Los frutos del minotauro / La escuela de los opiliones - LJA Aguascalientes
21/11/2024

En mis ratos libres (iba a poner libros, como poeta funky que juega con la lírica de las palabras y las coincidencias, pero todavía me falta vejez como para abandonar algunas vergüenzas), sigo leyendo la novela de Shaw y descubrí cierto desencanto: en algún momento los personajes dejaron de sorprenderme. Claro, tomó tiempo llegar ahí, quizás unas 300 páginas. En la primera parte, el autor construye un laberinto para sus ratones, y estos pican ciertos botones, pero así como en un laboratorio donde el experimento está estrechamente controlado, lo mejor es la primera parte: el asombro, la sorpresa, ver cómo los ratones recorren el laberinto. Pero una vez que los estímulos están bien programados, y que los ratones están maleducados a siempre responder a los mismos humores, se pierde el encanto y la sorpresa. El autor abandonó el laberinto y nomás nos deja ver, en vez de cambiar los caminos. No permite que los ratones roan los muros para salir por otra parte. Qué aburrido.

Gracias a este pequeño sufrimiento de 300 páginas, reafirmé uno de mis gustos: una obra memorable que jamás dejará de sorprenderme con las decisiones de sus personajes, tampoco dejará de vapulearme con mi ignorancia sobre la humanidad, sobre el mundo (aunque sea imaginado). En ciertas novelas, no sólo el universo parece construido para destruir a sus habitantes, tentarlos o colmarlos de placeres, sino el personaje configura el mundo a su conveniencia. Contraste entre el mundo que construye un autor y el mundo que percibe un personaje. El contraste se duplica cuando, afuera, entre nuestras manos sostenemos el libro, el mundo sigue y actúa sobre nuestra pasividad mientras los otros nos perciben como un personaje. Cuando hablamos de que el arte para ser arte debe modificar la percepción del mundo, hablamos de que el individuo, el espectador, pueda asumir el manto del personaje y descubrirse vistiendo la piel de otro imaginado. Somos avatares de la ficción.

Por cierto, felicidades a Borges (como si necesitáramos felicitar al padre, ¿qué le vamos a comprar en Muebles Troncoso ahora que se acercan las fechas?) pero, invariablemente, cuando alguien lo menciona a él, y su buen humor, y sus kilos de literatura inglesa en la cabeza, y el misterio de su sexualidad, y su ficción sugestiva, elocuente, envidiable, imaginativa e imitable hasta el hartazgo, prefiero recordar a Bioy Casares y La Invención de Morel. El hombre de aquella isla, sabiendo que la ficción es el desarrollo de una imagen y que la realidad puede distorsionarse fácilmente si somos una proyección, trata de incorporarse en ciertos escenarios que, en apariencia, a la vista de los visitantes futuros, sus lectores ideales, lo harán parte de aquel mundo. El personaje trata de incorporarnos a nosotros, lectores, dentro de su mentira. No trata de fugarse, sino que además de convertirse en su propio prisionero, trata de hacernos cómplices y encerrarnos voluntariamente en ese mundo que él ha descubierto.

También, por supuesto, recuerdo un cuento de Michael Ende en La prisión de libertad. “El pasillo de Borromeo Colmi” (homenaje a Jorge Luis Borges), empieza con una cita de Góngora que alude al minotauro. Borges trajo de la mano a un personaje olvidado de la literatura griega, y desde entonces, creemos que el minotauro también tiene una voz, y un nombre: Asterión. Ende continuará su homenaje, la deuda que tiene al hombre de la sorpresa y de la metaficción, o como lo llamará en alguna parte: “El caballero ciego de Buenos Aires”, en el primer fragmento de “El espejo en el espejo”. El primer cuento de aquel libro es un eco de Asterión o es un desdoblamiento: una criatura en la oscuridad que se llama Hor. Su padre, el pintor surrealista, Edgar Ende, ilustra a Hor como un toro en dos patas, recargado sobre el respaldo de una silla. En la silla, porque así son los surrealistas de campechanos con los símbolos, unos frutos nos están esperando. La literatura, no sólo por la memoria humana sino por su imaginación, es un laberinto demasiado extenso y si algo nos muestra, o algo tiene para nosotros, además de la dulzura de sus frutos, son los pequeños hilos que conectan los textos, la cultura, el pasado. Al principio dije que deseamos vestir a personajes memorables, ¿pero quién quiere usar la piel de Asterión o de Hor? ¿Quién quiere ser el hombre olvidado en una isla? ¿Y quién nos ayuda a olvidarlos a ellos? Hilos luminosos, llenos de asombro, pero mejor no olvidarlo: a veces también son oscuros, viciosos y perdidos.


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