You can have my isolation, you can have the hate that it brings.
You can have my absence of faith, you can have my everything.
(Help me) Tear down my reason. (Help me) It’s your sex I can smell.
(Help me) You make me perfect. Help me become somebody else.
I want to fuck you like an animal, I want to feel you from the inside.
I want to fuck you like an animal, my whole existence is flawed
You get me closer to god.
Closer – Nine Inch Nails
George Orwell describió en Animal Farm una de las maneras más didácticas para entender el proceso de desigualdad social, a partir de varios factores, entre los que destacan: el proceso de corrupción de la clase política, el mecanismo de perversión de una ley recta a una pervertida (como en este espacio ya lo hemos tratado desde la perspectiva aristotélica), el uso de la fuerza pública contra los opositores al régimen, la magra realidad de distribución de la riqueza que se maquilla con un discurso de bienestar, y el cinismo de quienes gobiernan ante la apatía de quienes son gobernados. Sin querer meter con calzador este modelo de Orwell a nuestra realidad nacional, sí podemos hacer algunos paralelismos a fin de entender cómo es que se da el proceso de desigualdad, y qué consecuencias tendrá de no revertirse.
Podríamos comenzar estos apuntes con el boceto sobre la corrupción de la clase política. En este sentido, según el titular del Poder Ejecutivo Federal, la corrupción es algo endémico, inherente al pueblo mexicano y su cultura. Por supuesto que esta afirmación es una estupidez, pero una estupidez fundada: la dicta quien ostenta el máximo cargo administrativo del país quien, por muchas disculpas que ofrezca, se ha envuelto (desde su campaña y ahora en su gestión) en presunciones de corrupción que son -por lo menos- meritorias para un juicio en cualquier otro país con mayor decoro y respeto a la ley. Detallar aquí los casos en los que la clase política nacional (de todos los partidos, con billetes en ligas, moches, casas blancas, etc.) se ha entrampado en presunciones de corrupción podrá ser hasta ocioso; sin embargo, algo para tener en cuenta es el proceso de degradación cívica en el que la corrupción está al alcance de cualquier mano: la “mordida” al policía, el “diablito” de la luz, el dar de alta a mis empleados con el salario mínimo, la sutil evasión de impuestos; que a la postre redunda en que quienes llegan al poder -naturalmente- hacen “cochupos”, cobran “diezmos”; cambian despensas por votos; ponen en nómina gubernamental a sus parientes, a sus cuates o afiliados, sin ningún mérito de carrera civil; inflan su patrimonio con prestanombres, etcétera. Es decir, una sociedad es proclive a la corrupción cuando su ley tiene lagunas y la procuración de justicia permite la impunidad; dicho de otro modo, excusarse con que la corrupción es parte de nuestra cultura es un acto cínico para ocultar que hacemos el mal porque la aplicación de la ley no nos lo impide, justamente porque los encargados de impartir la ley, de elaborarla, de juzgarla, son los mismos que se envuelven en la corrupción. Una clase política así es la perfecta encarnación de los cerdos justificando ante su pueblo que las manzanas y las camas (símbolos de la corrupción humana) les son permitidos a los gobernantes sólo por estar en el poder, y para “legitimarlo” basta con un arreglo contra derecho.
El séptimo de los mandamientos de la Granja Animal era que Todos los animales son iguales, pero con la corrupción del sistema político se legisló la desigualdad, ya que la ley cambió a Todos los animales son iguales, pero hay animales más iguales que otros, evidencia de un penoso contrasentido, pero que -puesto en nuestro contexto en el que a pesar de que la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos nos consagra garantías individuales en sus primeros 29 artículos- en la práctica, amplios sectores sociales que gozan de poder factual han validado popularmente la desigualdad en temas como la equidad de género, los derechos de las personas LGBTTTI, el acceso igualitario a la educación, la abolición de la esclavitud y la libre elección de profesiones, la libre expresión y reunión, el libre tránsito, toda la cuestión judicial y de arraigo a presuntos delincuentes; es decir, aunque nosotros no hemos cambiado la ley con el descaro de los cerdos, hemos consentido que ésta sea letra muerta en favor de una minoría con acceso al poder político y económico.
Respecto a la anécdota en la que el cerdo Napoleón utiliza a su batallón de perros entrenados a fin de amedrentar a sus opositores, quizá las estampas que se asemejen a esto sean los conflictos de Atenco y Nochixtlán, ambos operados por EPN, respectivamente en sus administraciones estatal y federal; conflictos que pasaron de ser, uno de expropiación de tierras ejidales, y otro de condiciones laborales a trabajadores educativos, a conflictos violentos de amenazas a la gobernabilidad por la pésima acción en el monopolio legítimo de la fuerza pública que el Estado de la conferido; por no abundar en el trato a los manifestantes anti EPN desde que el presidente tomó posesión del cargo en 2012. Estos conflictos obedecen a una de dos: o se actuó con torpeza o con mala fe; ninguna de las dos es ni aceptable ni permisible para aquel a quien le hemos confiado constitucionalmente la potestad de disparar para defendernos.
Sobre cómo se distribuía el patrimonio de la Granja Animal entre sus integrantes, aunque al principio de la emancipación la gran mayoría de los animales gozaba de acceso a la riqueza pública, poco a poco ésta se convirtió en monopolio exclusivo de los cerdos. En nuestro caso, el presidente del Milagro Mexicano cedió la estafeta a otro que cedió la estafeta a otros que culminaron en el presidente que quiso defender nuestro peso como un perro, y que terminó llorando en el Congreso por habernos llevado a la ruina. Muy mal, peor cuando los únicos que se empobrecieron fueron todos, menos los cerdos -digo- los políticos en el poder, que beneficiaron a empresarios para que éstos luego beneficiaran a los políticos. Ahora, que existan pobres no es tan escandaloso como el hecho de que a estos pobres -sólo por serlo- se les margine del desarrollo y se les excluya del Estado (al no impartirles ni educación ni salud, ni justicia ni servicios públicos de la misma manera que a los no pobres), y con esto se les confine a la más penosa y sórdida de las arbitrariedades sociales: la anomia de clase. Esto no es sólo inmoral, es espantoso y suicida para el Estado en su conjunto.
Orwell plantea en su obra que todas estas atrocidades sociales se disfrazan de un discurso propagandístico, populista, de bienestar comunitario en el que todo aquel que reniegue de este discurso es en automático un opositor al régimen y un peligro para éste. La diferencia entre la realidad orwelliana y la nuestra es que, mientras en aquella (tanto la de Animal Farm, como la de 1984) la propaganda política tenía un diseño sin fisuras y se implementaba sobre una población rigurosamente controlada y tonta, en nuestra realidad los tontos son quienes creen que por quitarle tres ceros al peso o modificar arbitrariamente las metodologías de medición de pobreza, se va a fortalecer nuestra moneda y la gente miserable tendrá comida hoy en la noche. En nuestro caso, el discurso de bienestar es pinchurriento, inacabado, pobre; como decir que en Aguascalientes abatimos el desempleo a causa de Nissan, cuando lo que en realidad creamos es una nueva franja de proletariado industrial que no aspira a engrosar la clase media y depende de los mercados internacionales para que la planta local permanezca unos años más.
¿Cómo validamos socialmente el cinismo de la clase política que promueve esta aberrante desigualdad? Con la apatía de los gobernados; sí, con esos ciudadanos (entre el 40 y el 60% del padrón electoral) que no salen a votar, o los otros tantos que lo hicieron por opciones a todas luces estólidas; con la apatía de quienes sufren aumentos en los energéticos, en la cuota escolar, en la canasta básica o el transporte público, y no hacen nada para protestar; con la apatía de aquellos que apoyan movilizaciones sociales desde Facebook, o que van a las marchas como carne de cañón sin saber bien a bien a qué causa o a qué liderazgo vividor se defiende; con la apatía de quienes ven en la calle a un pedigüeño sin hogar y -en vez de entristecerse y marchitarse desde dentro, por haber permitido que alguien padeciera lo indecible- prefieren mirar hacia otro lado, justo como lo hacen con otras agresiones sociales, como la corrupción, el machismo, la homofobia, la impunidad, el crimen, el mal uso del poder. Justo como Orwell nos enseñó que los demás animales hacen, a la hora de ser dominados por los cerdos.
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Excelente analogía Alan, me hiciste recordar el libro de Orwell, me cae que me transporte a la Uni. saludos