Aquí te esperan las ojeras del mar,
el recibo del gas, la gorda de la esquina,
y el Clarín y el Prozac, y crecer y subir y bajar,
y el otoño, el café, la rutina, y Tom Waits y Edith Piaf…
Y volver a volver a empezar a volver a empezar a volver a empezar.
Lázaro – Joaquín Sabina.
Quiero dedicar esta emisión de Memoria de espejos rotos a mis maestros: los que tuve en la licenciatura y los que he tenido a lo largo de la profesión, quienes me ofrecieron herramientas intelectuales para entender al poder. Muchas de esas herramientas fueron teóricas; pero otras tantas se constituyen por el ejemplo -para bien y mal- en su desenvolvimiento ante el poder público y la academia. Gracias a mis maestros puedo afirmar que la Ciencia Política no es sólo una carrera, sino una habilidad de supervivencia social post apocalíptica. En fin; con aprecio a mis maestros.
Siempre que nos sintamos perdidos, debemos recurrir a los clásicos; que por eso su obra ha permanecido durante los milenios. La actualidad mexicana puede corresponder a esa noción de extravío político, económico, social, y cultural. Somos un país enorme, con recursos vastos; habitado por una sociedad pujante, plural y poseedora de una gran inventiva. Sin embargo, no progresamos, no distribuimos la riqueza, no nos educamos, no trascendemos las obtusas ideas ancladas al pensamiento mágico y religioso, propiciamos las desigualdades; pero, sobre todo, seguimos eligiendo ser gobernados por una clase social cada vez más cretina, a la que en cada administración le exigimos menos. La historia política del país ha estado marcada por un decidido movimiento cíclico y pendular. Este vaivén quizá pueda explicar cómo es que no salimos de un marasmo cuando ya estamos por entrar a otro, sin fincar decididamente los cimientos de la prosperidad futura. En este sentido, somos quienes -a palabras del dibujante Quino, en boca de la entrañable Mafalda- no atendemos lo importante, por resolver lo urgente. Y, de urgencia en urgencia, no nos proyectamos al mañana porque el hoy nos consume, mientras padecemos de una desmemoria tal que nos impide anticipar lo que viene, pero ¿cómo entender esto, de acuerdo a los clásicos de la política?
Comencemos con Aristóteles (ese hombre-Prometeo que nos fue obsequiado para transmitirnos cuanta luz hemos necesitado), quien -luego de estudiar las decenas de legislaciones correspondientes a las tantas naciones que su pupilo Megas Alexandros conquistó- hacía una distinción clara de las formas de gobierno posibles, entre las cuales separa solo dos: las formas de gobierno rectas y las pervertidas ¿en qué se diferencian una de otra? Básicamente en su arreglo legal: las leyes rectas tienden a beneficiar a toda la población; mientras que las pervertidas tienden a favorecer a una clase específica, a un grupo social dado, recurrentemente a la clase gobernante. Luego de ahí, Aristóteles separa una subdivisión de las formas de gobierno en función de la proporción poblacional que tiene acceso efectivo a la toma de decisiones públicas, cuya tipología queda en los gobiernos de Uno, Pocos, o la Mayoría. Si hacemos el cruce de tipos y formas, podemos convenir con Aristóteles en que son seis maneras de ejercer el poder público, en atención a dos factores: cuántos acceden a dicho poder, y si tal poder beneficia a todos o a unos cuantos. Visto así, la tipología clásica de las formas de gobierno es: El gobierno recto de una sola persona es la Monarquía, mientras que el gobierno pervertido de una sola persona es la Tiranía; el gobierno recto ejercido por pocas personas es la Aristocracia, mientras que el modo pervertido ejercido por una élite es la Oligarquía; en secuencia, cuando las mayorías ejercen el poder de forma recta es una Poliarquía (República, se lee en algunas traducciones, aunque sabemos que este concepto latino es posterior), y la perversión de esta forma es -según Aristóteles- la Demagogia, aunque en algunas fuentes se rescata esta perversión con el nombre de Democracia, ya que recordemos que tanto Aristóteles como Platón no eran partidarios de este modelo.
Poco más de siglo y medio después de Aristóteles, el griego Polibio acierta en rescatar la condición dinámica de esta tipología; es decir, el análisis de Aristóteles no habla de gobiernos estáticos, sino de formas del ejercicio público que se mueven y evolucionan de manera cíclica a lo largo de la historia, como el Ouroboros (la serpiente que se muerde la cola y que representa el eterno retorno); como Sísifo y la piedra que con trabajos sube para volver a echar abajo; como la vida misma, que de la eterna sombra viene y -luego de una fugaz y casi fútil luz- hacia la eterna sombra se encamina para ansiar otra vez la luz (ay goey). Dicho con simpleza, es ley Aristotélico-Polibiana que la Monarquía -por muy recta que sea- al tiempo se corrompe en Tiranía; que ésta es derrocada por una Aristocracia ilustrada que se instaura en el poder, pero (seducida por éste) se pervierte en una Oligarquía que -al tiempo- será arrasada por las masas populares que abrirán el acceso al poder para las mayorías y que terminarán anegadas por la Demagogia, por la Democracia entendida como la Tiranía de las mayorías sobre las minorías, sobreviniendo un caos sólo susceptible de ser redimido por un buen caudillo recto que instaure de vuelta el gobierno de Uno, a fin de volver al orden. Pero es ley que esta rectitud del gobierno de Uno se corrompa y perezca hacia la tiranía, y de ahí a recomenzar el ciclo sin fin.
¿Cómo empata esto con la realidad histórica nacional del último siglo y medio? Si nos arriesgamos a aplicarnos el modelo Aristotélico-Polibiano (con matices, proporciones guardadas, sin querer caricaturizar la historia, y demás asegunes), podemos ver que: del caos primigenio en el declive decimonónico, producto de la guerra intestina por la Reforma y la invasión extranjera, emergió un buen caudillo -Porfirio Díaz- quien encarnó el Gobierno recto de Uno, para reinstaurar el orden y el progreso; sin embargo, pronto se corrompió como Tirano, y dejó de velar por los intereses del pueblo para asegurar las canonjías de su clase; por ello, los mejores hombres -Madero, los Flores Magón, Zapata, Villa, Carranza, Obregón, Calles, todos próceres del bronce y de la monografía de la secun– derrocan al régimen e instauran (vía El Maximato) una Aristocracia que logró reemplazar a las armas por las instituciones, como medio para acceder al poder. Esta Aristocracia (bien representada por Lázaro Cárdenas, Miguel Alemán Valdés, Adolfo López Mateos) no tarda en pervertirse como una Oligarquía que deja de ver por los intereses populares y comienza a encumbrarse como una corrupta clase política en el poder (como dan cuenta de ello Díaz Ordaz, Echeverría, JoLoPo, de la Madrid, Salinas). Luego de que esta Oligarquía golpea constantemente a su pueblo, las Masas toman auge (con un movimiento democratizador que viene desde los ferrocarrileros de la década de 1950, los estudiantes del 68, el cisma del PRI en el 88 y la repulsa al fraude electoral de ese año, la creación y maduración del IFE durante la década de 1990, el magnicidio y el EZLN en el 94) y ya en el 2000 logran el cambio y la alternancia con los que pretendían constituir una verdadera Poliarquía, pero que -gracias a nuestro rezago educativo y los costos de la desigualdad social- más temprano que tarde terminó la fugacidad del gobierno recto de muchos para devenir en la corrupta Demagogia actual, dignamente representada un locuaz Fox, un desatinado Calderón, un caótico y supino sexenio con EPN, con la omnipresencia de la irracional demagogia de AMLO para redondear el esquema de un país conflictuado por sus diferencias, rezagado, corrupto, cooptado por los grupos de facto y del crimen organizado, desordenado, con la institución presidencial desdibujada, en ansia y espera de restaurar el orden y el progreso.
Si nos atenemos al modelo explicado aquí, lo que cabría esperar sería la emergencia de un buen caudillo o caudilla (ay, el lenguaje y la lenguaja) que -en las lindes de la democracia- desfaga los entuertos para reiniciar el ciclo. A los mexicanos nos encantan los caudillos, los Tlatoani; pero el problema es que no se ven perfiles así para 2018. Quizá para 2024, si antes el agua no nos hierve y el pozo se desborda hacia un caos mayor. El radicalismo y la voracidad por el poder que vemos en distintos grupos dan señales de ello, y esas señales sí son alarmantes porque (ya sea desde el crimen o la política) los asomos de violencia son cada vez más evidentes, y estamos a nada de decir (como en el soundtrack de la película Dobermann, de Jan Kounen) Bienvenue dans le kaos.
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