La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial? El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan. No es necesario que los tengamos en cuenta, igual que una guerra entre dos Estados africanos en el siglo catorce que no cambió en nada la faz de la tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimientos, trescientos mil negros. ¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno? Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable. Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre.
Así comienza Kundera La insoportable levedad del ser, y después añade en eco a Dostoyevski, que si el retorno no existe (como el ruso se pregunta por la ausencia de dios), entonces la fugacidad hace que todo nos sea tolerable: que todo esté permitido.
Intento leer con caridad el trabajo de Nietzsche y pienso que, si bien su breve mención al Eterno retorno se ha sobrevalorado, deja la oportunidad de reflexionar desde una perspectiva distinta el Imperativo categórico kantiano: ¿qué tan deseable sería actuar como actuamos si esto fuera a repetirse infinitas veces? ¿cómo deberíamos vivir una vida que valga la pena se repita por toda la eternidad? Son otras formas de la pregunta ¿qué tan deseable sería actuar como actuamos si todos, en las mismas circunstancias actuaran igual?
Vivimos en un mundo donde, si es que dios existe, no es quien está repartiendo justicia: no interviene para parar bombas, ni hambruna, ni enfermedades. La tarea, aunque nos aterre, es completamente nuestra. Más: no sólo debemos pararlas porque no hay una mano divina interviniendo, sino porque nosotros mismos hemos creado el sistema que permite que proliferen estos males. La violencia crece a la par del hambre y la enfermedad. De alguna manera toda forma de violencia es originada por una inconformidad. No sólo no estamos solucionando nuestros problemas, sino que estamos alimentando el sistema que los ocasiona.
La forma más atroz de violencia sigue teniendo como base su forma más sutil: la desigualdad abyecta. Hemos creado un mundo donde, más allá de dogmas y fanáticos, es claro que se sostiene una realidad de hombres y mujeres de primera y de segunda categoría. He dicho varias veces que cuando Darwin leyó a Adam Smith quedó impresionado con su teoría, pero pensó que estaba equivocado, que ese modelo podría aplicar a la explicación de la evolución pero no al de la economía. La razón: que mientras la evolución es ciega, la economía tenía como vigilantes a los hombres y éstos harían cualquier cosa necesaria para detener las atrocidades que la mano invisible pudiera provocar. Dicho de otra forma: la mano es nuestra y podríamos meterla en cualquier momento. ¿Es así?
Parecemos más bien (la mayoría de quienes habitamos este planeta) reconciliados con un sistema que premia y azota a los mismos grupos de manera regular: los ricos son cada vez más ricos a costa de que los pobres sean más pobres cada vez.
La desigualdad económica requiere, para ser mayor, del patrocinio de la pobreza. Ésta, además, trae aparejada una desigualdad social, política y cultural. La pobreza se empata a nivel mundial con la ignorancia y la marginación. La pobreza además de ser atroz en sí misma, tiene como epifenómeno la miseria: una clase excluida y olvidada. Una clase que se ve como moneda corriente porque proporciona votos masivos en su forma clientelar, o porque está ahí, como objeto, para fines colonizantes. Mientras buscamos razones religiosas o dogmáticas para culpar a los violentos o inconformes, dejamos de observar el peligro de parasitar a un pueblo para quitarle sus riquezas naturales. Compañías explotando pueblos mineros, extrayendo agua o petróleo, talando bosques, pagando manufactura a precios inhumanos, explotando a ciudadanas y ciudadanos en una nueva y sofisticada forma de esclavitud.
Bastaría observar la clase política, los emporios transnacionales, la burguesía a nivel mundial: fomentamos un sistema que evoluciona de la monarquía a la oligarquía, de la esclavitud feudal al salario mínimo. Gerentes y patrones que ganan cientos de veces, miles de veces más que sus empleados. Cotos familiares que se reparten una y otra vez el poder. La movilidad económica es en ese sentido el gran mito de nuestro tiempo: las anomalías se venden como historias de éxito para permitir que nos sonrojemos menos de un sistema que hace que, una y otra vez, ganen los mismos sobre las pérdidas de los otros.
Vivimos en un mundo donde los crímenes más atroces son perpetuados y permitidos: que alguien muera de hambre o de una enfermedad tratable es sumamente perverso y no tenemos por qué aceptarlo como si fuera un sino. La liviandad que pretendemos darle a la desigualdad, como si fuera una consecuencia necesaria de nuestro progreso debería avergonzarnos hasta la médula. El peso más pesado no es que volvamos infinitamente a lo mismo, o que dios no existiese: el peso que debería hacernos sentir miserables es que hemos permitido la miseria en un mundo donde la pobreza debería parecernos imposible.
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