Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo
Alejandra Pizarnik
A las mujeres se nos ha enseñado ser para todos menos para nosotras mismas. Confundimos el amor con actos de obediencia, sumisión, exclusión, con saber cuál es nuestro lugar en la sociedad o en la cocina; una entrega total hacia el otro: hijos, padres, esposo, familia. El poder y la presión que las costumbres ejercen sobre la vida y los cuerpos de las mujeres son violentos; los mitos, las creencias, nos impulsan a idilios románticos en los que somos capaces de delinquir por el otro. No sólo se trata de pensar que la dominación masculina o la mala voluntad de los hombres es lo que obliga a las mujeres a cometer delitos, hemos llegado a un punto en el que debemos ser conscientes de nuestras acciones y no culpar a nadie para victimizarnos. Sí, se necesitan herramientas que generen la reflexión, todavía hay un alto porcentaje de mujeres que purgan una condena en prisión por realizar algún acto en contra de la ley por haber confundido amor con complicidad, por involucrarse en actividades dañinas, por seguir a sus parejas, por demostrar que eran capaces, por pensar que era el único camino que podían seguir ante la falta de oportunidades y de perspectivas para ampliar su panorama, ante la necesidad de alimentar a los suyos.
En Aguascalientes, el Centro de Reinserción Social femenil es una extensión de lo que sucede en las calles. A excepción de los muros, las rejas y la soledad, su entorno no es muy diferente. Las tareas que se les asignan son las propias del sector femenino, así como los roles y los discursos que las determinan socialmente, las estrategias sociales, sicológica y penales siguen siendo conservadoras. Su reinserción social depende de las habilidades que adquieran en el taller de fondant, de corte y confección, de superación personal, de religión.
La ley se aplica para ellas en condenas que no se asignan solamente por el delito, sino también por los prejuicios.
La soledad es otra forma de castigo. Muchas, la mayoría, son olvidadas y repudiadas por sus familiares. La complicidad de la sociedad por el consentimiento de estas penas es evidente: los de afuera, los libres, los siquiatras, los sicólogos, los magistrados, los maestros, somos verdugos que nos repartimos el poder para juzgarlas y castigarlas. El castigador se encuentra en todos lados, por ejemplo, en la prensa amarillista que destaca que la viuda negra asesinó a su marido y tiene una merecida condena de 20 años; mientras su cómplice, un varón, no ha recibido sentencia aún…
Las prácticas punitivas ahora se enfocan en quitar todos los derechos sin que la interna sufra físicamente -quién sabe las torturas físicas que pasarán-. Las deficiencias del sistema penitenciario son normales entre las reclusas, pues forman parte del castigo: la mala comida, el agua fría, los malos tratos, el aislamiento, son parte de su condena, pues a decir de la autoridades, no están en un parque de diversiones.
El 13 de abril fueron trasladadas a diferentes Ceferesos del país nueve internas del Cereso femenil estatal. La mayoría tienen hijos que dependen económicamente de ellas. Las alejaron de su familia, de la estabilidad emocional, si puede llamarse así, que tenían en este centro, sin sus pocas pertenencias. Se las llevaron sin avisar. El obtuso sistema penitenciario las alejó del camino de su reinserción a partir de quién sabe qué lógica.
La trayectoria de sus vidas les dio dirección para llegar a la reclusión, sus historias dicen cómo fueron encaminadas de la mano hasta la puerta de la prisión por un delito que han convertido en culpa y que cargarán como losa toda la vida. ¿De verdad hay una análisis o estudio sobre los problemas y el contexto que tenían cada una de ellas al momento de dictar sentencia, de arrastrarlas a otro lugar, indefensas y temerosas de su suerte? Ni ahora ni nunca han podido elegir libremente su destino.
Mientras, la Comisión Estatal de Derechos Humanos se deshace en papeleos y recomendaciones que garanticen, en la teoría, sus derechos, cuando en realidad no hay una perspectiva de género y la burocracia no permite brindar un trato humanitario.
La indiferencia institucional las destina nuevamente a un mundo hostil y discriminatorio. La salida, el retomar la libertad, se vuelve una odisea, pues deben buscar reencontrarse con la familia, ser aceptadas de nuevo, eliminar el rechazo social, quitarse la etiqueta. Muchas de ellas regresarán a prisión porque el sistema penal no prevé que la cárcel no evita los delitos.
Por las tardes, estas mujeres se sientan a observar el cielo y ponerles nombres a los pájaros que se acercan por comida, ansiosas, quizá, de volverse uno de ellos. Escribo esto mientras pienso en Mari y Ale, en sus lágrimas, en sus esperanzas, en su libertad.