Hace ya muchas semanas, mi hija viajó a San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. A su regreso, nos trajo una dotación de pan coleto. Entre la variedad que incluía la caja, se encontraban unos panecillos redondos, como pancitas de hada, rellenos de dulce de camote amarillo, y luminosos a la vista gracias a un glaseado blanco. El pan coleto es un producto tradicional y, como tal, lleva años saliendo de los hornos de Chiapas. No es sólo una curiosidad: es delicioso, único, inaudito. No hay modo de comerlo otra vez a menos que yo vaya a San Cristóbal o envíe a mi hija como emisaria para apaciguar mis sueños de pan dulce.
No entiendo por qué mi ciudad, tan cosmopolita ella, no está inundada de panaderías de pan coleto, pero sí de inútilmente vistosos cupcakes. No entiendo por qué los paladares chilangos prefieren el sabor indescifrable del colorante rojo a la comunión insólita del trigo y la manteca de cerdo. No entiendo por qué el pan coleto no está disponible en las panaderías de todos los estados de este país y más allá.
Digo que no entiendo sólo para negar la certeza de saber que la belleza de los sabores, de las formas, de los conceptos, no es un producto comercial. No es una marca registrada ni mucho menos una tendencia. Ni siquiera puede ser percibida como tal a gran escala. Cierto, la belleza no es apreciada en masa, ni siquiera por la mayoría de la humanidad. Sólo unos cuantos ociosos, lentos, extraviados, que buscan porque no se encuentran, logran descubrirla. No me malentiendan, no hablo de ningún grupo de privilegiados, de personas de superioridad intelectual o sensibilidad divina. No. El que descubre la belleza en la mordida de un pan coleto, en el verso perfecto o en la combinación imposible de los colores o el recuerdo en el aroma de lo que nos rodea, sólo busca rellenar sus fisuras. Tiene espacio disponible adentro, vacíos tales que lo orillan a buscar qué contener. Es gente que tiene nichos, por no decir agujeros. Sólo eso.
Sé que hay personas que han probado el pan coleto y otras muchas cosas que yo he probado y otras que nunca probaré. No tengo ganas de darles datos, sé que con la mano en la cintura pueden googlear al respecto. Pero todos las datos que encuentren no podrán reproducir la sensación de sopesar con la mano uno de esos panes. Tampoco lograrán describir la sensación de sus migajas en las comisuras de la boca. No espero que la mayoría lo entienda ni que busquen o traten de ver lo que yo veo. Sé que cada vez son menos los cómplices de estos estados de conciencia. Los sabores de este siglo y de la ciudad son otros.
Durante años creí que todo lo anterior podía transmitirse con la palabra escrita. Ahora lo dudo. Además ni siquiera estoy segura de si quería transmitirlo o sólo conversarlo conmigo misma. Presiento que trataba de convencerme de muchas cosas y tenía la necesidad de poner en orden mis ideas.
Últimamente me pregunto si he escrito para abatir la desmemoria o si sólo lo he hecho por un impulso constructor. Me desalienta pensar en nuevos proyectos porque reconozco mi imposibilidad de plasmar el mundo inmenso que se esconde en la simplicidad de una caja de pan dulce. Puedo darle vueltas a la idea como seguramente unas manos ajenas giraban el pan coleto sobre la palma para darle forma de vientre de hada. Creo que basta con saber todo esto, intentar decirlo, escribirlo sólo es una arrogante pretensión.