Cinco medallas: tres de plata y dos de bronce. Una posición fuera de los cincuenta primeros países: un desempeño más bien pobre. El reporte deberá ser afrontado por Alfredo Castillo, titular de la Comisión Nacional del Deporte. Río 2016 deja para nuestro país una suma de reflexiones que se llevarán a cabo mayoritariamente entre la liviandad del chiste fácil, el meme burlón, la memoria corta y, seguramente, la impunidad ante la incompetencia de nuestros funcionarios; y que serán una anécdota que no generará cambios en la pobreza de nuestras políticas.
Nos preguntábamos el otro día un par de amigos y yo qué mérito en realidad tenía un atleta que nació físicamente favorecido por la tómbola genética, que fue educado por instructores top, a quien le fue permitido dedicar todo su esfuerzo para profesionalizarse como atleta. Concluíamos que de alguna manera el atleta en sí no es más que un símbolo de toda una estructura. Suscribo por ello cuando escucho opiniones del tipo que hay países que ganan medallas a través de sus atletas, por decirlo de alguna manera, y que hay atletas que no le deben casi nada a su país. Estoy de acuerdo cuando se dice “esta medalla no la ganó para México, es de él o de ella, no del presidente, de la Comisión, no de la confederación”.
Esta visión refleja perfectamente la orfandad en la que estamos respecto a políticas que busquen el verdadero desarrollo de sus habitantes. Pasó lo mismo, y con razón, cuando se señalaba que artistas como Cuarón o Lubezki no ganaron un Oscar para México, sino por y para sí mismos. El gusto sin embargo que nos provoca ver a alguien ganar una medalla o un reconocimiento internacional es una flama que arde desde nuestro fuero interno: la sensación de que podemos. Por eso el famoso grito del “sí se puede” describe tan bien nuestra circunstancia. Somos un país que debe estarse repitiendo constantemente que hay cosas que son posibles, aunque la realidad parezca empeñada en decirnos que no.
Nos gusta (supongo) remar contra la adversidad. Nos gusta (supongo) sentir que vamos contra corriente, que es más heroico o digno de resaltarse que un atleta haya ganado una medalla cuando tuvo que botear en la calle para cubrir sus gastos y hacer posible su participación olímpica, nos gusta pensar que eso tiene más mérito, tal vez, que el del atleta apoyado incondicionalmente por el aparato estatal. Puede que en parte sea cierto, como dije antes. Puede que el mérito se agrande ante la circunstancia imposible. Puede que ser David siempre será más honroso que ser Goliat. Pero creo que también podríamos aspirar a ser Goliat.
Creo que las narraciones, que se repiten una y otra vez, la mirada de admiración hacia los atletas que parecen héroes (y en cierto sentido lo son para un país necesitado de figuras ejemplares) a veces nubla nuestra exigencia sobre lo que debe corregirse en el país. Pasarán otros cuatro años y a últimas (esa costumbre también muy mexicana) rescataremos unas cuantas medallas, tendremos el reportaje asombroso (otros simplemente machistas, condescendientes o francamente idiotas, como cuando le preguntaron a María Guadalupe González si le gustaba mover las caderas o a Ismael Hernández le obligaron a repetir un abrazo con su padre para que saliera a cuadro): nos emocionaremos por un momento y continuaremos pensando lo difícil que es ser deportista en un país como el nuestro.
Somos absolutamente pasivos con la exigencia para con nuestros servidores públicos: Alfredo Castillo no tiene ningún talento ni justificación particular que lo haga estar en donde está. Ha sido un chambista cuidado por las cúpulas políticas que ha fungido como procurador de justicia, “perseguido” narcos, defendido a los consumidores y como titular de esta comisión del deporte absolutamente inoperante y negligente. Una perla como ejemplo: al día de ayer domingo, bien pasado el mediodía, aún no se reportaba ni una sola medalla en el contador de la página oficial de la Conade. Hablar de los señalamientos sobre si llevó a su novia, masajista o amigos a Río mientras muchos deportistas no tuvieron siquiera el equipamiento adecuado ni siquiera es tan importante como la exigencia sobre su rendimiento en este y otros puestos públicos.
Y aunque sea odioso decirlo, seguimos participando y permitiendo que esto suceda, cuando votamos negligentemente, cuando no nos involucramos en la demanda de perfiles adecuados para los servidores públicos, cuando desde nuestro ámbito no somos radicales en el reclamo sobre los derechos que debemos tener como ciudadanas y ciudadanos.
Tal vez el acto más heroico al que podríamos aspirar no es a ir en contra de la corriente, sino darnos cuenta que nosotros también somos el río, que podemos poner la corriente a nuestro favor. Tal vez también es heroico aspirar a un país donde no se necesiten héroes.
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