¿Cómo te imaginas el Paraíso?
Conozco a varios a quienes les gustaría que en el Paraíso siempre fuera sábado. Apostaría mi hacienda a que abundan quienes sueñan con un edén en el que siempre esté encendida una televisión, mostrando en una colosal pantalla, una a una, capítulo tras capítulo, series gringas infinitas, o uno tras otro, apenas con brevísimos intermedios para descargar las cervezas consumidas, los apasionantes juegos de un campeonato mundial de futbol eterno en el que México siempre tuviera la esperanza de pasar a la siguiente ronda. Supongo que habrá también quienes se ilusionen por paraísos pecaminosos, infernales: camas inconmensurables en las que concupiscentes y lujuriosas se revuelquen, saciándose ad libitum, magreados y magreando incontables cuerpos voluptuosos; o una existencia reducida a un inacabable muro de Facebook, en el que el mundo entero dé prontos like a todas las selfies que el vanidoso, infatigable, postee; o mesas de dimensiones portaaviónicas repletas de viandas y bebidas, en las que las comilonas del glotón se perpetúen… En ambiciones paradisíacas, nadie alcanza a ver el horizonte. En su “Poema de los dones” (El hacedor, 1960), Borges canta a la omnipotente causticidad de Aquel que le permitió vivir rodeado de los objetos que más amaba, pero fisiológicamente incapacitado para disfrutarlos —“Nadie rebaje a lágrima o reproche / Esta declaración de la maestría / De Dios, que con magnífica ironía / Me dio a la vez los libros y la noche”—, y como el tabacómano del chiste que se quedó encerrado en una habitación llena de cajetillas de cigarros, pero sin encendedor ni cerillo, deplora su ceguera: “Lento en mi sombra, la penumbra hueca / Exploro con el báculo indeciso, / Yo, que me figuraba el Paraíso / Bajo la especie de una biblioteca.” También atiborrado de libros, pero con ojos aptos para leerlos, todo el tiempo y una buena hamaca, yo, como Twain —“Si quieres, tú te puedes ir al cielo. Yo prefiero quedarme en las Bermudas”—, opto por una versión costera del Paraíso: una playa soleada, sin ambulantes ni matones, tranquila, palapa ecológica pero con servicios cinco estrellas, generosamente provista de placeres, idílicos y mundanos.
Sosegado o ajetreado, multitudinario o despoblado, monástico o monárquico, ¿tú hacia dónde oteas el Paraíso? Backwards or forwards? Las grandes religiones ofrecen versiones tanto pretéritas y futuras como fuera del tiempo: en el pasado inmemorial, “un paraíso terrenal primigenio (judaísmo, cristianismo, islamismo)… O una edad de oro de la sociedad al comienzo de cada ciclo de su existencia (budismo, hinduismo)”; o en el futuro prometido, “un estado final de dicha, concebida ya sea como la vida celestial (islamismo, cristianismo), o como la unión con lo divino (hinduismo)”, o en un momento que no es ninguno, “una condición eterna de la paz y la inmutabilidad (budismo)” (Merriam-Webster’s Encyclopedia of World Religions, 1999). Marcel Proust, quien sabía de imposibilidades, sentenció que el único Paraíso verdadero es el de Milton: el perdido, como aquel del cual fuimos expulsados.
Como la inglesa paradise, la italiana paradiso, la francesa paradis, la albanesa parajsë, la húngara paradicsom, en fin, la palabra española paraíso proviene, a través del latín paradisus, del griego παραδεισος. En su acepción más antigua, el vocablo griego se refería a los jardines de la nobleza persa, parques con huertos, plantas ornamentales y animales para la caza. De hecho, el origen de la palabra griega es proto-iranio y se remonta a una antigua lengua indoeuropea. La voz avéstica paridaiźa tiene una morfología que explicita claramente su sentido profundo: pari (“alrededor, en torno a”) + daiźa (“pared, muro”); entonces, la palabra significa tanto “lugar rodeado por un cerco” como “jardín”. La etimología de daiźa es el proto-indoeuropeo dʰeyǵʰ, que significa “dar forma, amasar, modelar”. Es decir, atendiendo sus raíces rastreables más profundas, un paraíso es un jardín modelado, amasado, un espacio de la naturaleza que no es del todo natural puesto que para ser tuvo que intervenir la mano del hombre. Así, todo paraíso es en última instancia un oxímoron: una naturaleza artificiosa, un artificio natural. El paraíso, en este sentido, es el sitio del ser humano por antonomasia: la naturaleza cultural.
Nunca encontrarás la palabra paraíso en el Antiguo Testamento. En persa antiguo apiri-daeza quiere decir “huerta cercada”. Esa palabra pasó al hebreo antiguo como pardès. “Después, la Septuaginta —la Biblia griega— empleó paradeisos como traducción tanto de paradès como de gan, la voz hebrea más clásica para jardín. En este jardín, puesto en medio de un campo próspero (eden), todo era placentero, sabroso y aromático. El hombre y la mujer vivían ahí en armonía con la naturaleza, el agua corría con abundancia. Sus vidas estaban destinados a ser interminables, alegres y, como Isaías dice, vividas “en medio de la voz de una canción’” (Jean Delumeau & Matthew O’Connell, History of Paradise: The Garden of Eden in Myth and Tradition, 2000). Según la tradición judeo-cristiana, la primera residencia de los humanos, aún con todos los gastos costeados por Jehová, fue “un huerto al oriente, en Edén” (Génesis 2:8). Por etimología, aquel jardín, el primer domicilio de Adán y Eva, no tiene pierde, se halla en la antípoda del sufrimiento: el vocablo hebreo kden significa “placer, deleite”. Un lugar de goce celestial, pero en la Tierra. ¿Coordenadas? Las propias Escrituras brindan algunas pistas concretas, por ejemplo, el nombre de cuatro ríos, entre ellos el Hidekel, es decir el Tigris, y el Éufrates, de modo que el sitio pudo haberse localizado en aquel célebre delta. Veremos…
@gcastroibarra