell, Justine
Yo no soy yo, ella no es ella: nosotros no somos nosotros
Evelyn Waugh, Retorno a Brideshead
Yo era un escritor realista:
me masturbaba pensando en las mujeres con las que había follado
y cuando escribía siempre decía la verdad.
Daniel Gascón, La vida cotidiana
I
Desde 1979 los huracanes cambian de nombre todos los años hasta completar un ciclo de seis listas diferentes. Al séptimo año vuelven a empezar. Cada trescientos sesenta y cinco días se intercalan un nombre masculino y uno femenino. Sólo en casos de extrema destrucción, como el de Katrina en el 2005, el Centro Nacional de Huracanes decide retirar esa nomenclatura para sustituirla por otra de la misma inicial y el mismo género.
Grace. Gaston. Gert. Gordon. Gabrielle. Gonzalo.
Ella no estaba en la lista. El nombre de pila del huracán más destructivo de mi vida. Aquel dickensiano año, no tan lejano, hubieran quitado su nombre.
II
One and only one. My arrest and my testimony
Cormac McCarthy
Entró fúrica al bar.
Aquella no fue la primera noche en que coincidiamos. Pero sí la primera en la que ambos íbamos a ser conscientes de estar en el mismo lugar y al mismo tiempo.
Ella y sus amigas habían cenado en una de las primeras pizzerías en ponerse de moda en la ciudad. Durante la cena, esa hora hablaron de proyectos y de amores, de hombres y de estudios de posgrado. De la paz mundial y de la última película de un director canadiense que sólo una de ellas, su tesis era sobre el cineasta, ya había visto. Y del novio de la cinéfila. “Está dormido. Borracho”, fue el lacónico comentario ante la curiosidad de sus dos compañeras de mesa. Habían vuelto a discutir, circunstancia casi habitual siempre que él se embriagaba, y, como siempre, por una tontería.
Aquella noche entró fúrica al bar dispuesta a decirle sus verdades al novio de la amiga. Como para cumplir una misión. Autoimpuesta. Además, ella me lo confesaría unas semanas después cuando íbamos a encontrarnos con ellos, le caía mal.
Entró vestida con una blusa blanca, sin mangas, de tirantes, falda y zapatos negros. Esa ropa y la oscuridad consuetudinaria del tugurio la hacían brillar. Brillaban su rostro pálido, blanco natural sin maquillaje, y una de las cicatrices de su muñeca. Estaba bella como el labio partido de Chandler. Hermosa como una de esas señales rojas que dicen “Peligro. Peligro. No acercarse”. ¿Cómo puedo saberlo si, cuando ella entró, yo estaba sentado de espaldas a la puerta? Porque hay cosas que la imaginación recuerda mejor que la memoria. Y los detalles que me faltaron entonces meses después se convirtieron en nuestras competiciones de ver quién recordaba más. Y mejor.
Entraron al bar, una hecha una furia, otra enamorada y la tercera dejándose arrastrar.
–Voy a ver cómo está.
–Despiértalo, por favor. -Su tono estaba entre la súplica y la orden-. Ya que vine hasta aquí por lo menos quiero, aunque sea, gritarle al cabrón ese lo que pienso de él.
La amiga entró a la sala donde lo había dejado dormido un par de horas antes. Estaba despierto, amodorrado todavía por el sueño y los litros de cerveza. Lo besó como si no hubiera pasado nada. Lo besó mientras susurraba, tal vez para que sus amigas ni pudieran reclamarle nada, “te amo”.
–Y tú, ¿quién eres? -se dirigió a la sombra parada frente a él, ignorando a quien le había besado.
–Soy su mejor amiga.
–Ah. -Su interjección sonó a mitad de camino entre alcohólicos anónimos, el reconocimiento y el no-me-importa-. –Tú, ¿eres tal? -Y pronunció un nombre.
–No. Soy su otra mejor amiga. -Le explicó ella marcando el posesivo y con una expresión facial que parecía decir, como de hecho quería decir, “y ahora me vas a escuchar” pero su amiga, que ya había tenido bastante con una bronca aquel día, la contuvo. Intentó contenerla.
“Sentémonos”, propuso desde el quicio de la puerta que comunicaba la sala, más íntima, con la parte pública del bar mientras buscaba con la mirada una mesa libre o alguien conocido. La conocía lo suficiente como para saber que si no la ponía a beber, a hablar o a ambas casi al instante, aquella situación corría el riesgo de convertirse en el segundo problema. La única mesa abarrotada de aquel miércoles la iluminó de repente.
–Tú escribes. Creo que los de esa mesa son poetas. Me suena que vienen de una lectura o algo así. Ya que estás aquí, ¿por qué no te sientas con ellos?
Me conocía. Me llamó. Por supuesto que había sitio para tres muchachas guapas en la mesa donde todos eran escritores y todos hombres. Se sentaron. La chica arrastrada apenas aguantó y con una excusa probablemente cierta se dio a la fuga y la enamorada volvió a sus tareas de reconciliación con lo que ella se quedó sola. Junto a mí.
Estaba sonando Love will tear us apart en la versión de Nouvelle Vague. Todo son señales. Las veamos tarde o no las veamos nunca. Al igual que ocurre con las despedidas (“le hubiera dicho otra cosa si supiera que era la última vez que lo veía”) uno nunca acierta con la primera frase o con la primera canción.
El ganador de uno de los premios más importantes del país, premio que iba a recibir apenas dos días después, estaba hablando. “En todos los vestuarios del mundo debería estar citada, enmarcada, la frase de Johann Cruyff: ‘Si yo tengo el balón, el contrario no lo tiene’”. A eso de mediodía habíamos estado viendo dos eliminatorias de la Champions en el mismo sitio en que estábamos sentados. En la tarde, después de la apresurada comida, todos habían guardado el silencio necesario, y debido, en las lecturas y los comentarios tuvieron que aguardar hasta la noche.
Se acercó a mi oído. Por primera vez.
Recé para que no fuera la última. Le recé a San Ian Curtis, patrón de los imposibles y de los suicidas. Tenía lógica la oración. Ella, aunque dejaría de serlo por unos meses, parecía imposible. Y suicida a pesar de que sólo había visto sus cicatrices en mi imaginación. Ian, ruega por mí. Curtis, ruega por ella.
–¿Están hablando de futbol? -Su voz sonaba perfumada. Debía ser cuestión de los cigarrillos que fumaba. Iba a prender uno. Se lo arrebaté mientras contestaba a su cara de extrañeza con un gesto que le pedía paciencia. Lo encendí, clavo o canela, y se lo devolví. Repitió la pregunta como si no creyera ni en la conversación que estaba escuchando ni en su propia pregunta. –¿Están hablando de futbol?
– Sí. -La educación, mi educación, me impide mentir a la primera pregunta que alguien me hace. –¿De qué esperabas que estuvieran hablando? -dije estuvieran como si yo no la ocupase también. Si ella había repetido su primera pregunta, yo podía hacer lo mismo con mi respuesta. –¿De qué esperabas que estuvieran hablando? Los editores han hecho todo lo posible para echarlo a perder, pero supongo que para ser un hombre de letras es bastante humano. -Añadí sin decirle que no era mío. –¿Tienes novio? -La que normalmente es mi primera pregunta cuando me presentan a una chica, cualquier chica, se había convertido en la quinta frase que cruzábamos.
–Sí. No. No sé. -Yo no estaba preparado para la respuesta. Nadie está preparado para una respuesta que no dice nada. Y menos para la siguiente frase –Hace unas semanas estaba en Maui tirando al mar mi anillo de compromiso. ¿Sabes dónde está Maui?
Si estaban hablando de futbol, por qué no íbamos a hablar de geografía aunque yo no tuviera ni la más remota idea de dónde estaba eso. Me arriesgué.
–Claro. Hawaii, ¿no? En la zona de tormentas tropicales del Pacífico.
–Más o menos. -Contestó sin preocuparse de si mi acierto había sido suerte o una secundaria bien aprovechada. –A mí no me tocó ninguna, pero el mar estaba embravecido. Te hubiera gustado verlo. Las piedras volcánicas, basalto -me asombré porque nadie usa la palabra “basalto” habitualmente y menos con unas copas de más y me asombré porque yo aún no sabía que ella había terminado ciencias ambientales- y el mar todo espuma blanca.
En ese momento alguien propuso un brindis por el premiado. Brindamos. Yo brindé con ella. Brindé por su hermosura y por el milagro de estar junto a ella. Por el azar y los amigos dipsomaniacos. Por el deporte más sagrado del mundo y por su poder de unión. Por todos los atolones y las formaciones volcánicas del planeta. Por lo que escribía yo. Y por lo que ella iba a escribir.
Bebimos como se bebe en las mesas de escritores. Como si el mundo se fuera a acabar. Aunque algunos de ellos tuvieran que leer al día siguiente. Bebimos sin preocuparnos de la cuenta ni de las voces cada vez más pastosas, más indiscretas. Cada vez era más difícil mantener una conversación única entre los diez ocupantes de la mesa. Lo que comenzó como una plática a la que todos aportaban una opinión se había dividido, poco a poco, trago a trago, en tres charlas diferentes: futbol, editores y la calidad de los diferentes licores que iban mezclándose en la mesa con la omnipresente cerveza. Excepto el primer tema que a ella seguía sorprendiéndole (“¿de verdad tiene un poemario sobre futbol?”), las otras parecían atraerle alternativamente. A la segunda aportó una duda de escritor primerizo (“¿cómo se hace para publicar un libro?”) que en honor a que era la única y misteriosa presencia femenina de la mesa le perdonaron. Y en la tercera participó con una escueta y bien recibida sugerencia. “Prueben a pedir el mezcal de la casa”.
Al poco tiempo llegó una ronda para todos. Brindamos, otra vez a la salud del premiado, suspendiendo las conversaciones que, tras el entrechocar de los rebosantes caballitos, regresaron a su vocación de conciliábulo.
Decidimos irnos. Mejor dicho, decidió irse. “Ha sido un día muy duro”, explicó sin que yo supiera que estaba de vacaciones. Y yo estaba dispuesto a seguirla hasta donde pudiera. Hasta donde me dejara. Recé de nuevo. Esta vez al cantante suicida y a los gusanos del destilado.
A pesar de que eran los días de la fiesta grande de la ciudad y que se podía conseguir alcohol, de cualquier graduación, a cualquier hora, cuando salimos del bar paramos en el OXXO para comprar dos botellas de agua.
–¿Me llevas? -Ella no sabía dónde vivía yo y no le iba a decir que eran apenas cuatro cuadras hasta mi casa, las cuatro calles más congestionadas de tráfico aquellos días. Lo que con suerte significaba media hora más.
Caminamos hacia su coche que, nada más salir del estacionamiento de precios hinchados por la temporada y estar en pleno perímetro ferial, se vio envuelto en un embotellamiento formado por todos los que intentaban entrar y los pocos, nosotros entre ellos, que intentaban, a pesar de lo temprano de la hora, salir. Apenas un par de calles más allá del aparcamiento logramos alejarnos, aunque no del ruido, del tráfico y el gentío.
Todavía no le había dicho donde era mi casa cuando tomó justamente el camino contrario. –Vamos a dar una vuelta. -Soltó como toda explicación antes de que yo hubiera propuesto nada. Sonreí porque las chicas con iniciativa son cada vez más difíciles de encontrar. Si todo dentro de mi cabeza daba vueltas, si mi cabeza daba vueltas, ¿por qué no aceptar una vuelta más? Mientras pensaba en que si la noche terminaba bien volvería al catolicismo practicante, recé por tercera vez en la noche. A una deidad que se parecía más a Cthulhu que al Cristo de mi infancia y a la que le prometí un altar si lograba algo. Lo que fuera.
Le respondí.
–¿Por qué no?
–¿Por qué sí?
Hice una nota mental para no hacerle preguntas que pudieran ser contestadas con otra pregunta.
– ¿Dónde quieres ir?
Pensé en devolverle la pregunta. No lo hice.
–Donde tú quieras, pero lejos de estas aglomeraciones. Además -dije levantando mi agua como si fuera una botella de algo más-, todavía tenemos de beber.
Brindamos más por gesto que porque hubiera algo que celebrar. “Siempre hay algo que celebrar”, pensé como un deseo que aún no sabía si habría de cumplirse.
–Vamos. Donde quieras. Soy tuyo. -Dije sin el menor atisbo de ironía o doble sentido.
Todavía no sabíamos que aquella primera noche iba a pararnos un alcoholímetro.