Para Mauricio Berumen de quien descubrí antes su amistad que su profesión
En el verano de 1945, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, dos hombres radicalmente diferentes y con equipajes también muy diferentes llegaron con unos cuantos días de diferencia al mismo pueblito luxemburgués de Mondorf-les-Bains. Uno, el que llegaba como prisionero, llegó con cuarenta y nueve maletas repletas de ropa, uniformes, joyas y un más que sustancial cargamento de analgésicos y drogas. El otro, el psiquiatra que le habían asignado a él y a los otros prisioneros, con apenas una maleta y un juego de las entonces todavía recientes tarjetas del “test de Rorschach”. Uno se llamaba Hermann Goering; el otro, Douglas M. Kelley. Ambos estarían unidos hasta el final de sus vidas con un extraño vínculo, no del todo aclarado, entre el nazi y el psiquiatra.
Mientras que la vida de Goering ha dado para una bibliografía enorme, el caso de Kelley, objeto de una única biografía, en parte por las reticencias de la familia, resulta casi desconocido. Douglas M. Kelly provenía, por parte materna, de una de las familias más conocidas en California por sus excentricidades. De hecho su abuelo materno era C. F. McGlashen, ávido coleccionista de rarezas y experto en el caso Donner. (El caso Donner es un caso de canibalismo durante las grandes migraciones hacia el oeste de Estados Unidos). Del abuelo, además de la obsesión coleccionista, heredó, sobre todo, una inteligencia precoz y siempre inquieta. Nació en el pueblo familiar de Truckee donde convivió muchas horas con su ancestro y todas sus calificaciones, desde la primaria hasta la Universidad, fueron siempre las más altas de su grupo. Berkeley, para la carrera, la University of California en San Francisco, para un primer doctorado, y Columbia, para un segundo doctorado con una beca Rockefeller, fueron sus tres almas mater. En la primera daría, al regresar de Europa, clases de psiquiatría y criminalística.
La carismática personalidad del abuelo, con bastantes posibilidades, fue la que hizo que Kelley combinara la seriedad de los estudios científicos con nuevos acercamientos. Él fue uno de los primeros psiquiatras en aplicar como prueba clínica el test de Rorschach sobre el que llegaría a publicar un libro en 1946. Fue también uno de los primeros psiquiatras en asistir a juicios para declarar tanto en la defensa como a favor de la fiscalía. Y, como demuestra en alguna sus primeras publicaciones en revista de su profesión, aplicó como una terapia en algunos tratamientos de enfermedades mentales la magia, que llegó a practicar profesional y teóricamente, como una actividad que mitigara alguno de los trastornos que trataba.
La Guerra le sorprendió en plena actividad profesional y decidió alistarse para contribuir a los esfuerzos de su país en la contienda. El drástico descenso de los casos “incurables” en los distintos hospitales en los que estuvo hizo que ascendiera puestos en el escalafón médico-militar. En 1942 se le encomendó el puesto de jefe de psiquiatras en el Hospital General no. 30 donde sus habilidades y las de su equipo lograron recuperaciones de soldados con estrés postbélico en una cantidad y porcentaje superior a las de cualquier otro hospital militar en plena contienda. Por eso fue el elegido para evaluar psicológicamente a los veintidós jerarcas nazis acusados para ser juzgados en Nuremberg.
“Buenos días, doctor, me alegro mucho de que haya venido a visitarme. Pase y siéntese por favor.”
22 celdas en Nuremberg es el título de uno de los dos libros centrados en su experiencia de aquel año. El otro, El Caso de Rudolf Hess. De todos sus pacientes fue el primero con el que establecería una relación inusual entre psiquiatra y paciente. Para Kelley, Hermann Goering era “encantador, locuaz e imaginativo”, según podía desprenderse de las respuestas que este daba a las imágenes abstractas pero el doctor no podía perder esta oportunidad única de estudiar casos únicos y aplicó las pruebas a los veintidós encausados. Goering adicto a la para codeína desde los años treinta en que la usaba como sustituto de la morfina para luchar contra el dolor y contra el cansancio llegó a la prisión con un cargamento de más de cuatro mil pastillas. Tras las visitas de Kelley que apeló a su amor propio y a su orgullo, ambos casi desvanecidos tras la derrota (“¿Cómo no va a poder vivir sin analgésicos un líder del pueblo alemán, cuando millones de hombres débiles lo hacen?”), logró que superara su adicción.
El veredicto de Kelley sobre el alemán reflejaba la realidad a pesar de los estrechos lazos que se habían creado entre los dos. “Narcisista, emocionalmente inestable, cínico y fatalmente místico (…) pero básicamente normal”, decía el informe sobre Goering que fue trasladado a la ciudad de Nuremberg para ser enjuiciado ya que no tenía ninguna enfermedad mental que así lo impidiera. Kelley viajó con él para seguir indagando en su personalidad, en su mente y, sobre todo, con la intención de descubrir si había algún patrón psicológico común a los altos mandos del Tercer Reich. Al final de sus días, Goering, quiso despedirse del único amigo que le quedaba. Quiso regalar un gran anillo que llevaba a Kelley que lo rechazó, aunque sí aceptó una fotografía dedicada que conservó siempre. Goering terminaría suicidándose mordiendo una cápsula de cianuro.
“Lamento su partida de Nuremberg al igual que hacen el resto de los camaradas encarcelados conmigo. Le agradezco su comportamiento humano y también su intento por comprender nuestras razones.”
En la última fiesta de nochevieja a la que acudió Kelley contó uno de los invitados “estaba en su habitual estado de ánimo jovial”. El primer día de enero de 1958, tras una quemadura leve en la cocina de su casa, subió lleno de furia las escaleras, cerró la puerta del dormitorio del que saldría apenas unos segundos después y, frente a su esposa, su hijo y su propio padre ingeriría una cápsula de cianuro que nadie supo, ni sabe todavía, de dónde había salido. Falleció casi en el acto.
Que la muerte de Kelley resultara inexplicable hasta para sus propios familiares está resumida perfectamente en las palabras de una de las pocas entrevistas que Alice-Vivienne Kelley, su viuda, concediera: “No sé qué le pasó al final. Nunca supe el porqué. Ni siquiera estaba triste. Arranqué de mi mente lo que pasó. Ni siquiera quiero intentar recordarlo”.