Creo que uno de mis cactos, uno de los muchos que compro para tener plantas y descuidarlas, y de repente recordarlas, y verlas vivas, creo que uno de ellos está muerto. (Me pregunto cómo será el cielo de los cactos, ¿no les he contado? Durante muchos años uno de ellos fue mi amigo). O eso aseguraba desde hace un par de años, pues de estar verde y robusto, de repente se hizo ocre y pastoso como el rostro de alguna ex primera dama cuando le celebran su cumpleaños. Y empecé a dudar de su muerte porque, aún por su apariencia decadente, mi cabeza me juega trucos y creo que sigue creciendo, sus tentáculos amarillos y apachurrados se multiplican y surgen de las piedritas, como un cuento de terror, de la dimensión desconocida o un hentai de los once mil tentáculos demoníacos (¿quién no sabe, en el 2016, que el hentai de tentáculos es uno de los trucos pornográficos más originales de todos los tiempos?). He querido cambiarlo de maceta porque se me ocurrió la idea de que su malestar se debe a que su hogar es demasiado pequeño. Pero luego lo miro. Me convenzo de que está muerto. Se me pasa.
Hoy le eché un poco de agua, no sé si con la intención de burlarme de él o de verlo revivir. Su venganza, de cualquier manera, será terrible: puede que reviva y con ello me eche en cara mi error por descartar la vida de una manera tan cínica e indiferente. Uno de los pasajes más hermosos de la Biblia, el de Job, habla del tronco de un árbol que al percibir agua reverdecerá y adquirirá vida nueva. La gota de un motor tridimensional que cae sobre un árbol binario y crece, y toma un cielo en alta resolución.
Eso me recuerda al pequeño arbusto de dólar que planté hace unos años, cuando recién me mudé aquí y no sabía qué mentado árbol poner (primero puse un limonero el cual fue torturado y triturado por mi joven perra), y ahora ese dólar ocupa el cielo de mi pequeño jardín, y un pedazo considerable de la vista de mi ventana. Me pregunto cuánto crecerá. De vez en cuando, si salgo al jardín, el dólar me pica los ojos o me pega en la cabeza para recordarme que la vida crece, se expande, se apropia de los lugares y se convierte en un portento incontrolable. Es en serio. Parece que el árbol me busca con sus ramas para… “bulearme” (quizás debería usar el verbo indicado: molestar, pero si ya empecé a hacer referencia a ciertos capítulos de los Simpsons, por qué no tomar esos términos abyectos y jugar a la tolerancia, a la economía del lenguaje, a creer que nuestro idioma es un organismo vivo e incontrolable como… ah). No importa cuanto lo deseemos, tampoco importa si creemos que nuestro lugar en la cadena está arriba o en el cielo, porque la vida siempre lucha en contra del encierro.
El enojo, sobre todo uno de esos enojos que surgen cuando uno es joven, es igual que un árbol: un cacto pastoso que cuando nos acordamos de él, está más grande, o bien un arbusto de dólar que repentinamente nos pica la cabeza y ha tomado el cielo. El enojo, la ira, la decepción también es la vida, sólo necesita una gota para reverdecer y apropiarse del mundo, robarse fragmentos de él y no dejar otra cosa. Los verdes y grises árboles esconden en su interior el rojo de la furia. Uno pensaría que la vida es bondad y belleza, que la vida es un milagro, pero no, quizás es uno de los engaños más crueles: la vida es destrucción, es robo y es cambio. La vida, sobre todas las cosas, no importa cuánto huya, cuánto reniegue y cuánto se revuelque en el suelo a carcajadas, tiene el objetivo de culminar en la muerte. Quizás el plan es lento y de una perpetuidad admirable, o quizás es súbito y al despertar nos falta un pie, o un brazo, un pedazo de vida. Quizás despertamos y ahora los enemigos son nuestros amigos, o los padres nos piden piedad a nosotros los hijos. “Lo único seguro en esta vida es el cambio” dirá algún contador chistoso mientras se limpia los lentes y muerde su torta de tamal. Ya lo quiero ver que siga sonriendo cuando le caiga la primera ceiba encima.