Resulta inhóspito nuestro extravío. Atrincherados en el protocolo, la burocracia, la moda de lo políticamente correcto y la diplomacia, una seriedad tan fingida como inútil ha desterrado a la imaginación de nuestras vidas. Como facultad humana, ésta goza de una riqueza explorada desde antaño, con un prisma de matices infinitos. Ahora, no resulta nada nuevo, hemos relegado a la imaginación al terreno de los publicistas, de los mercadólogos y, en el mejor de los casos, de los artistas.
¿Acaso la imaginación no es más que un estorbo, una vía de escape a nuestras serias responsabilidades? Nada más falso. La vida práctica, la especulación e, incluso, la ciencia caerían en un bache vertiginoso de no contar con su ayuda. La imaginación, en este sentido, nos redime, nos brinda segundas oportunidades: sin ella, la innovación y el descubrimiento resultan casi imposibles, así como escapar del extravío y los callejones sin salida en los que frecuentemente se derrumba el pensamiento.
Empecemos explorando la gramática de la imaginación. Austin sugería, cuando intentamos desentrañar la médula de un problema conceptual, tener siempre un diccionario a la mano. La Real Academia de la Lengua Española captura cuatro sentidos diversos del término: la imaginación es, a) una facultad del alma que representa las imágenes de las cosas reales o ideales, b) una aprensión falsa o juicio de algo que no hay en realidad o no tiene fundamento, c) una imagen formada por la fantasía, o bien, d) la facilidad para formar nuevas ideas y proyectos. De los cuatro sentidos, el cuarto es el que se acerca un poco más a su sentido pleno. En los tres primeros, por el contrario, se muestran algunos de nuestros prejuicios frente a esta capacidad redentora.
En la vida práctica sugerimos con el término “imaginar” la capacidad siempre latente de innovar, crear, explorar contextos y circunstancias con un mínimo de posibilidades. Imaginemos —nada ajeno al ejercicio que llevamos a cabo— a un anfitrión que tiene invitados a cenar de improvisto. Dada la carencia de ingredientes en su alacena, les promete, para no inquietar a sus hambrientos estómagos, que “imaginará algo en la marcha”. Dicho uso del verbo acusa cierta habilidad para salir del paso ante una circunstancia adversa.
No habría que echar de menos el uso preventivo del verbo. “Créeme que no quieres verme enojado. No puedes imaginar cómo me pongo”. El hombre que hace este uso da aviso a otro de que de no modificar su conducta eso podría traer consigo algunas gotas de sangre. La imaginación, aunque desvalorada por el sujeto de mal carácter (siempre es posible imaginar otras salidas ante una dificultad), nos sirve para traer a la mente un contexto del cual no queremos ser partícipes.
En la vida académica, el uso de la imaginación no resulta menos oportuno. “Imagina la Holanda del siglo XVII, con personas de una moral recatada. En ese tiempo, una mujer no podía expresar libremente sus pensamientos y sentimientos. Hoy en día eso resultaría inconcebible”. La imaginación, a falta de mayor contexto, nos provee, mediante una descripción adecuada, de las herramientas para comprender una situación plenamente.
En la ciencia dura, la de experimentos y laboratorios, la imaginación parecería no tener cabida. Charles S. Peirce, el pragmatista norteamericano, exploró radicalmente la potencia y necesidad de su uso en ciencia. Dado que los dos mecanismos primarios para concluir la verdad o probabilidad de las hipótesis científicas son la inducción y la deducción, la ciencia parecería caer en un pantano. Si lo único que puedo hacer en ciencia es extraer conclusiones ya contenidas en las premisas (deducción), o arriesgar generalizaciones a partir de un número limitado de casos (inducción), llegaría un momento en que habría poco o nada que decir. La imaginación, en este sentido, es la fuente de las hipótesis y los descubrimientos. Sin esta capacidad humana, la ciencia no tendría muchos pasos más que andar. La ciencia, gracias a la imaginación, descubre escenarios probables que un escritor de ciencia ficción hubiese tenido mucho trabajo en imaginar. De la teoría de la relatividad general de Einstein a la mecánica cuántica, la ciencia nos dice que es necesario imaginar con fineza para descubrir cómo es en realidad nuestro mundo.
Con esta brevísima gramática no pretendo ahorrar a otros la tarea de imaginar. Los contextos son inagotables, como inagotables son las posibilidades de la vida humana. Sólo quiero hacer notar que la imaginación, lejos de lo que nos dicen los absurdos manuales de inteligencia empresarial, es también un antídoto en contra de un mundo a veces rutinario y aburrido.
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