Aquella ancestral asociación mental de “crimen y castigo” logró mantener durante centurias, a no importaba que sociedad, viviendo dentro de un pacto tan silencioso como incuestionable de que aquel que la hace, la paga. Un dato social nada menor, si atendemos a la estricta necesidad de un grupo humano que, para coexistir y convivir en paz y respeto de uno para el otro, la regla de oro del comportamiento individual debía acatar esta media estricta, pero igualmente benéfica y garante de la correcta interacción social. Se hacía verdad aquello de que mi libertad termina donde comienza la libertad del otro. Un supuesto ético y moral de aplicación universal.
El pasado de nuestros sistemas creados para garantizar Ley y justicia, orden y respeto, paz y convivencia digna y equitativa, quedó marcado por una idea fundante de mantener indisociables los dos fueros que no podrían existir sino recíprocamente: el fuero interno -moralidad, ética, rectitud de conciencia- y el fuero externo -la Ley (positiva o del Estado), el sistema normativo y Judicial, aparato penitenciario y políticas explícitas estatales de procuración e impartición de Justicia-, con validez y aplicabilidad para todos, sin excepción. Esta asociación indisoluble fundó la vigencia social del Estado de Derecho.
También es verdad que una asociación tal de principios legales y morales fueron derivando en verdaderas ideologías de dominación social, de modo que en los estados teocráticos o dominados por un poder religioso particular, así fuera de influencia mundial, la esfera de lo estrictamente moral o ético quedó vinculado a un poder político civil o laico, que produjo la fusión estructural de “la cruz y la espada” “o de la media luna y la cimitarra”, cuyos excesos y toma de decisión exclusiva de nivel jerárquico central, pervirtió los sistemas de justicia en aras y al servicio de los poderes fácticos dominantes de una sociedad. Se disolvió la distinción de los fueros interno y externo.
Fue la evolución institucional de los estados independientes, modernos e industrializados, la que volvió a reposicionar la vigencia práctica de ambos fueros, en donde la conciencia personal se fue emancipando del código legal positivo o gubernamental. Esta conversión que desvincula el ámbito ético y moral personal de lo público o de naturaleza social, con todas sus conveniencias teórico-prácticas, indujo a una separación práctica entre el fuero de la conciencia personal y el fuero público de la Ley. De aquella tesis anterior de indisolubilidad entre Ley y conciencia, se avanzó gradualmente o súbitamente a la separación teórico-práctica de “lo individual” y “lo público”, sin tener ya que explicar el uno con el otro, o peor creando una dicotomía insalvable de lo uno y lo otro. Puedo pensar y hacer hacia dentro lo que crea conveniente, mientras no afecte allá afuera lo que establece el Estado de Derecho. Una dicotomía tal que da pie y finca la autonomización de ambos fueros.
De manera que aquello de “crimen y castigo” quedó sujeto a los procedimientos teórico-prácticos del estado, para discernir primero de la existencia o no de un supuesto crimen, para poder aplicar el castigo correspondiente, explícitamente publicado en su sistema judicial. Quedó vigente ese principio del Derecho Positivo de que, sólo a los poderes constitucionalmente constituidos les es exigible todo lo que está explícitamente indicado para ellos en la Ley; en tanto que a los ciudadanos particulares sólo les está prohibido aquello que está consignado explícitamente en la Ley y Sistema Judicial. La ley penal es el recurso institucional para aplicar el castigo o sanción que amerite una conducta criminal.
La aplicabilidad real, fáctica, concreta de este aparentemente impecable sistema de procuración e impartición de justicia está demostrando ser más un imaginario ideal de justicia que un sistema práctico y eficaz para hacer valer la vigencia del “crimen y castigo”, orden y respeto, Ley y paz ciudadana. En efecto, en México hoy somos testigos de un grave y terrible desfonde de este aparato judicial. Que a su manifiesta ineficacia añade el serio y grave consecuente social de la impunidad.
En efecto, hoy por hoy vemos que sí hay crimen sin castigo. Y este resultado negativo causa un alto grado de incertidumbre en todos los sistemas vitales de intercambio societal. Digamos, en breve, no se garantiza ni el derecho elemental a la vida y a la integridad de la persona humana, ni el derecho a la libre y pacífica propiedad y posesión de sus bienes, ni la seguridad exigible al goce del patrimonio familiar que es relativamente fácil de conculcar bajo prácticas de fraude, estafa, robo, procesos judiciales de indebido proceso, etc. Estando así las cosas, los criminales en abrumadora mayoría quedan exentos de procesos judiciales mandatarios y, por ello, simplemente impunes.
Si lo dicho fuera pura retórica quedaría en un mero recurso de opinión, o lo que igual a las campanadas que llaman a misa, el que las quiere escuchar y atender, las atiende. En suma, vivimos en la zozobra de una pragmática inexistencia de vigencia de Estado de Derecho, que no puede calificarse sino de estado sumamente grave. Las condicionales sine qua non de una pacífica y serena convivencia social están desfondadas, eso de la “violación a la Ley” es una mera e impúdica analogía.
Lo que comenzó aplaudiéndose como liberación de restricciones legales, incondicional libertad de hacer lo que se nos venga en gana, la desacralización de los valores fundantes como el de la vida, el derecho a la salud integral y autodeterminación bajo recta conciencia, devino en un pragmatismo social de “laissez faire, laissez passer”, que de ser un principio liberal de los estados soberanos y la economía ha devenido en inexistencia de gobierno, nula o parcial responsabilidad civil y social. El festín del goce inmoderado de riquezas, privilegios, componendas, carteras secretas, pactos de interés excluyente, subordinación del ejercicio ministerial y judicial al poderoso, etc., etc. Además de la trasnochada frívola de la vacancia de los imperativos morales categóricos de imputabilidad, racionalidad, inteligencia, conciencia recta y responsabilidad, generaron un estado de anomia social, en donde la permisividad se agiganta y la voz de la conciencia se calla. Esto, en el supuesto fuero interno o de lo ético, desvinculado artificiosamente del imperativo de la Ley, causa el miope y muchas veces estúpido hedonismo y narcisismo individualista, en detrimento del orden y respeto al todo social.
Son las estadísticas las que hablan de este oprimente panorama. Gracias a la persistente tarea ejercida por El Centro de Estudios sobre Impunidad y Justicia, que hace un año presentó su Índice Global de Impunidad (IGI), se pudo por primera vez evaluar internacionalmente las capacidades instaladas y las políticas públicas, puestas en marcha por los Estados, con el fin de castigar los delitos. Índice que se aplicó a México para evaluar a sus entidades federativas mediante 35 indicadores complementarios. En este sentido, el estado de Aguascalientes se encuentra dentro del grupo TRES nacional, correspondiente a un alto grado de impunidad. (Ver: Índice Global de Impunidad en Aguascalientes 2016 / El Apunte. Eugenio Herrera Nuño. LJA, Opinión, 05/04/2016).
El Centro de Estudios sostiene que: según lo reportado por las instancias estatales de procuración de justicia, el número de averiguaciones previas iniciadas en 2013 fue de 17,443, correspondientes a 17,402 delitos imputados. De ellas únicamente pudieron ser determinadas 6,170. Destaca como una situación anómala, que se hayan reportado en dicho año 22,930 inculpados con sólo 3,106 procesados en causas penales en primera instancia. Y referente a las fases referentes a la impartición de justicia también tienen deficiencias importantes, ya que únicamente se logran 882 sentencias de los 3,106 procesados, esto representa apenas un 28% del total. Una tasa de 3.52 personas por cada mil delitos. Sic, Aguascalientes, Grado de impunidad alta, con 68.37 puntos porcentuales de los delincuentes denunciados e impunes. Correspondiéndole por ello el lugar 15/32 (semejante a Turquía).
Las entidades mejores: Campeche con 47.22 y Nayarit con 50.42 (índices semejantes a los de Rumania y Paraguay); las entidades con grado de impunidad más alta se encuentran en el Estado de México con 76.48 y Quintana Roo 76.61 con valores internacionales semejante a países como Filipinas y Colombia. Ergo, delinquir es un acto irrelevante para el sistema, con las nefastas consecuencias para el todo social.