VII
Un error común que cometen algunos residentes en las zonas donde los huracanes no son muy frecuentes consiste en pensar que ha escampado cuando el ojo les pasa por encima y salir a inspeccionar los daños.
Cuando poco después llegan los violentos vientos del lado opuesto de la pared del ojo, los toman completamente desprevenidos.
Y ahí es donde comenzaron los problemas.
Esos que llegan siempre que uno está desprevenido.
VIII.
Alegres como fiesta entre semana las experiencias de promiscuidad
Jaime Gil de Biedma
A mediodía sonó el teléfono. Era domingo. No lo esperaba. Los meses por venir iba a sonar a cualquier hora como si con el paso del tiempo fuese aumentando la frecuencia y la ventana de posibilidades. En plena madrugada o apenas amaneciendo, pero esos primeros días conservaba, o parecía conservar, el respeto al derecho al descanso ajeno. No esperaba que llamara el último día de la semana. Era el que reservaba para estar con sus padres, con la familia. Para trabajar.
La semana anterior habíamos bebido y hablado casi todos los días con la impaciencia de quien tiene que ganar el tiempo que habíamos perdido por no conocernos antes. Cada tema, aquellos días, llevaba a otro. Cada amigo a otro conocido común. Cualquier cosa significaba también otra.
–El otro día me dijiste que ibas a ver a Hugo Ornelas. Yo pensaba que era un poeta. Un escritor –Hizo una pausa como esperando que yo me justificara. No lo hice. Levantó el tono de voz-. Es un caza ovnis.
–Lo sé.
–Un caza ovnis. -El tono de su voz estaba entre la exclamación escandalizada y la pregunta sorpresiva. Aunque no le debía ninguna explicación se la di.
–La conferencia era lo de menos. Las conferencias de Ornelas son el mejor sitio para conocer muchachas crédulas.
Su silencio estaba a mitad de camino de la carcajada y una pregunta sin hacer. Si me hubiese preguntado, algo que no hizo, le hubiera respondido que sí, que lo decía en serio. Que una chica que cree en platillos voladores puede creer en cualquier cosa.
Cambiamos de tema. Ella insistía siempre en hablar de escritura. Quería ser escritora. Sus agendas, de todos los tamaños y casi todas artesanales y piezas únicas, estaban llenas de su apretada y estilizada letra. Se leía fácilmente pero no las prestaba, quería leerlas ella. Más que poemas eran fragmento sueltos del diario. Aquel martes nos habíamos prometido por ambos tipos de salud regresar a casa a las diez de la noche. A las nueve y media comenzó a llover en un tiempo en que normalmente no lo hace en la ciudad. Una lluvia marqueziana o bíblica, que prometen durar cuarenta días y cuarenta noches. Con muy poca, ninguna, reticencia por nuestra parte decidimos quedarnos hasta que parara.
–Dejé el coche lejos -explicó–. Si vamos a seguir bebiendo, ya no quiero cerveza. Engorda.
Me toqué la inexistente panza para ofrecer una excepción a la regla que acaba de enunciar.
–Eso es porque no comes -Respondió a mi gesto. No quise preguntarle cómo lo sabía.
–¿Preferirías vino blanco? También engorda, pero menos.
–Aquí no hay -Conocía muy bien el sitio al que habíamos ido a parar aquella noche–. Si pudiéramos conseguir, no estaría mal.
No sabía si era un deseo o una prueba. El Oxxo estaba pared con pared con el tugurio. Apenas me mojé sabiendo que, en esas circunstancias meteorológicas, el dueño no pondría ninguna objeción. O eso esperaba. Y menos si le ofrecíamos una copa. Regresé con el único blanco de la oferta de la cadena.
–Te gusta el blanco, ¿verdad?
–No sé -Escucharlo sólo lo hacía más sincero–. Ayer me gustaba. Hoy me gusta. Quién sabe si mañana. Por ahora. Me gustan las cosas por ahora. Por ayer y por hoy.
–¿Aplicas eso a todo? -Intenté.
La lluvia, como prometía, no había terminado cuando cerraron el bar. El dueño usó como excusa para no refugiarnos hasta que amainara que ya le habían multado la semana anterior. Nos persiguen las multas, pensé. Que si lo descubrían otra vez sería clausura inmediata. Parecía sincero cuando nos dijo que lo sentía de verdad.
Parados en el diminuto espacio seco que proporcionaba la fachada del bar decidimos el camino más corto hacia el auto estacionado.
–Sería una pena que se mojara una blusa tan bonita.
–Eso no es problema.
Salí corriendo tras ella sin importarme la camisa cada vez más empapada mientras me juraba que la próxima vez que alguien me preguntara qué era lo más hermoso que había visto nunca no contestaría con un cuadro sino con la imagen de una mujer corriendo sin blusa bajo la lluvia. No me molesté en alcanzarla.
Bebimos y hablamos durante toda la semana. De pie. Sentados. Apoyados en el tablero del coche o repantingados en los asientos. Parados o caminando.
–Mi madre dice que debería ser monja. Sor Juana. Me dice que debería ser Sor Juana. Supongo que para encerrarme.
–¿Cuándo cumple años tu madre? -Poco a poco se iban agotando los temas de conversación.
–¿Para qué quieres saberlo?
–Para sorprenderla cuando ya sea mi suegra. -Intenté arreglarlo. –¿Lo dije o lo pensé?
–Lo dijiste. Y no voy a contestar ni el día ni el mes. Pero el año en que nacieron tú y mi madre debe ser el mismo.
Excepto tumbados aquella semana bebimos en todas las posiciones posibles. Cada vez que nos despedíamos y en la primera frase que intercambiábamos en la mañana hablamos de ir a rehabilitación. En algún sitio habíamos escuchado “Me and Mr. Jones”. Ella también se sabía la letra.
Un jueves pasó a buscarme. Cómo sabía que a esa hora estaría en el lugar donde nos habíamos conocido no era difícil de adivinar. El mensaje en el teléfono era directo y claro. “Sal”. En el coche, encendido había una botella de vino, rosca no corcho, y un disco sonando en el reproductor. Cómo se había enterado de que era mi favorito. Terminamos de escucharlo bebiendo y fumando.
–¿Por qué quieres escribir? Eres bonita. Con eso basta, ¿no?
–El mérito es de la genética. Quiero hacer algo que sea mío. Sólo mío. –Quiero volverme un clásico. –Unos meses después así iba a empezar su mejor poema. Y siempre llevaba todas las conversaciones a la literatura.
–La poesía es como el amor, ¿no?
–Perdón que te contradiga -La voz de mi progenitor sonó en mi cabeza. “Nunca, nunca, nunca se debe contradecir a una mujer”–, pero creo que es al revés, ¿no? -Su frase no quería decir nada. La mía, viceversa de la suya, tampoco.
Pasó una patrulla de policía en el momento en que después de mirarnos en silencio durante un momento de eso de los que es imposible predecir ni saber la duración pronunciamos la misma frase al mismo tiempo. La frase definitiva. “No tengo que enamorarme de ti”. Tengo en el sentido de obligación autoimpuesta. Yo, por supuesto, estaba mintiendo. Aunque ahora dude, pienso que ella también. El coche, con las torretas encendidas, se detuvo unos metros delante del suyo. No sé en qué pensaba ella. Yo, en la multa. Continuó su camino sin fijarse en las dos botellas vacías -habíamos comprado otra al terminar la primera- en el suelo del auto.
Sonó el teléfono aquel domingo. No esperaba que fuera ella pero ver la inicial con la que la había agregado a la lista de teléfonos me alegró.
–¿Me acompañas? -No dijo dónde. Me pregunté si me estaría invitando a ir a algún sitio con ella o simplemente a acompañarla. Una diferencia sutil pero importante. Pensé en contestar quizá o en usar su muletilla favorita. No lo hice.
–Claro. ¿Dónde?
Citó el nombre de un grupo mexicano que seguía conservando su fama a pesar de que sus discos cada vez iban a peor. Un grupo del que su ex parecía un clon del cantante. Mis amigos todavía no lo llamaban el región cuatro.
–No puedo -No quise mentir ni arriesgarme a un problema en el trabajo–. Tengo que entrevistar a un portugués. Espero que hablé español. O inglés.
–¿Quién quiere entrevistar a un portugués?
Tuve que explicarle.
–The Legendary Tiger Man. No sé mucho de él. -De hecho su música que no había escuchado hasta que me encargaron que lo entrevistara tampoco me gustaba mucho–, pero es el tipo que grabó videos con Maria de Medeiros y con Asia Argento. Sólo por eso.
–Acompáñame. Me dejas en la fila de la gente que estará esperando para conseguir un buen lugar y tú te vas a tu concierto -Sonaba a esposa sobreorganizadora –. Paso a tu oficina a las seis. –No me atrevía a explicarle que había quedado a las seis con el amigo que cuando hay que entrevistar a alguien funciona como mi brazo tecnológico. Mi iPhone para grabar, mi Leika para las fotografías.
Tuve que regresar corriendo después de dejarla para alcanzar a mi escudero periodístico. Llegué casi con una hora de retraso. Alguien en la oficina le había dicho que no tardaría. Aun así llegamos con tiempo suficiente al concierto. Mientras esperábamos que comenzara intenté ante sus preguntas describírsela. Su cara pasó, mientras yo intentaba explicar no las aventuras sino el cuerpo de ella, de la curiosidad a la sorpresa. Miraba un punto más allá de mi hombro. Sonreía.
–Por lo que dices debe parecerse mucho a esa chica que se acerca -Conociéndome ni siquiera se molestó en recomendarme un disimulo–. Bueno, más o menos -Su incredulidad no hizo énfasis ni en el más ni en el menos.
Era ella. Se explicó ante la cara y el silencio de ambos.
–Había mucha gente. Me aburrí de esperar. Ya los he visto mil veces. Muchas con él -No preguntamos quién era él–. A este cómo-se-llame no lo he escuchado en mi vida. Tal vez valga la pena probar algo nuevo.
Al comenzar el concierto nos colocamos en primera fila, algo que no resultó difícil, por el poquísimo, apenas ochenta personas, público. A mitad del concierto, y aprovechando el pase de prensa y la escasez de fans ávidos de estar cerca de los músicos, nos colamos los tres hasta pie de escenario. Después al camerino donde un botella de Jack Daniels destacaba sobre la mesa. Nadie nos ofreció.
Aunque no sabía si la iba a leer ya tenía en mi cabeza una de las frases de la crónica. “The Legendary Tigerman mira a una chica hermosa que estaba en primera fila del concierto que ha logrado colarse y tenemos que esperar a que se desconcentre para empezar la plática”.
–Yo ya te acompañé. Ahora acompáñame tú. Ahí estará el cabrón con la puta esa con la que está saliendo ahora. -Pensé en comentar algo sobre su lenguaje. Era la primera vez que la oía hablar así.
–Pero -ni siquiera me dejó terminar una excusa que era improvisada. Sonaba enojada.
–Es una orden.
Llegamos apenas a las tres últimas canciones que ni siquiera pudimos seguir en vivo sino a través de una pantalla. Me señaló a unos conocidos al lado nuestro mientras gritaba algo así como cuando acabe el concierto te los presento. Como cuando coinciden extraños en una fiesta, la presentación con nuestros compañeros de pantalla fue seguida de ese tipo de pausa que significa de-qué-hablamos y que sólo puede romper una conversación generalista.
–¿Eres arquitecto?
–No. No me importaría serlo. Debe ser una buena profesión. Ganan bastante dinero, dicen. ¿Qué te hace pensar que soy arquitecto?
–La Moleskine -Iba contestar cuando nos interrumpió.
–Vámonos ya -Desde cuándo había comenzado a usar el plural.
Bebimos, era el último día de Feria y el último permitido, en la calle. Nos sentamos con el cansancio de toda la semana en una banca.
–Sé que cuando diga esto que voy a decir me voy a arrepentir de haberlo dicho pero tengo que decirlo -La ebriedad convirtió sus repeticiones en un verdadero trabalenguas y me besó en la boca por primera vez–. ¿Quieres venir a casa esta noche?