Originalmente había pensado en escribir algo acerca del Monterey Pop Festival, pero durante la elaboración del presente Banquete fueron saliendo las ideas involuntariamente y me llevaron hacia otros destinos que no tenía planeados, así que opté por hacer algunos ajustes y cambiar el título de lo que ahora amablemente estás leyendo.
Durante mis años de adolescencia, no sé, tendría yo unos 16 o 17 años, o probablemente ya fue después, no puedo señalarlo con precisión, circuló por ahí un pequeño folleto fotocopiado y engrapado, así, con toda la informalidad, que se llamaba “¿Queremos rock?, conozcamos las consecuencias”, lo leí y me asusté, pensé: “¿Pues de qué tipo de roqueros están hablando?”, para quien o quienes escribieron aquel folletín, todos los que tocan rock y más aún, todos los que escuchamos rock, somos satánicos, adictos a quién sabe cuántas sustancias prohibidas y tenemos una vida inmoral, vamos, nos fugamos de Sodoma y Gomorra y merecemos ser quemados vivos previo juicio en la inquisición al más puro estilo medieval, y citaban una serie de barbaridades que atribuían a algunos de mis roqueros favoritos, y luego aquello de escuchar los discos al revés para encontrar supuestas invocaciones satánicas, en fin, en realidad, lo que realmente logró aquella perversa campaña en contra del rock fue que algunos de esos roqueros señalados con dedo acusador, al menos aquí en México, no sé en otras latitudes, vendieran más discos de los que originalmente tenían presupuestados. Decía Oscar Wilde que “la tentación es sinónimo de deseo” y eso fue exactamente lo que sucedió.
Prohibir el rock no es un asunto nuevo, se ha prohibido en algunos momentos, particularmente en este país simplemente por su natural actitud de rebeldía, por ser contracultural y muy frecuentemente contestatario, por cuestionar de frente a la autoridad y porque, y esto es lo más importante, tiene la capacidad de reunir grandes multitudes todos en la misma sintonía y no hay nada más difícil de controlar que una multitud segura de que tiene la razón.
Prueba de ellos son los grandes festivales de rock, el primero de ellos celebrado en Monterey, California, en el área de la bahía de San Francisco entre el 16 y 18 de junio de 1967, en lo que hoy conocemos como “el verano del amor”. En este lugar se reunieron poco más de 200 mil personas todas ellas convocadas por el rock y por el deseo de pasarla bien, pero también por esa tendencia de convivencia que caracterizó a aquellos hippies, movimiento que surgió precisamente en este momento, por ello seguramente se considera a San Francisco como la cuna de esta filosofía, de esta manera de interpretar la vida, porque eso es, más que un simple movimiento sociocultural. Después de Monterey vinieron otros grandes festivales, creo que no me equivoco si señalo a Woodstock en agosto de 1969 y el de la Isla de White al sur de Inglaterra, en agosto de 1971, como los tres más grandes en la siempre inconclusa historia del rock. Claro, hubo otros de gran importancia como el Atlanta Pop Festival y muchos más, ya sabes, en México tuvimos Avándaro en septiembre de 1971, pero sobre todo Woodstock representó el clímax de esta generación, en donde se reunieron, según cálculos de los organizadores, medio millón de hippies greñudos, desarrapados con flores en el cabello compartiendo tres días de música, paz y amor, ahí se reunieron, como también sucedió en Monterey y en la Isla de White, algunos de los grandes protagonistas del rock.
Lo que me llama poderosamente la atención es que los medios, sobre todos los mexicanos como sucedió después en Avándaro, se escandalizaron de estas reuniones de greñudos, mugrosos, pervertidos sexuales, pero, lo cierto es que medio millón de jóvenes que buscaban el amor y la paz, si deseas puedes cuestionar las formas, convivieron tres días en busca de la paz y la armonía al conjuro de la música, mientras que otros jóvenes, de la misma edad, pero con las botas bien lustradas, el cabello cuidadosamente recortado, y el uniforme bien planchado, portaban un fusil en la mano y se fueron a matar gente que ni siquiera conocían a Vietnam a luchar por una causa que tampoco conocían porque no era de ellos, era de los poderosos, de los que toman decisiones, esos jóvenes entrenados para matar sin causa, esos eran, sin embargo los buenos, los héroes, a los que había que darles todo el reconocimiento. Me imagino que algunos de estos chicos estadounidenses, muchos seguramente, obligados a ir a Vietnam escuchaban en sus momentos libres a Jimi Hendrix o a los Doors y sin duda habrían deseado estar en Woodstock en lugar de arriesgar sus vidas en tierras desconocidas defendiendo intereses ajenos.
Aquí en México ya sabes, Avándaro fue nuestra versión de Woodstock, toda proporción guardada, pero yo veo más Avándaro como un ardid del gobierno federal para tener una justificación de satanizar al rock y a la juventud, curiosamente esto sucedió tres años después de la masacre de Tlatelolco y tres meses después de la masacre conocida como la del Jueves de Corpus en el Casco de Santo Tomás en la ciudad de México, y sin embargo, los roqueros son los malos de la película. Después estos argumentos se fueron desgastando y perdieron su vigencia, evidentemente por no tener un sólido sustento, después vimos al rock hacer conciertos de beneficencia, el primero de ellos fue el organizado por George Harrison en favor de la gente de Bangladesh en 1971, y después vino Kampuchea y la lista resulta inmensa.
En fin, en realidad sólo quería decirte, por si hay quien lo dude, que los roqueros somos gente decente.