“Aunque usemos el mismo término, lengua, para designar una parte de la boca y el fenómeno lingüístico, el segundo significado puede existir sin que exista el primero y casi todos los sonidos que emitimos podrían, en principio, producirse de una manera completamente diferente, sin modificación alguna de los hechos acústicos”. Eso escribía, según cita Roman Jakobson, el estudioso Hermann Gutzmann en El habla del niño y los defectos del habla, en 1894, sin dar por supuesto, como parece lógico que sea necesaria la lengua, órgano, para producir la lengua, idioma. Y, aunque son pocos los casos los casos de aglosostomos reales, hay al menos dos que siempre han llamado la atención de los médicos primero y después de los lingüistas.
Pierre Durard fue hijo “de André Durard y Marguerite Salé, una pareja de trabajadores que vivían en la villa de La Rangeziere, una diócesis cercana a Monsaigne en la región de la baja Poitou”. Al vivir en el siglo diecisiete su destino habría sido, como el de sus padres, dedicarse a las labores manuales del campo y tratar de sobrevivir para transmitir la misma pobreza y poca esperanza de vida y de mejoría a sus descendientes. Sin embargo, como no era extraño en las condiciones de falta de salubridad de su época, contrajo una virulenta viruela a los seis años cuya mayor consecuencia fue la de infección en la boca. Los padres de Pierre sólo podían observar consternados como poco a poco la lengua de su único hijo se iba descomponiendo y gangrenando mientras el niño escupía trozos ya muertos del órgano infectado hasta quedarse sin ni un solo trozo de ella en la boca.
“Hoy el niño casi no encuentra dificultades para cumplir las cinco funciones atribuidas a esta parte que se perdió, a saber: hablar, saborear, escupir, acumular algo en la boca y tragar”.
El caso de Pierre Durard se hubiese perdido sino fuera por el recuento que Jacques Roland, “Sir de Belebat, crijuano de Monsignor el Príncipe, teniente del primer babero cirujano del Rey asistente de Su médico principal”, no lo hubiera recogido en su tratado, de 1630 y enorme título, Aglosostomografía, o descripción de una boca sin lengua que habla y naturalmente cumple las demás funciones, que tenía como introducción un soneto donde queda claro que el caso era el que haría famoso al médico y no al revés.
“El milagro es inmenso, / Pero es superado por la obra escrita de Roland, / Que vivirá para siempre en la tierra y el mar”.
Lo interesante del caso de Durard es que, contrario a lo que la lógica indicaría, demostraba la superioridad de una boca sin ningún atisbo o remanente de lengua sobre aquellas que, por accidente o nacimiento, tenían parte del órgano. Roland lo resume perfectamente. “Una boca sin lengua puede sin artificios hacer todo lo que puede hacer una lengua en la boca y puede hacerlo con tan poca incomodidad que los tartamudos encuentran más dificultades para hacerse entender que este pequeño sin lengua”.
“Noté una pequeña elevación con la forma de un pezón que se elevaba en medio de la Boca a una altura de tres o cuatro líneas. Esta elevación habría sido casi imperceptible si no me hubiera asegurado de tocar aquello que apenas se hacía visible a los ojos”.
La glosostomía tal vez hubiera quedado en el olvido o como un caso para los tan comunes gabinetes de curiosidades si no fuera por la aparición en las científicas “Mémories de l’Académie Royale des Sciences”, un artículo firmado Antoine de Jussie con el descriptivo título de “Sobre la manera en que una niña sin lengua se exonera de las funciones que dependen de este órgano” y en que relata un caso semejante al de Durard.
“Esta singularidad de una Boca sin Lengua que habla debe ser suficiente para persuadirnos de que no podemos arribar a la conclusión de que la Lengua es un órgano esencial para el habla, porque hay otros órganos en la Boca que compiten por este título y que compensan esa ausencia.”
El doctor De Jussie encontró su objeto de observación cuando esta contaba ya con quince años. En uno de sus viajes al detenerse en Lisboa conoció y pudo examinar a la niña sin lengua, y a la que no llama en el tratado por su nombre, en la corte portuguesa a la que la había enviado, como una curiosidad, el conde de Ericeira desde los nueve años. La niña era hija de padres humildes que vivían en una villa de Alentejo, una de las zonas más pobres en aquellos tiempos de todo Portugal y de toda Europa.
Intrigado por los rumores sobre la niña, de la que decían que había nacido sin lengua, De Jussie quiso entrevistarla y descubrió que respondió perfectamente, es decir, sin ningún problema para articular perfectamente sus palabras, a todas las preguntas a las que le sometió el doctor en un encuentro nocturno. Para su segundo encuentro, el que daría lugar a la breve descripción del caso publicada, el médico quiso verla a plena luz e indagar en la boca que le pidió a la paciente que abriera hasta que se convenció de la falta del órgano.
Ambos niños, y otros aglosotomos anónimos, son demostración de que se pueden tener lengua sin lengua. O, como resume acertadamente Daniel Heller-Roazen, “Es como si la misma palabra “lengua” fuese una catacresis: un nombre para algo innombrable, una figura inadecuada para un ser al que no puede asignársele un lugar adecuado y que no puede, por esta razón, representarse cabalmente”.