He sostenido que, en una democracia, no hay razón para tratar a un gobernante como autoridad. La elección popular debería darnos como resultado una relación de la ciudadanía con quienes le gobiernan como personas que gestionan los intereses públicos y el bien común. En sentido estricto: las y los ciudadanas son los empleadores de quien toma decisiones representando al colectivo.
Esta concepción hace que me parezcan incomprensibles las prebendas y la pleitesía que se le rinde a la clase política. En ese sentido he sostenido también que la relación con la monarquía me parece aún más inexplicable: idiocia pura, me apuraría a decir. ¿Por qué debería un pueblo rendirse a los designios de alguien que, sin mérito propio, más que pertenecer en el accidente genético a una estirpe supuestamente privilegiada, se erige como autoridad?
La visita a Canadá en que el presidente Enrique Peña Nieto sostuvo un encuentro con Barack Obama y Justin Trudeau me hizo pensar en estos conceptos: es bastante naïve o idiota, he dicho, que un pueblo ofrezca un respeto casi dogmático para alguien que pertenece a la “realeza”, porque fuera del pensamiento mágico, no logro entender qué significa eso, pero: ¿qué dice, por el contrario, de una sociedad, el hecho de que ésta se sienta avergonzada y ofrezca, casi sistemáticamente, irrespeto y burla abyecta a un presidente que no fue impuesto sino elegido por la mayoría?
No me sorprendería asistir a comentarios que señalen que Peña Nieto sí fue impuesto: por una televisora, por un sistema, por un mecanismo perverso que permite que se perpetúe en el poder una clase política que es, si no una monarquía, la instauración de una oligarquía.
Creo, sin embargo, que no es así: EPN obtuvo casi 20 millones de votos en las elecciones federales de 2012. Sus contrincantes sumaron poco menos de treinta. Cuando surgió el movimiento #YoSoy132 escribí e insistí en que había un yerro importante al señalar lo que se quería evitar (que Peña Nieto llegara al poder) pero no señalar el cómo. Los intereses que unían a los marchantes en las calles los separaron en las urnas.
Casi el 40 por ciento de la lista nominal no ejerció el voto. Casi la mitad de la población se mantuvo al margen de una decisión tan trascendental. Aunque estoy en desacuerdo con quienes señalan “si no votas, no te quejes”, porque, de entrada, quienes no eligieron al empleado, siguen pagando por él, sí me parece necesario que revisemos nuestro compromiso con los mecanismos democráticos. “Pero no son -de lejos- los mejores”, gritarán algunos: ¿qué hacen, además de quejarse amargamente en redes sociales y dominar el arte del chiste fácil y el meme burlón?
Enrique Peña Nieto representa, aunque nos duela, lo que somos como mexicanos. Es el epítome de nuestros vicios. Es la imagen que nos cala hasta los huesos porque nos permite vernos en ella. Es la realidad de quienes, ante la enorme oportunidad de tener educación, pasamos por ella de noche, la realidad de quienes subestimamos las clases de literatura, la realidad de quienes, pudiendo aprender inglés no lo aprendimos, o de quienes habiéndolo aprendido no lo hablamos por pena, la realidad de quienes pensamos que somos inferiores a otros por ser chaparros, la realidad de quienes no dimensionamos la riqueza de este país. Porque eso somos, dolorosamente, los mexicanos: somos quienes aceptan pesos por un voto que comprometerá el futuro, quienes a pesar de sentirnos avergonzados por los desatinos, votamos por “el mal conocido”, quienes reclamamos en Facebook pero no podemos, siquiera, salir a la plaza a reclamar las vergüenzas de nuestra clase política.
Somos una sociedad sádica con nuestros gobernantes e incluso con quien aspira a serlo: nos burlamos de cualquier desatino, incluso de los que no dependen de la voluntad (hace poco alguien me escribió en mi muro un cruel “perdedor” por no haber sido favorecido con el voto mayoritario). Somos sádicos e hipócritas porque señalamos con dedo flamígero las falencias de una clase que nos representa cabalmente. Y somos también masoquistas porque aceptamos vivir en este esquema, porque no hacemos lo mínimo por cambiarlo, porque parece que nos parece soportable asumir que estamos jodidos, que nacimos para estarlo y que, pase lo que pase lo seguiremos estando.
Pero, aunque eso somos, no tenemos por qué ser eso. Nuestro destino sigue siendo nuestra elección. Debemos pensar de manera nueva en nuestra democracia. Debemos pensar que no tiene por qué apenarnos nuestro presidente. Debemos aspirar a que los partidos elijan mejores prospectos, porque se los demandamos sin tregua, porque exigimos las razones por las que ésas y no otras personas conforman un gabinete, porque exigimos sin piedad, que se adhieran a la transparencia, porque reclamamos, sin concesiones, que sean tan ejemplares como queremos ser, tan cultos como aspiramos ser, tan seguros como merecemos ser.
La democracia tiene sus riesgos, he dicho, y uno de ellos es tener a alguien como Trump peleando seriamente por la presidencia norteamericana o tener ciudadanos votando por el Brexit sin conocer bien a bien sus implicaciones, pero también tiene sus bondades, como lo mostró Islandia corriendo con plaza llena a su primer ministro o Uruguay que se transformó a partir de elegir un mejor presidente.
Y si, finalmente, tenemos que elegir, ojalá nos empecemos a involucrar de tal manera que elijamos a alguien que no nos recuerde cuánto nos apenan nuestras decisiones.
facebook.com/aguascalientesplural
Magnífico reportaje – artículo.
Congratulaciones.
Dice un que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, pues ya basta El pueblo Mexicano no merece este tipo de gobierno.
Y en ello implica todo el sistema, con sus presidentes municipales, poderes legislativos y presidente de la República.
Dónde un INE y IEE estatales tienen salarios de miedo.
En fin un Nuevo Sistema.
Comentario tangencial: ¿”las y los cuidadanas” es una errata o un esfuerzo por un lenguaje incluyente?
Un error sin más: Las y los ciudadanos. O los y las ciudadanas.