«¿Podría ser un simple insecto
cuando la música le producía tal efecto?»
Kafka
Mira el cartel: “El mejor regalo que puedes dar en esta primavera es la vida”. Después presta atención a las fotos, dedica un rato al contorno de los ojos, de las fosas nasales, de las sonrisas. Pero uno de ellos es sincero. Uno de ellos mira a la cámara, desafiante, expectante. ¿Por qué no lo quitaron de ahí? Se levanta. Camina para ver el cartel más de cerca cuando suena el teléfono. Georgina otra vez. Sigue chingando. ¿Por qué sigue chingando?
Saca el teléfono del bolsillo, lee la pantalla, aunque adivina lo que dice: “Las medicinas del niño, Raúl. No se te olvide. No puede con lo suyo y además tiene alergias. Por favor, Raúl, tengo que cuidar al niño”.
Raúl aprieta el teléfono. Muerde uno de sus labios con los dientes. Saca un poco de sangre. Que Georgina se comunique con él en estas circunstancias lo pone nervioso. Truena la boca. Responde con ambos dedos a la pantalla de su teléfono: “Te lo llevo tan pronto salga de aquí, mi amor. Necesito hacer el encargo de Ernesto. Es muy importante. Te amo”. Emoji. Emoji. Emoji. “Los amo”. Emoji. Los ama, los ama.
Cierra los mensajes de Georgina. Abre los de Ernesto. “Hoy a las seis. No quiero aplazarlo más”. En la conversación de Ernesto no hay un solo emoji. Recuerda el cartel. Quiere ver aquella expresión. Necesita entenderla. Alza la cara pero siente una mano en el hombro. Voltea. La señora Linares le sonríe. Usa un vestido negro, joyería gruesa de plata y el cabello voluminoso, pintado de azul y pasado de moda. Raúl se pregunta si los villanos se ven ridículos o los ridículos forzosamente se hacen villanos. En los ojos de Linares mira la serpiente que se muerde la cola. Ella señala sus labios con la mirada. Raúl se limpia la sangre con el puño de su saco.
—¿Hoy sí se anima?
—No, no, todavía no. Vengo por el encargo de Ernesto.
—Sí, el señor me comentó —dijo la señora Linares y teatralmente se puso una mano bajo el mentón, hizo la sonrisa—: Venga por aquí.
—Prefiero esperar… no quiero verlos a todos.
—Sí quiere, sólo que todavía no alcanzo su precio.
—Esperaré aquí.
La señora Linares apenas puede sostener la sonrisa pero triunfa. No está acostumbrada a que la rechacen tanto. Raúl le parece admirable.
—Se lo traeré en un minuto.
La señora Linares se va por una puerta. El lugar es blanco, triste, claustrofóbico. Por eso le preocupa tanto la maldita fotografía del cartel. No estaba antes de venir. Se preguntó si se estaban expandiendo su territorio, si estaban descarándose de algún modo y si ello dificultaría las cosas. Le preocupaba que después tendría que buscar un lugar para Ernesto y quizás uno para él, en un futuro, porque se conocía y sabía que era cuestión de tiempo para que él también cayera en el mismo juego. Al menos una vez, por curiosidad, por saber qué… el cartel. Por qué uno de ellos está tan serio y por qué lo dejaron pasar. Quiere ver la mirada del cartel pero el teléfono suena de nuevo.
—Georgina, por favor… esto también es importante. Ya casi termino aquí, sólo debo recoger el… sí, sí, sé lo que es, lo tengo aquí anotado… mi amor, sabes lo importante que es el contrato. No puedo dejar colgado a Ernesto. Un errorcito y los gringos nos cierran la puerta. Sí. Sí. Sí. Lo tengo claro. Te lo repito —ella sigue hablando. Raúl suspira derrotado. Por qué no puede dejar de chingar. ¿No entiende que son vidas separadas, fragmentadas? Mientras Georgina habla, y bla bla bla, él se acerca a la fotografía. Acaricia los ojos de la imagen. El brillo. El contorno de su cabeza. La comisura de sus labios. Qué sensación de paz en la caricia de un papel. Nunca se ha llevado uno sólo para él. Pero una vez Ernesto lo invitó a probarlo. Desde entonces no puede dejar de pensar: “Tú también estás roto por dentro. A ti tampoco te importa lo que estás haciendo. Tú tampoco quieres parar”.
—Sí. Entiendo muy bien. Yo también lo amo, es mi hijo. No los voy a abandonar, deja de hablar así y él no se va a morir. El médico nos lo explicó. Mira… si se pone muy mal, llévalo al hospital y allá te alcanzo. No importa. Tenemos el dinero. Mi amor, no se trata de eso, yo te llevo lo que necesites. Acabo a las 6:30. Te lo prometo. Te amo. Adiós. Te amo.
Cuando cuelga, escucha el carraspeo de la señora Linares. Él voltea. Ella sonríe amablemente. En sus manos sostiene la correa y al extremo de la correa el paquete lo estaba esperando. La señora Linares es demasiado amable. Disfruta cómo vio a Raúl en su otra vida. Entonces espera a que Raúl se recomponga pues sabe que interrumpió un momento íntimo, un momento vital donde se mostraron ambas caras y ocurrió un balance extraordinario, casi imposible.
—Ya está pagado, ¿no? —dice Raúl pues quiere borrar la maldita sonrisa en la cara de la vieja.
—Y bien educado. No le dará problemas.
No dará problemas, repite el monólogo interno de Raúl en la voz de Linares y sonríe ligeramente. No le cabe duda: los ridículos se hacían villanos por ridículos. Quizás por esa ridiculez innata habían adquirido la confianza de poner carteles en sus edificios jodidos, blancos, minimalistas. Raúl toma el extremo de la correa y jala. El otro extremo no se resiste. Es tan ligero como el aire y no protesta. La señora Linares se despide de él con una voz aguda, chillona, mientras él tira y lo conduce al estacionamiento:
—Tengo uno para usted. El primero es gratis si lo quiere. Hasta lueguito.
Disfruta el sonido de sus pasos desnudos contra el concreto. Imagina como raspa el concreto y se hiere, sangra, por primera vez. Ernesto buscaría otros recovecos del cuerpo, entonces Raúl podía al menos disfrutar las extremidades inferiores.
“—¿Por qué apenas puedo contenerme? —pensó Raúl.”
Se relame los labios. Abre la puerta del auto, espera a que suba y después la cierra. Él se sube después, manda un mensaje a Ernesto: “todo ok” (sin emoji) y echa a andar el auto. Maneja en silencio mientras, en el asiento del copiloto, la criatura mira a través de la ventana.
—¿Tienes hambre? —preguntó Raúl en un súbito impulso de piedad.
La criatura no responde. Cómo podría. Sigue mirando por la ventana: los árboles, los parques, los baldíos, las jacarandas bañan el concreto de la ciudad y la oscuridad poco a poco acecha y se come la bondad del día. Raúl admira a la criatura como un privilegiado que puede mirar el escenario de una pintura emblemática, inmortal. También es la primera vez que se siente así: tan poderoso pero impotente porque no puede detener lo que está sintiendo. Se lleva una mano al estómago por la punzada de placer que siente. Y del estómago se lleva la mano a la entrepierna y soba, soba un poco nada más. Mejor detiene el auto. La criatura voltea a mirarlo.
—¿Quieres que te deje ir?
Mira sus ojos, su nariz, su boca cerrada en una sonrisa artificial, bien practicada. Se pregunta por qué ver el mero simulacro de la esperanza le da un placer tan intenso. Pero no abre la puerta. No, no la abre. Siguen mirándose a los ojos. Quiere acariciárselos. Saca el teléfono. Primero manda un mensaje a Georgina: “Llegaré un poco más tarde, mi amor, pero los gringos se pusieron perros. Haz lo que necesites por favor. Dile que lo quiero. Te amo. Los amo”. Olvida algo pero necesita seguir. Después manda un mensaje a Ernesto: “Quiero a este para mí. Perdóname. Tú me comprendes”. Emoji.