Mi tía Laura pensaba que leer era una actividad seria. Que había que sentarse a la mesa del comedor con las manos bien lavadas y la tele apagada, y estarse ahí, en silencio (sin música ni plática ni leer en voz alta), hasta cumplir con la cuota diaria, que era de un capítulo al día o diez páginas, lo que fuera más largo. Por supuesto, mi tía odiaba leer y nos delegaba la tarea a mi hermano, mi primo Marco y yo, que estábamos viviendo con ella y que, por ser niños, teníamos que “cultivarnos”.
Yo tenía nueve años y ya me gustaba leer. Pero leer así, como quería mi tía, me daba una flojera absoluta. Mi primo y mi hermano, que de por sí preferían jugar juegos de correr que sentarse a leer, sufrían todavía más con estas sesiones: desde lo de tener que lavarnos las manos estaba horrible, y se ponía peor porque no podíamos tener ni plumas ni lápices ni colores cerca de los libros (mi tía temía que los rayoneáramos, supongo), ni comentar nada entre nosotros.
Por suerte, fue corto el tiempo que estuvimos viviendo con la tía Laura. Y cuando regresamos a casa, yo volví a leer como me gusta: anotando en un cuaderno las frases que me gustan, haciendo dibujos de las escenas que más me interesaban, interrumpiendo a quien estuviera cerca, estuviera haciendo lo que estuviera haciendo, para decirle: “Escucha esto, está padrísimo”, y sin lavarme las manos, por supuesto.
Pero a menudo pienso en que mi tía Laura no era la única persona con esas ideas. Que mucha gente cree todavía que la lectura debe ser árida y solemne y que se horroriza con la idea de que los niños besen, abracen, rayen, arruguen y manchen los libros. Ojo: estoy de acuerdo en que hay libros que no son para jugar con ellos, pero hay otros que sí. Que están hechos justo para ser achuchados y babeados y mordisqueados, y que seguramente presumen las marcas de uso como si fueran heroicas heridas de guerra. E incluso hay otros que están hechos expresamente para jugar con ellos y que son deliciosos. En esta categoría, uno de mis favoritos es el Animalario universal del profesor Revillod. Almanaque ilustrado de la fauna mundial, ilustrado por Javier Sáez Castán y con comentarios de Miguel Murugarren, publicado por el Fondo de Cultura Económica. De entrada, este libro nos presenta algunos grabados que muestran animales que todos conocemos aunque sea de oídas, con una breve descripción al pie. La magia comienza cuando el lector se da cuenta de que cada grabado está cortado en tres (cabeza, tronco y parte posterior), por lo que uno puede pasar al gusto la página completa o solo una o dos de las piezas. Las combinaciones dan como resultado 4096 animales distintos, cada uno con su muy particular descripción. Además, como los grabados están a una sola tinta, quien quiera pueda dedicarse a iluminarlos. Cada lector decidirá si va en orden o al azar, si trata de crear los animales más raros o los que no tienen explicación posible. Como quien dice, horas y horas de diversión.
Otro libro en ese mismo formato (las páginas divididas en secciones, de modo que uno pueda ver las láminas completas o recombinarlas) es el Soñario o Diccionario de Sueños del Doctor Maravillas, también creado por Javier Saéz Castán, y publicado por Océano Travesías. En este caso, se trata de un libro a color, pero con todo el sello de Saéz. Ahora, en vez de imitar un manual científico, la obra se inspira en el estilo de los charlatanes de feria que adivinan la suerte y contiene un diccionario compuesto por 12 imágenes (tres por cada uno de los elementos primordiales: tierra, aire, fuego y agua). Al pasar sus páginas se pueden componer 144 diferentes figuras que, según el Doctor Maravillas, representan los sueños universales más recurrentes.
Para terminar, pienso en Cuentos para jugar, de Gianni Rodari. Este libro no tiene un formato vistoso como los dos anteriores, pero, a cambio, nos ofrece el inicio de varios cuentos y, para cada uno de ellos, tres finales. Así, cada quien puede escoger la versión que más le acomode (o, dependiendo del estado de ánimo, elegir una u otra). Al final el autor propone que sus lectores prueben a inventar sus propias conclusiones para cada una de las historias, basadas en las ya leídas o sólo en su imaginación. En cualquier caso, es una experiencia muy gozosa.
Estos tres ejemplos son solo una muestra. Hay muchos otros libros que nos invitan a colorear, dibujar, completar o torcer su historia. A elegir nuestra propia aventura o a inventar otras nuevas. En mi experiencia, lo más importante en todos estos libros es que lleguemos a ellos con ganas de jugar, de preferencia con alguien más (hablada dedicada a los papás, mamás, tíos y maestros que mandan a los niños a leer pero no se quieren involucrar). Ah, y muy importante: ¡sin lavarnos las manos!