En una semana asistimos a tres momentos históricos para el pueblo mexicano: 1. El presidente pidió perdón y aceptó que cometió un error en un escándalo relacionado con la corrupción; 2. El titular de la Secretaría de Educación Pública, Aurelio Nuño, presentó el flamante “modelo educativo 2016”, un esperado proyecto que lleva décadas siendo urgente en nuestro país: la transformación profunda de la manera en que enseñamos y concebimos nuestro sistema educativo; 3. El Inegi dio a conocer con su Módulo de Condiciones Socioeconómicas 2015 que los ingresos de los mexicanos más pobres aumentaron en un 37.2% en relación con el año anterior, lo cual implica casi tres mil pesos más de ingreso por familia y es un sustancial avance en el combate a la desigualdad.
Ya no digamos el impresionante combo: cualquier de las tres noticias anteriores deberían de bastarnos para sentir el pecho henchido de orgullo, para aspirar profundamente aires de esperanza, para pensar que un mejor México es posible. Y así debiera ser, si no fuera porque cada una de ellas está sostenida por un terrible despropósito. Probablemente cada uno más triste, ridículo y terrible que el otro.
Enrique Peña Nieto se disculpó, en un espectáculo que probablemente sólo encuentre parangón en aquel lejano sexto informe de José López Portillo -a pesar de que a Peña le faltó algo de intensidad histriónica y el siempre efectivo gesto de limpiarse “las de cocodrilo”-. “Pidió perdón” de haber hecho algo bueno que parecía malo. “Pidió perdón” de generar confusión mientras se apegaba estrictamente a la ley. “Pidió perdón” por la percepción que se generó en el pueblo mexicano. “Pidió perdón” por un malentendido de nosotros, pueblo mal-pensante y proclive a la sospecha, que causó un daño a su familia y a la investidura presidencial. “Pidió perdón” de no haber cuidado las formas (porque en el fondo todo estuvo bien, jura). Pero no pidió perdón porque su señora nos llamó malpensados y nos regañó reclamándonos que su casita se la compró con sus ahorritos. Tampoco explicó por qué la Gaviota devolvió la casita si todo había sido un malentendido. No ahondó, por supuesto, en cómo sus disculpas replantean la situación de los periodistas acallados por la investigación que originó todo. En un país un poco más sofisticado, pensamos muchos, la petición de perdón sobre un caso de corrupción por parte del presidente debería ir acompañada de una renuncia. En un país más exigente entenderíamos que Virgilio Andrade no puede presentar su renuncia y ya, y menos con miras a ser elegible en la terna que implicará en nuevo “Sistema Nacional Anticorrupción”, pues alguien debiera estar vigilando al “vigilante” y deberíamos de juzgar con severidad la farsa de investigación que hizo sobre el caso. En un país más informado habríamos entendido que no deberíamos de estar hablando de que el presidente pidió perdón, porque, primero que nada, lo que hizo fue un remedo de ello y porque si alguien se conduce conforme a la ley no tiene por qué pedir perdón, y si no lo hace, simplemente no lo tiene.
Aurelio Nuño presentó una propuesta de Modelo Educativo que, por lo que sabemos, tiene como componente una transformación sustancial en nuestro sistema de educación pública. Esto sería digno de celebración de no ser porque se presenta con casi cuatro años de retraso que la ridículamente llamada Reforma Educativa, o porque el modelo presentado tiene como su base más sólida el sentido común, o porque sigue sin solucionar los estragos causados por su reforma laboral para trabajadores de la educación, porque sigue sin explicar cómo es que algo que pareciera también de sentido común -la evaluación de los trabajadores del sistema educativo, la imposibilidad para heredar plazas o tener dos o tres- pudo rebasarlo de tal forma que muchos de sus mecanismos siguen opacos para los profesores, cómo no se está hablando de que un componente seguramente decisivo para el rezago educacional de nuestro país es la pobreza, las miserables condiciones de muchas escuelas y no sólo la incompetencia de algunos maestros o de cómo esa incompetencia se ve sólo rebasada por la de su Secretaría y las formas de generar acuerdos y hacer valer las reglas.
Y hablando de carencias y pobrezas: el Inegi nos reporta -con un método que la Coneval ha denunciado ya como sospechoso y sólo explicable a la luz de una encuesta mal hecha o intencionalmente sesgada (ninguna opción ofrece sosiego)- que la pobreza ha disminuido en el país y que los mexicanos más pobres han crecido en ingresos casi 40 por ciento de un año a otro. Y seguramente algunos incautos y algunos abyectos celebrarán y presumirán estos números, encontrarán una nueva razón para hacer la apología imposible del progreso y la mejoría económica en nuestro país. Las sospechas en el caso aún hacen plantear escenarios que van del ridículo a lo perverso: algunos ya se aventuraron a decir que el ejecutivo tuvo injerencia en este cambio de metodología.
Quisiera pensar que no: que no podemos llegar al punto en que sospechemos que nuestro presidente maquilla datos para presumirnos que las cosas están mejor de lo que están, para intentar salvar a toda costa un proyecto fallido, para generar desesperadamente una empatía que no ha podido conseguirse en cuatro años, para legitimar lo que parece imposible. Vistos los acontecimientos de la semana pasada, cada vez me parece menos sostenible ofrecerle ya no el perdón, sino algo de caridad a nuestro presidente. Espero, con toda sinceridad, que nuestra memoria, que suele ser corta y benevolente, guarde con celo los acontecimientos de la pasada semana en un capítulo importante para este país. Quiero creer que realmente fue una semana histórica: hemos tocado fondo.
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