No soy un usuario muy activo de Facebook. Soy pasivo, más bien, porque me gusta ver las notas y actualizarme un poco en cuanto a la gente que se encuentra ahí. Me ha tomado varios años educar a esa bestia, pero la mayoría de las notas que me ofrecen son relativas a la ciencia, a la tecnología, al ocio de televisión, revistas, cómics, libros. Gracias a un monstruo de mi propia creación, he pasado algunas noches, antes de dormir, amarrado al teléfono esperando el siguiente grupo de actualizaciones. Mono que pica mono que pica mono que pica. He entregado horas a ciertas preguntas que hubieran cambiado mi vida, y a veces les pongo rostro y una ortografía espantosa, pero no paso de apreciar a esa gente lejana, a la gente del pasado, a los datos acumulados durante décadas de una vida cibernética (me pregunto si otros me verán como yo los veo a ellos).
En Facebook no participo mucho, sólo respondo a los amigos porque los quiero y a mi familia, a veces, cuando es inevitable porque tengo la ilusión de que así controlo mejor al algoritmo (¿quién dice que estos datos no son tomados en cuenta?). A veces pongo uno que otro “Me gusta” y ahora que les pusieron caras, gestos, corazones, de vez en cuando me siento muy chistoso y muy irónico, y pongo un corazón a cosas que verdaderamente odio (no siempre, algunos corazones son genuinos, o no, o sí).
Anoche, antes de dormir, recuerdo que pensé que la felicidad está en el algoritmo. El algoritmo me muestra sólo lo que yo quiero ver y aunque lo que veo es muy agradable, y me mantiene despierto, y a veces hasta provoca un poco de inspiración, me pregunto si ya estoy amarrado a ello, si es inevitable cambiar estas notas para ver otras, para cambiar de nuevo la vertiente de información a la que yo mismo me he condenado. Facebook ha prometido usar su algoritmo en Instagram. Mientras tanto, Google sigue contemplando como hipnotizar a sus usuarios tal cual lo hizo Facebook. Para mí que han tardado una eternidad y eso, aunque no se vea, me ha regresado un poco de libertad (o la ilusión de la libertad. Ots. Ya viniste a joder).
Elon Musk, el filántropo, multimillonario, impulsor de ciencia y tecnología, el genio detrás de los autos Tesla y quien ha prometido llevar a la humanidad a Marte para 2024, dio una entrevista hace unos días y entre las cosas que dijo, es que él creía que nuestra realidad tenía una probabilidad de uno entre mil millones de ser la realidad base. ¿Qué quiere decir esto? Bueno, Elon Musk cree que vivimos en una simulación y no sólo eso, sino que somos un nivel intermedio e insignificante de la simulación que está en ejecución (un tema en el que concuerdo cada vez que me asomo por la ventana y veo como los cielos se glitchean y los pájaros se convierten en cerdos). Somos una capa, una pequeña librería, dentro del programa. Ya, en serio, si él cree que vivimos en una simulación, qué esperanza tenemos los mortales de asir la realidad. Quizás, por eso, los datos son tan llamativos y vivimos la felicidad en los algoritmos: nosotros también somos datos, hay algo familiar en el flujo de las actualizaciones y los memes y las fotos de nuestras mascotas y nuestras comidas. Si en los videojuegos es cada vez más feasible imitar la realidad con texturas de alta resolución y mundos programados, ¿qué nos exime a nosotros de ser una hipersimulación?
En los libros, antes de que existieran los aparatos, es posible imaginar el mundo a partir del mundo e incluso más allá de eso. Parece que nosotros, la gente simulada, percibimos algo de realidad en la propuesta de que nuestra vida es un sueño, una posibilidad de que sólo somos un instante, cuando tenemos un libro entre las manos y sin ayuda de texturas, rutinas, actores tridimensionales, creamos en nuestra cabeza el mundo probable. La felicidad, a pesar de ser los datos de una realidad simulada, es que si nosotros existimos, también existen nuestros mundos imaginarios y estos se multiplican al infinito. Entonces cada mundo imaginado no sólo son un consuelo, el apoyo para sobrevivir a la ruina, pero también un destino. Si no podemos llegar al máximo creador, oh, jugador insomne y fumador que bebe su café mientras tiene un ojo sobre nosotros, somos capaces de inventar un escenario lúdico para huir de lo inevitable.
Son hermosas esas conversaciones de la hiperrealidad, de las simulaciones; son hermosos los multimillonarios que inventan algoritmos para mantenernos felices, productivos, dormidos y también son hermosos los multimillonarios que desdeñan la realidad de una manera envidiable. Son hermosos. De muchacho, me hubiera gustado tener la esperanza de formar parte de conversaciones con gente así, pero nuestro hermano máximo, el gran simulador cucaracha, tiene un afecto especial por México y su gente dicharachera, los chachos de la película gacha con la morralla suficiente para entrar a las fiestas chidas, como la exploración a Marte, por ejemplo, o los autos mágicos que no contaminan; esa gente está muy ocupada saqueando, disminuyendo y politizando la bondad de ello y es difícil, mientras uno camina entre baches y camionetas blindadas, imaginar que la realidad puede ser distinta, imaginar siquiera que esto no es la realidad base. (La única realidad base está en tu sonrisa cuando me miras, Martita).
Nos siguen quitando, poco a poco, los recursos para participar en grandes decisiones humanas y no sólo eso, sino ver con nuestros propios ojos el camino que nos llevará al destino. De los pocos caminos para seguir teniendo algo de libertad, y eventualmente formar parte de conversaciones fumadas, serias y chipocludas, se me ocurre, es al menos tener un libro entre las manos para abrir las puertas. No necesitamos simulaciones detalladas para provocar la imaginación. No debemos olvidar que el destino puede ser otro, que nuestra intervención es necesaria para manipular las cuentas, los algoritmos, la felicidad, las ventanas y que ninguna realidad es única. Ninguna realidad debe serlo. Siempre y cuando tengamos el derecho a imaginar las posibilidades, sí, al final, no importa si somos los datos de una simulación económica o somos el ánima, un fragmento de un respiro divino; tendremos una oportunidad de encontrar un camino.