Para Ana e Inés
El domingo 24 de abril miles de mujeres marcharon en este país. Querían visibilizar un problema: uno muy grave. Querían ser escuchadas, y bien o mal lo fueron. También marcharon a su lado muchos hombres. No lo hicieron porque creyeran que ellas los necesitaban -porque no nos necesitan-, lo hicieron porque ellos también están en contra de la banalización de su género, lo hicieron porque consideran que es posible y necesaria una nueva masculinidad; porque -no al igual que ellas, pero con ellas- comprenden el problema que representa el machismo en nuestras sociedades. Por desgracia, no pude marchar ese día a causa de una lesión que me tiene postrado en cama desde hace algunas semanas. No obstante, a lo lejos acompañé su dolor, su memoria maltrecha a causa de acosos y abusos durante su infancia, acompañé sus recuerdos encubiertos, aquellos que nadie quiso escuchar en su momento o aquellos que no podían ser expresados sin convertir a las víctimas en las culpables. Pocas veces en mi vida he sentido tanto dolor y vergüenza, rabia e impotencia, como cuando leí los miles de microrrelatos contenidos en las redes sociales bajo #MiPrimerAcoso.
Crecí en un contexto donde el machismo, por fortuna, no era la regla. Mis familiares siempre convivieron con respeto y paridad. Hombres y mujeres habitualmente se acompañaban y respetaban. Nunca fui inducido a tratar con benevolencia a ninguna mujer: mis primas y tías siempre fueron pares de mis primos y tíos. O, al menos, eso creía. Con el tiempo comprendí que el machismo también se aloja en los rincones menos visibles de nuestros hogares, de nuestras calles, de nuestras escuelas y de nuestros usos del lenguaje. Cuando algún recuerdo asaltaba a mi memoria involuntaria, me caían en mientes escenas inconsistentes con mi creencia original. Recuerdo, aún con vergüenza, cómo fui educado en escuelas religiosas donde las mujeres siempre fueron personas de segunda categoría. En ninguna de esas instituciones las mujeres podían optar por un puesto directivo. Recuerdo cómo en mis campamentos del colegio, y posteriormente en algún retiro espiritual al que asistí, las mujeres tenían prohibido mostrar más que las manos por una rendija donde pasaban los platos de comida a los hombres. Tiempo después, cuando terminaba la maestría, trabajé en una de esas instituciones. Fue ahí donde el machismo me dio un golpe tremendo de realidad: asistí a alguna reunión donde las esposas y novias de mis colegas tenían que permanecer en la cocina, y sólo podían acudir al comedor para llevar el plato de comida a “su hombre”. También padecí con una querida amiga el maltrato verbal y psicológico que recibió en nuestro trabajo por salir a comer conmigo todos los días: “seguro la muy puta se acuesta contigo”, algún tipejo me dijo después. Recuerdo cómo dos amigas fueron abandonadas en una carretera de San Luis por su jefe de trabajo, dado que a él le parecía inmoral que dos mujeres subieran con él en la noche a su automóvil… Podría seguir, pero estas líneas se convertirían en un conjuro contra el olvido.
Más de alguno pensará que es imposible estar en desacuerdo con estas miles de mujeres. Que nadie podría disentir de sus motivaciones, sus reclamos y sus peticiones. Lamentablemente no es así. Hace un par de días un querido amigo compartió conmigo la columna de Luis González de Alba titulada “A los hombres nos matan, hieren, golpean, roban…”. No entraré en detalles: pueden leerla -a riesgo de que les cause una molestia que no quieran padecer- en el sitio de Milenio. Con una ironía fuera de lugar, el señor parece trivializar la queja de miles de mujeres. Parece incluso sugerir que, dado el estado de las cosas, deberían quejarse menos y disfrutar más de las violencias que sufren todos los días. Quizá lo entendí mal, pero su pluma chochea.
La violencia que sufren las mujeres en México no se reduce a miraditas lascivas. Parece que el señor De Alba no comprende la diferencia entre una mirada y un signo de peligro. Trivializar la violencia que millones de mujeres sufren en este país es un síntoma de ceguera, sordera, mal gusto y un tanto de inmoralidad. Haríamos muy bien en dejar de ser los “listillos”, los “contestatarios”, los “críticos por costumbre” o “críticos por moda”…, y darnos cuenta de que lo menos que podemos hacer es marchar cuantas veces sea necesario al lado de las mujeres y luchar con ellas, no porque les hagamos falta para ello, sino porque también estamos en contra, sin miramientos ni medias tintas, del machismo.
Por mi parte, pido una disculpa por las -seguramente innumerables- veces que he realizado acciones machistas. Pido una disculpa, sobre todo, por mi ceguera y sordera. Pido perdón, porque la culpa es de toda aquella persona que contribuya a la trivialización o normalización de la violencia contra las mujeres. No es normal, y a mujeres y hombres nos queda mucho por hacer. Y aunque en su lucha no nos necesitan, pues son suficientemente capaces e inteligentes, habremos hombres a su lado a los que su voz nos ha llegado; hombres que queremos un mundo justo y equitativo; hombres -como por fortuna yo lo he sido- que son mejores personas gracias a las mujeres que han alimentado su vida.
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