Para entender el proceso electoral venidero en los Estados Unidos de América, que renovará a su poder ejecutivo, se vuelve necesaria una revisita a dos obras con un considerable valor literario-jurídico y político en la humanidad. Me refiero en primera instancia a la Constitución Federal de los Estados Unidos de América, así como al conjunto de ensayos denominados genéricamente El Federalista, escritos en su mayoría por Alexander Hamilton y James Madison.
La estadounidense es la más antigua constitución escrita vigente del mundo, que ha servido de modelo a otras constituciones del orbe. Quizá su permanencia se deba a su sencillez, pero a la vez a su flexibilidad. Originalmente fue creada como un marco de referencia para gobernar a unos cuatro millones de personas en 13 colonias diferentes a lo largo de la costa del Atlántico. Hay que reconocer sin embargo, que sus disposiciones se encuentran tan sólidamente construidas que, con tan solo 26 reformas (también llamadas enmiendas) hoy satisface a más de 322 millones de personas en 50 estados que se extienden desde el atlántico al pacífico, además de los Estados de Alaska y Hawai.
El objetivo principal de la Constitución, fue crear un gobierno fuerte por elección, que respondiera directamente a la voluntad del pueblo. El concepto de autogobierno no nació con los norteamericanos. De hecho, en esa época había en Inglaterra una cierta dosis de autogobierno. Pero el grado en que la Constitución comprometió a los Estados Unidos con el concepto de gobierno por el pueblo fue único, e incluso revolucionario, en comparación con otros gobiernos del mundo.
En una época en que la mayoría de los principales estados europeos se regían por medio de monarquías hereditarias, la idea de un presidente con un periodo de funciones limitado, era por sí misma una idea revolucionaria. La constitución confiere el poder ejecutivo al Presidente (“…el poder ejecutivo se compondrá únicamente del presidente de los Estados Unidos de América. Él ejercerá su oficio durante el término de cuatro años…”).
En el contexto del surgimiento de los Estados Unidos, surgieron grupos de intereses especiales, regionales y comerciales. Estados con costa propugnaban por un libre comercio, mientras que los agricultores necesitaban fletes baratos y precios altos, los banqueros neoyorquinos querían cobrar tasas altas, mientras que los estados cultivadores de algodón del sur tenían puntos de vista distintos sobre la economía.
A la Constitución y su gobierno derivado correspondió la tarea de reconciliar tan dispares intereses, a la vez de proteger los derechos fundamentales de todas las personas.
La redacción de la Constitución no supuso su inmediata adopción por los Estados miembros de las llamadas 13 colonias, sino que debía ser ratificada al menos por 9 convenciones de igual número de estados. Pero en el ámbito político se especulaba que un voto negativo de Nueva York o de Virginia, los dos estados, a la postre más importantes, significaría que no avanzaría el proyecto de la nueva nación.
Hamilton, persona cercana a Washington, pidió a Madison unirse en escribir una serie de cartas a periódicos de Nueva York con argumentos que persuadieran a los convencionistas neoyorquinos de las bondades de la Constitución. Así, podrían explicar a través de esos artículos, diversos tópicos consagrados ya en la propuesta de cartamagna.
En esa visión romántica de una sociedad democrática, subyace el hecho de que la Constitución no solo establecería las bases del gobierno, sino las medidas necesarias para mantener la libertad, premisa con la que nacía propiamente el nuevo país. Madison dice: “… ¿Pero qué es el gobierno sino el más grande de los reproches a la naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles no sería necesario un gobierno. Si los ángeles tuvieran que gobernar, no serían necesarios controles externos ni internos. Al formar un gobierno que habrá de ser administrado por hombres para los hombres, la gran dificultad radica en que uno debe primeramente habilitar al gobierno para controlar a los gobernados, y enseguida obligarlo a controlarse a sí mismo…”.
Madison afirma, para concluir con esta participación acerca de la elección presidencial, con una frase que aún perdura con vigencia hasta nuestros días: “… A medida que cada representante sea elegido por un mayor número de ciudadanos, no en la pequeña, sino en la gran república, será más difícil que candidatos indignos lleven a la práctica con éxito las estratagemas inmorales por medio de las cuales muy a menudo se ganan elecciones… La influencia de los dirigentes facciosos puede encender la flama en sus propios estados, pero será incapaz de propagar un incendio general por los demás estados.”
Cuánta actualidad se encierra en ambas frases. De ahí la obligada revisita a ambas obras, en el contexto de la carrera presidencial.
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