En 1550, en el Colegio de San Gregorio, se llevó a cabo uno de los debates más célebres de la historia: el que enfrentaba a Bartolomé de las Casas con Juan Ginés de Sepúlveda. Discutían sobre los métodos y atribuciones que los españoles tenían sobre los indígenas del llamado Nuevo Mundo. De las Casas había observado y documentado por años los abusos que se cometían en contra de los indígenas americanos. Ginés de Sepúlveda argüía que los métodos usados para conquistar y evangelizar debían ser tolerados, basado principalmente en que la naturaleza de los indígenas era de suyo bárbara y servil, que su comportamiento era pecaminoso, que eran idólatras de dioses múltiples y falsos y que debía seguirse cualquier camino necesario para garantizar la correcta aplicación del Evangelio católico y así detener los escandalosos actos de antropofagia y sacrificios humanos que los aborígenes cometían, todo esto depositado en la idea de que los indígenas carecían de alma o al menos tenían una condición inferior. En el turno de Bartolomé de las Casas expuso que el evangelio podía difundirse de manera pacífica, que éste podía ser adoptado a través de la convicción y no de la imposición, que los actos como el canibalismo y los sacrificios eran más bien aislados y que se depositaban, en todo caso, en su ignorancia y no en una condición de carencia de alma o inferioridad ontológica, y que -en todo caso y de manera pragmática y racional- los métodos utilizados no sólo no garantizaban menos muertes sino que las multiplicaban. Para cuando se llevó a cabo esta discusión habían pasado ocho años desde la promulgación de Las leyes nuevas, en donde Carlos I, producto de las inquietudes de De las Casas, ya había dejado claro que no debía generarse esclavitud ni malos tratos para con los indígenas. Esa promulgación no se hizo efectiva durante esos ocho años y bien valdría decir que ni -de manera total- durante algunos siglos posteriores.
En 1861 explotó en Estados Unidos de Norteamérica la guerra de Secesión. Básicamente los Confederados se declararon independientes de la República a partir de la agenda abolicionista que Brown y posteriormente Lincoln adoptaron. Esta guerra dejó más de un millón de muertos y se extendió por cuatro largos años. Terminó con la abolición de la esclavitud en 1865. Noventa años después de la abolición, el 1 de diciembre de 1955, Rosa Louise McCauley, quien pasaría a la historia por su nombre de casada, Rosa Parks, se negó a ceder su asiento en el autobús y moverse hacia el fondo de éste ante la petición de un blanco. Con casi un siglo de emancipación legal, un acto como éste fue decisivo para la vindicación de los derechos de los afroamericanos en Estados Unidos de Norteamérica y el movimiento liderado por Luther King durante los próximos doce años. Si bien es cierto que episodios de segregación y violencia racial siguen apareciendo en el país del norte, el hecho de que en este momento el país sea presidido por un afroamericano puede considerarse un logro cúspide en esta lucha, ciento cincuenta años después de la abolición de la esclavitud.
Leí un artículo que analiza, con agudeza, un libro titulado Del matrimonio civil opúsculo formado con la doctrina del ilustre teólogo firmado en 1859 donde se diserta sobre los peligros del matrimonio civil, arguyendo los peligros de que la institución de la familia se resquebraje ante la posibilidad de que el estado lleve a cabo este trámite. Algunas de las frases suenan sorprendentemente actuales: “Podrá, si se quiere, la autoridad pública llamar a estos contratos [entre hombres y mujeres] conyugios civiles, enlaces civiles, matrimonios civiles; pero nunca podrá hacer que sean verdaderos matrimonios”, “Una vez establecido el principio de que la ley puede sancionar el matrimonio civil [entre hombres y mujeres] separado de toda obligación religiosa, ¿qué impide el que la misma ley sancione los divorcios, y dando un paso más permita la poligamia, si la necesidad lo pide […]?”, “El matrimonio civil [entre hombres y mujeres] por su naturaleza tiende a la disolución de la familia y de la sociedad.” o “Si los casados [en un matrimonio civil] no aprecian la Religión, si van mal, si viven peor, ¿cómo podrán educar debidamente a sus hijos? […] Por tanto de semejantes uniones no puede resultar sino una generación de impíos.” El aire de actualidad se lo debemos evidentemente a que los argumentos (por decirles de alguna manera) que hoy se esgrimen en contra del matrimonio igualitario son una calca de éstos, seguramente no porque se esté citando al autor del texto de marras, sino porque son las mismas intuiciones -no razones- guiadas por la fe y el temor a la adaptación las que dictan estos artilugios.
Lo más interesante del asunto es que hoy la religión católica exige, para poder llevar a cabo el sacramento matrimonial, del acta de matrimonio civil. Lo que en un momento fue oposición hoy es plena reconciliación. No sería la primera vez. En algún momento estuvo a punto de arder la pira en la que se condenaría a Galileo por decir improperios tan escandalosos y pecaminosos como que la tierra giraba alrededor del sol, a no ser porque abjuró de su propia convicción. Giordano Bruno no lo hizo, y no corrió con la misma suerte: uno de los científicos más prominentes de la historia terminó muerto en la hoguera. Quinientos años después un jerarca de la Iglesia católica se disculpó por ello. La Iglesia reconoció haber estado equivocada. También lo reconocen los alemanes, quienes viven con una sombra permanente por las atrocidades cometidas por el nacional socialismo en nombre de la supremacía racial. Lo reconocen también los norteamericanos sobre los abusos contra los afroamericanos y si bien nuestros indígenas siguen siendo maltratados en muchos aspectos a nadie en su sano juicio se le ocurriría decir que lo merecen por carecer de alma o ser inferiores a otras razas.
El inquietante panorama actual, en que, mientras nuestra maravillosa Suprema Corte de Justicia de la Nación (no la merecemos, caray) ha dado una y otra vez muestras de inclusión y racionalidad, y en donde incluso el presidente -que falla trescientos días sí y uno no- ha manifestado su apoyo para la armonización constitucional en todo el territorio mexicano que permita que personas adultas, en pleno uso de sus facultades, de manera voluntaria, celebren, independientemente de su sexo, un contrato civil que les vincule como matrimonio, un lobby conservador llamado Frente Nacional por la Familia, está convocando en el ámbito nacional a marchas y manifestaciones que busquen generar presión para echar atrás estas medidas. Vale decir que quienes engrosan las filas de este frente son representantes de la raza mexicana y de la tradición judeo-cristiana, y que su fe les fue dada de manera pacífica gracias a que alguien, medio milenio antes, luchó para ello, peleando contra la existencia de ciudadanos de primera y segunda categoría. Las marchas y manifestaciones que han hecho no hacen sino contradecir ese origen.
La historia nos ha demostrado que las divisiones inconsistentes (depositadas en una creencia de superioridad racial o espiritual) han terminado cayendo. Ésta, no me cabe la menor duda, también lo hará. Puede tomar un par de años o un par de décadas. Y puede que cien años después de que los matrimonios igualitarios se permitan, aún haya algunos incivilizados que ataquen y critiquen a quien, como adulta o adulto, decide sobre su cuerpo y sus relaciones civiles. Pero, pese a todo, terminará por suceder. En nuestras manos está apresurar ese cambio, para que no requiera de héroes, mucho menos de mártires, para que podamos presumir que entendimos hacia dónde iba a la historia y lo asumimos con responsabilidad y dignidad. Para que podamos ver a nuestros hijos o nietos y podamos contarles, con orgullo, que elegimos, a tiempo, estar del lado correcto de la historia.
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Apuesto que nuestros intercesores espirituales, en su gran mayoría, lucharon en contra de los enemigos de la memoria del gran Juanga. Congruentes cruzados, espero escucharlos cantar, marchando alegremente bajo el rayo del sol: “no hay como la libertad de ser, de estar, de ir, de amar, de hacer, de hablar, de andar así sin penas”.
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