Hace un par de semanas, me dispuse a hacer sopa, una receta típica de esta casa: papa, col y tocino, con mucha pimienta. Primero rebané la col; mientras la partía me di cuenta que mi mano siniestra (porque es la izquierda y además está descompuesta) no reaccionaba del todo. Ya les he contado que está dañadilla, pero funciona si le digo cómo. Bueno, les decía que noté cierto atarugamiento de mi mano y pensé: mejor me fijo o me vuelo un dedo. Terminé de rebanar la col sin novedad. Luego, ya había partido dos papas en dados, cuando me distraje y zaz. Más que un zaz fue un toc, como de hacha. No se asusten, no me volé ningún dedo, aunque por un segundo lo pensé: le di de lleno a mi dedo índice, con firmeza y convicción; pero también fue un golpe, digamos, limpio, por lo que no me quedó ningún jirón de carne digno de las costuras de un doctor. Lo admito, me di el susto del año, hasta creo que perdí algunas neuronas con tanta adrenalina. Total, sellé la herida como pude en lo que terminaba la sopa, para no añadirle proteína humana a ésta última. En fin, cenamos sin mayores preámbulos.
Pasaron unos días y mi dedo, inutilizado, sanaba rápidamente, hasta que cambié un cable. Otra vez me distraje: entre el atontamiento del dedo por la cuchillada y su estupidez habitual, al rodar una tuerca, me volé la uña. Tampoco se asusten, más bien casi me la volé, porque quedó agarradita de un pellejo. La enderecé y la presioné con ganas. Como les dije, esto ocurrió hace unos días: la uña soldó, no se cayó y sólo falta que crezca un poquito más para que quede inmaculada, y mi dedo índice sea otra vez funcional. Bueno, hasta donde puede serlo.
El hecho de que el Hombre camine en dos patas permitió su supervivencia y el posterior desarrollo de la civilización. Pero otros factores de diseño corporal ayudaron a que hoy en día podamos decir que ya llegamos a la Luna, aunque unos digan que sólo es una conspiración. Entre esas ventajas de diseño genético, está la pinza que podemos hacer con el dedo índice y el pulgar. Claro, el pulgar puede hacer pinza con cualquier dedo, pero con el índice es más certero, a menos que tengamos que desarrollar otra combinación, ya sea por un accidente grave o porque confundimos un dedo con una papa. Además el índice no sólo sirve para mandar, como lo dicta el cliché, o señalar aunque digan que es de mala educación. Sirve para otras cosas, y antes de que piensen mal o les venga a la mente el verbo hurgar, imaginen un pastel de cumpleaños: ¿con qué dedo robamos una probada de betún? Con el índice. El índice me informa si un asado en el horno está crudo, término medio o bien cocido; evalúa la esponjosidad de un bizcocho, pero también alerta ante la consistencia blanda de un huachinango a punto de la descomposición. El índice logra recuperar el último vestigio de mermelada en un frasco y sustituye las cucharitas necesarias en algunas golosinas untuosas. Claro, es el amigo ideal de la Nutella. Además es el valiente que nos dirá si un líquido nos quemaría la lengua, (eso sí, no metan el dedo en taza ajena, es para uso personal).
Lejos de la cocina, es el dedo que pedía permiso para ir al baño en la escuela, el que indica que también queremos café en una mesa multitudinaria. Puede negar, afirmar, probar, catar, remover y rascar. Es el encargado de sostener con firmeza el cuchillo al comer o equilibrar la cuchara al sopear. En mi caso, lo necesito para escribir en el teclado. Si ven algún dedazo en este texto, ya saben quién es el culpable: el índice ausente que suele detener lo que voy a tasajear. Lo sé, es un peón que a veces falla y se transforma en carne de cañón. Una baja más en la guerra culinaria.