Recordé al Coyote de aquella caricatura que me encantaba en mi infancia, El Coyote y el Correcaminos de la Warner Brothers. Me gustaba el paisaje desértico donde transcurrían sus aventuras. Creo que he reproducido ese mundo imaginario en algunas cosas que he escrito. Pero nunca he usado un coyote como protagonista. Los más recordarán la caricatura: el Coyote, siempre hambriento, trata de cazar a un Correcaminos, siempre sonriente. Las tomas aéreas, los acercamientos, la eterna carretera, y la nubecilla blanca, fenómeno de la velocidad del mentado Correcaminos. El hambre del Coyote jamás lo provocó a salir en persecución alocada del Correcaminos. Por el contrario, más parecía que el ayuno de un místico, con la ayuda de los productos ACME, planeaba meticulosamente el ataque. Las más de las veces, el Coyote lograba montar artilugios con las leyes físicas y mecánicas esenciales: poleas, péndulos, fuerza de gravedad. Pero sus planes siempre fracasaban. El Correcaminos celebraba sus huidas con el característico Beep, Beep.
Lo confieso, yo odiaba, y odio todavía, la eterna sonrisa dibujada en el pico del Correcaminos. De niña, sentía que era un personaje bobo; ahora sé que simboliza la estupidez humana, esa que ríe por cualquier cosa, que sortea lo que sea gracias a su incompetencia. Ese dibujito es lo peor de la especie, que puede entronarse y hacer que otros la celebren. El Correcaminos era como un avestruz mutada, con patas desproporcionadas y un plumaje colorido, que contrastaba mutilando los tonos de aquel desierto de caricatura.
También confieso que en mi inocencia anhelaba que, en algún capítulo, el Coyote cazara al pajarraco aquel y se lo comiera. A lo mejor asado o en caldo, hirviendo apetitoso en un caldero marca ACME. Me desolaba ver al Coyote no alcanzar su meta. No le bastaba estar concentrado, armando un plan con conocimientos que me parecían maravillosos, porque entonces yo sólo mal sabía restar y sumar. No entendía por qué el tonto ganaba siempre, sólo porque era veloz o colorido o sonreía como el Tontín de Blancanieves que también me disgustaba.
Lo dicho, recordé al Coyote de los dibujos animados. Visto a la distancia, me parece un modelo antipoético de Moby Dick. En vez de mar, un desierto; en lugar de ballena, un pajarraco; y un capitán sin barco, pero con mucha imaginación. No sé cuántos niños se habrán identificado con el Coyote y cuántos con el Correcaminos. Lo cierto es que en mi infancia no hubo un final: el Coyote no se comió al Correcaminos ni tampoco terminaron ambos sepultados en una explosión cortesía de los productos ACME. Me hubiera parecido digno erigir un monumento sobre su sepultura, que rindiera homenaje a su búsqueda y tenacidad; pero sobre todo al hecho de que lo bobalicón y lo soso pueden terminar. Nada, esto último es lo que abunda en el mundo. No me refiero a la puerilidad, sino a ese Tontín malévolo que puede traer la desgracia aquí y allá. Lo reconozco al ver a las masas adormecidas, mientras la irracionalidad disfrazada de nube blanca corre veloz en las carreteras de los días. El pensamiento parece destinado a estar hambriento, a morir de inanición; a ser la ballena blanca de algunos. Sólo podemos concluir que el horror blanco puede disfrazarse de dibujito animado.
No sé, en su momento creo que el Coyote debió pararse en la carretera y pedir aventón a la estación más cercana donde seguro había un merendero con desayunos sabrosos y café cargado. Otra sería mi historia y otro el futuro de todos.