Esta semana se volvió famosa la clase de anatomía cortesía del arzobispo de México, Norberto Rivera. En honor a la verdad no he podido constatar que el artículo de donde provienen las célebres frases haya salido de los dedos de Rivera. La publicación Desde la Fe número 1012, Año 20, no lo incluye en su Directorio e indica que el responsable de la línea editorial es el presbítero Hugo Valdemar Romero. El texto, que es la segunda de cinco partes, viene firmado por La redacción.
El artículo comienza con un artilugio emocional que compara a una amorosa madre -que le pide a su hijo que sale al pre-escolar que lleve suéter por si hace frío- con la Iglesia católica que, al igual que la preocupada madre, se desvive por dar las recomendaciones correctas ante los “posibles riesgos” que corren sus hijos, y que entrega, independientemente si son bien recibidos o no, consejos en pos de su bienestar.
Aunque la analogía tiene sus dificultades desde el momento en que compara la decisión de adultos con la capacidad de un niño de kínder, lo que se intenta es advertir de los riesgos que la “iniciativa del presidente” supone para quienes acepten su propuesta. El riesgo: lastimar su salud física, dañar su esfínter. Así es: en una inesperada argumentación basada en la fisiología, la Iglesia dice:
“La mujer tiene una cavidad especialmente preparada para la relación sexual, que se lubrica para facilitar la penetración, resiste la fricción, segrega sustancias que protegen al cuerpo femenino de posibles infecciones presentes en el semen. En cambio, el ano del hombre no está diseñado para recibir, sólo para expeler. Su membrana es delicada, se desgarra con facilidad y carece de protección contra agentes externos que pudieran infectarlo. El miembro que penetra el ano lo lastima severamente pudiendo causar sangrados e infecciones. También en el sexo lésbico puede haber contagio de enfermedades de transmisión sexual, así como daños por la penetración de objetos que sustituyen el miembro masculino.”
Yo he sostenido reiteradamente que todas y todos debemos tener derecho a opinar libremente. Que los señalamientos del arzobispo o de quien los haya escrito deben ser, si quieren tomarse en cuenta, contrastados con argumentos y jamás censurados. En atención a ello, pienso que antes de ridiculizar y rendirse al chiste fácil, vale la pena, si se tiene intención de tomar en serio la argucia, debatirla con términos serios. Vale empezar por decir que la Iglesia católica tiene el derecho de mostrar sus preceptos y que quienes se asumen como miembros lo hacen en condición de conocer dichos preceptos.
El peligro latente es, evidentemente, la presión mediática que se ha intentado hacer para generar una serie de restricciones a los derechos civiles acordes a esos preceptos. En un intento de diálogo -porque eso es también el disenso– valdría la pena señalar la poca consistencia que la propia Iglesia tiene respecto a sus opiniones: se usa a modo el término natural para señalar que algo está bien, pero se ignora cuando la ciencia nos explica que, de hecho, la homosexualidad, por ejemplo, es un fenómeno frecuente también en las especies animales no humanas. Huelga decir que combatir enfermedades con medicamentos o mantener una vida con apoyo de equipo médico puede ser cuestionado, en el sentido austero de la palabra, como algo que no es tampoco “natural”.
Un problema serio de los argumentos religiosos es que la consistencia muchas veces está ausente y que éstos dependen de peticiones de principio que impiden que se genere un diálogo en condiciones justas para ambas partes. Gran parte de éste y los otros artículos de la publicación usan a la propia Biblia como una muestra de autoridad para fortalecer la idea de que es el dios en que esa religión específica cree quien, a través de la interpretación de un profeta o apóstol, y a través de la interpretación de innumerables traductores, y a través de la interpretación de los lectores, afirma que la homosexualidad es algo que debe rechazarse.
Un diálogo virtuoso supone la disposición de ambas partes para atender y tratar de entender el argumento de la otra. Esto requiere entre las virtudes deseadas la posibilidad de discutir sin usar argumentos que sólo uno puede suscribir, debido a que no son públicamente observables, ni públicamente revisables, ni mantienen un compromiso con el fisicalismo. Dicho de otra forma: una parte pone sobre la mesa argumentos que se basan en una fe específica, argumentos que no pueden debatirse porque no pueden probarse como falsos ni como verdaderos, que descansan en la mera predisposición para ser aceptados.
Esto genera que la discusión se sesgue en términos morales que sobrepasan la normalidad de una discusión que aspira a encontrar una solución y no una imposición. Por ejemplo, en el mismo artículo se señala que son los hombres homosexuales quienes más aportan enfermedades de transmisión sexual en los Estados Unidos Norteamericanos. El dato es real, pero saltar a que eso es malo porque dios así lo dice es un error categorial que impide diálogo en el campo común. Una cosa que podríamos aceptar ambas partes es, por ejemplo, que los datos de nuestro país pueden ser más esclarecedores para discutir nuestra vida pública. Y también que ambas partes estamos de acuerdo en que es más deseable tener menos enfermos de Sida o cualquier otro padecimiento.
Un dato interesante es que en nuestro país los casos diagnosticados han ido en decremento casi a la mitad entre los primeros 20 años de medición (de 1983 al 2003) y los años posteriores. Una posible causa es el conocimiento mismo de los mecanismos de transmisión del VIH y la educación sexual. Dado que el número de diagnosticados ha disminuido probablemente la búsqueda del objetivo deseado en común es que sigamos fortaleciendo la educación sexual. ¿Es realmente el número de contagiados lo que importa para la discusión de la Iglesia o se usa como mero artefacto discursivo para infundir miedo y rechazo a una comunidad que no concuerda en sus prácticas con sus preceptos?
El punto más importante de abrirnos a discutir con seriedad es no aceptar que la presión de un grupo que se presume mayoritario devenga en políticas para todas y todos, incluidos los que están fuera de ese grupo: sencillamente porque debemos abogar por un estado de bienestar universal basado en la salud y no en la virtud moral judeocristiana.
Los recordatorios sobre la pedofilia y el encubrimiento sobre los homosexuales en la Iglesia no abonan en esta discusión. El arzobispo o quien haya firmado este artículo se equivoca desde el principio de manera flagrante con su analogía: por supuesto que una madre tiene derecho a preocuparse porque su hijo no enferme de gripe, pero pretender hacer ley que todos los otros niños se pongan suéter en función de lo que ella percibe como un día frío es sencillamente autoritario.
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