La violencia y el Ejecutivo / Memoria de espejos rotos - LJA Aguascalientes
22/11/2024

Garbage ain’t collected, women ain’t protected.

Politicians using people, they’ve been abusing.

The mafia’s getting bigger, like pollution in the river.

And you tell me that this is where it’s at…

The Establishment Blues – Sixto Rodríguez.

 

Euskadi Ta Askatasuna (ETA) es una voz vasca que en euskera quiere decir “Libertad al Pueblo Vasco”, o “Pueblo Vasco y Libertad”. Bajo esta voz, en medio de la dictadura franquista de España, se agruparon los separatistas vascos en 1958 y -de 1961 a 2011- ejercieron el terrorismo como medio para precipitar la independencia de Euskadi ante el Estado Español. Según el diario El País, en un texto de Patxo Unzueta, durante la vigencia de la ETA, este grupo terrorista “ha asesinado a 839 personas, de las que 486 (el 58%) eran policías o militares y 353 (el 42%), civiles. Con una singularidad: entre el año de aprobación de la Constitución, en 1978, y 1995 sólo 10 (el 1,6%) de las 623 víctimas mortales eran políticos o cargos públicos; mientras que de las 93 asesinadas a partir de 1995, 26 (casi el 30%) han sido adversarios políticos: concejales (16), dirigentes o ex dirigentes de partidos no nacionalistas (5) o cargos institucionales (5)”. Los actos de terror de ETA han resonado en todo el mundo, y -efectivamente- el mundo (España, sobre todo, por obviedad) ha reaccionado para negociar, abatir, compensar, regular, constreñir, eliminar, y discutir, la acción de este grupo separatista; de tal modo que en 2011 se declara la inactividad paramilitar de los etarras.

Traigo a colación el caso de la ETA sólo para ilustrar lo que ya se sabe: en todos sus 50 años de actividad, este grupo ha matado al 5% de personas que el narcotráfico ha matado en México sólo en 2015. Sí, por escandaloso que parezca, esa es la paridad entre los casi 900 decesos que causó ETA de 1961 a 2011, ante los casi 17,000 decesos vinculados al crimen en México, nada más durante el año pasado. Esta cifra de los 17,000 muertos es extraída del Estudio 2016 sobre Conflictos Armados en el Mundo, que presenta el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS por sus siglas en inglés), con sede en Inglaterra. Ahí no para; de acuerdo a este estudio, de todos los fallecimientos debido a conflictos armados que hubo en el orbe, en 2015 (cuya suma total el IISS contabiliza un global de 167,000), nuestro país aporta prácticamente el 10% del total de muertes en el planeta. Esta cifra nos pone por encima de países en franca guerra o evidente falla del Estado, como Afganistán, Irak y Nigeria, y a la par de la suma de muertes en el llamado Triángulo Norte de Centroamérica: El Salvador, Guatemala y Honduras. Este estudio nos pone en la categoría de país con “conflicto de alta intensidad”, que “implican enfrentamientos armados frecuentes (diarios) entre gobiernos, fuerzas gubernamentales e insurgentes, o entre grupos armados no estatales que controlan territorios”. De acuerdo a diversas notas periodísticas, “El IISS estimó que este aumento se debió a la violencia en estados afectados por las disputas territoriales entre grupos armados”, destacando el ascenso del cártel de Jalisco Nueva Generación en este estado del Pacífico y su desafío a los poderes establecidos”.

Desde hace tiempo -concretamente desde la fallida “guerra contra el narco” de Felipe Calderón y la posterior continuidad de ésta durante lo que va de la gestión de Peña Nieto- hay varias voces que pugnan porque a México se le declare en guerra civil. La situación crítica de los Derechos Humanos, el control territorial a manos de grupos armados que vulneran el monopolio legítimo de la fuerza pública que debe detentar el Estado, la fractura del Estado de Derecho en amplias regiones del país, la erosión de la credibilidad social hacia su gobierno por el aumento de la corrupción institucional, la infiltración del crimen en las corporaciones públicas, el brote de paramilitares de “autodefensa”, son todos factores que apuntalan la afirmación de declaratoria de guerra civil. Aunado a esto, la virulencia, la extrema violencia, la teatralidad en la exhibición de la muerte como mensaje de persuasión e incidencia en el poder, la saña e indolencia con la que los carteles operan, las tácticas de terror con las que éstos pelean, bastarían para declarar también a las organizaciones del narcotráfico como entidades terroristas de amenaza para la seguridad nacional. El Estado no se ha pronunciado ni por lo uno, ni por lo otro: oficialmente, en México (con todo y las 17,000 muertes violentas del año pasado) ni hay guerra civil, ni actos de terrorismo.


El Artículo 29 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos faculta a los representantes de los Poderes del Estado a tomar medidas extremas, como la suspensión parcial de las Garantías Individuales, “En los casos de invasión, perturbación grave de la paz pública, o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto”, facultando al “Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, con la aprobación del Congreso de la Unión o de la Comisión Permanente cuando aquel no estuviere reunido” a la capacidad jurídica para “restringir o suspender en todo el país o en lugar determinado el ejercicio de los derechos y las garantías que fuesen obstáculo para hacer frente, rápida y fácilmente a la situación”, por un tiempo limitado y con candados de no abolición total de los Derechos Humanos. A pesar de tener herramientas constitucionales para que la tasa de mortandad asociada al crimen no nos ponga en la categoría de país en guerra, el Estado ha permitido que las cifras fatales no sólo no reduzcan, sino que crezcan.

Una hipótesis que intenta explicar por qué los representantes de los poderes del Estado no han hecho lo que les faculta la constitución para que prevalezcan la paz pública y el Estado de Derecho en todo el país es debido a que:

  • Los movimientos armados son criminales, todavía no aglomerados en frentes político-ideológicos.
  • El costo histórico y político podría ser impagable y nadie quiere asumirlo.
  • La autoridad está lo suficientemente infiltrada por el crimen, de tal manera que un paso de esa magnitud sería impensable.
  • La situación implícita de México ante el mundo, al dar un paso así, sería de todavía más vulnerabilidad, con impactos en la economía y la migración que vendrían a empeorarlo todo.

El tiempo obra en contra, y las fricciones entre los carteles de la droga anuncian un aumento de la violencia por el control de territorios, rutas, puertos, mercados. En España, en la década de los ochenta, surgieron los GAL, los Grupos Antiterroristas de Liberación, que combatieron a la ETA con la misma saña. Al tiempo, se descubrió que los GAL estaban integrados por las propias fuerzas armadas del Estado Español que, con uniforme de guerrilleros paramilitares, ultimaban extrajudicialmente a los terroristas. En México, luego de casi dos sexenios de tener al ejército en las calles -sin una declaratoria formal de guerra- combatiendo a la delincuencia, han sucedido esperpentos horribles y grotescos como los casos de Tlatlaya o Tanhuato, donde ha habido probadas ejecuciones extrajudiciales, amén de muchos otros casos en los que quienes vulneran los Derechos Humanos son nuestra propia fuerza armada. Si no hay una declaratoria de guerra, no hay razón para exponer de esta manera al ejército. Su figura y credibilidad social se está desgastando gravemente y el Ejecutivo no ha sabido conducirlo con eficacia y probidad.

En este marco, hay un frente que sí ha funcionado como aglomerado político-ideológico, que ha intentado amagar a la autoridad, que ha persuadido para imponer su agenda política, y que incluso -como lo documenta Ricardo Raphael en su columna publicada en El Universal, del 22 de agosto de este año- ha amenazado afirmando que es “la inmensa mayoría silenciosa la que se hará escuchar y vamos todos unidos en un frente para subordinar de una buena vez al lobby homosexual que pretende imponer, desde la CDMX, sus aberraciones a los otros 31 estados del país. ¡A marchar y de ser necesario nos levantaremos en armas como alguna vez ya lo hicimos y pusimos al gobierno a temblar!”. Es este el llamado Frente Nacional por la Familia, fachada pública de movimientos radicales y virulentos, como El Yunque, y demás ultras, que -como afirma Bernardo Barranco, en su texto Los obispos mexicanos, con tufo golpista, publicado por La Jornada Nacional el día de ayer- “Liberan del cautiverio a la bestia de la ultraderecha católica intransigente, homofóbica y fascista”. Los servicios de inteligencia del país ya deberían de estar trabajando en esto.

La situación del Ejecutivo Federal no es nada fácil. En las vísperas de su cuarto Informe de Gobierno, con una crisis de aceptación y respaldo social (la más reciente encuesta del periódico Reforma le coloca con una caída de 7 puntos, al lograr un magro 23% de aprobación frente a un 74% de desaprobación general), con la iglesia en contra, con los maestros en contra, con una buena parte de la prensa como adversario, con una economía complicada, con las reformas trabadas, empantanado por el desempeño de sus cercanos (como Aurelio Nuño o Alfredo Castillo, que son un lastre), con su propio partido político como ente inoperante, no hay una semana en la que el equipo del presidente no deba cortar fuegos.

Con todo eso encima, ahora el equipo del ejecutivo y la Universidad Panamericana (Opus Dei, por supuesto), deben darle una salida digna a un evento que mancha -otra vez- la investidura y honorabilidad del cargo de Presidente de la República: la mala metodología y plagio en la tesis de grado con la que Enrique Peña Nieto obtuvo el título de Licenciado en Derecho. Como si el bollo no estuviera ya para hornos, ahora hay que enfatizarle a EPN la importancia sobre el uso correcto del entrecomillado, que –además de usarse para la citación- sirve también para evidenciar la ignota presunción de algo; aunque luego de estos días, ya lo debería saber el “licenciado” Peña Nieto, cuyo gobierno está en crisis y urgido de soluciones, por el bien del país.

[email protected] | @_alan_santacruz | /alan.santacruz.9


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