I’ll buy you a diamond ring, my friend,
If it makes you feel all right.
I’ll get you anything, my friend,
If it makes you feel all right.
‘Cause I don’t care too much for money,
for money can’t buy me love…
Can’t buy me love, The Beatles.
Hace unos 2,500 años, en la Península Helénica (la Grecia clásica y sus Ciudades-Estado) se vivía La Democracia. Este modo de organización colectiva -en sus orígenes Helénicos- partía de la premisa de repartir el poder en todos los estratos sociales; nosotros la conocemos básicamente por el rescate de las leyes atenienses hecha por Aristóteles y por Megas Alexandros. En estas leyes se estipulaba que las decisiones de lo público debían recaer en todos los ciudadanos y no sólo en las élites del poder político, educativo y económico. Para lograr esto, la participación del voto (el poder Krathos) descansaba en todos los estratos, incluyendo a los Demos; aquellos barrios populares donde vivían los ciudadanos trabajadores no poseedores, artesanos, comerciantes, campesinos, quienes estaban excluidos de las élites. Así pues, el pueblo todo se reunía en el ágora, la plaza pública por excelencia, a discutir y votar directamente sobre los asuntos de la ciudad. En estas discusiones, por ocurrencia numérica, quien pudiera orientar el mayoritario voto de los Demos, de los barrios, aseguraba la rectoría de la política. Así funcionaba el Demos Krathos, entendido pues como el poder colectivo que reside en la base social.
Ahora bien, a la par del empoderamiento de los barrios helénicos surgieron también las escuelas de retórica argumentativa de los llamados “Sofistas”, que no eran propiamente filósofos, ya que no trabajaban exclusivamente para buscar la verdad, sino más bien para “argumentarla” profesionalmente en lo público. Estos Sofistas cobraban buenas cantidades de dinero para preparar a los ciudadanos que se presentarían como oradores en el ágora a plantear temas de la ciudad con el fin de persuadir el voto del pueblo, específicamente el voto mayoritario de los menos educados, de los habitantes de los Demos.
Entrados en esto, ¿qué de malo tuvo esta “profesionalización retórica” de los ciudadanos en la política? Básicamente que tuvo un sesgo socioeconómico: sólo los ciudadanos de las élites podían pagar a los maestros de retórica argumentativa, con lo que -en el debate del ágora- se posicionaban mejor los postulados de las élites sobre los de los barrios, aún y cuando no siempre fuesen los más atinados para la ciudad, y a pesar de eso conseguían orientar el mayoritario voto popular de los Demos. La democracia, entonces, depositaba el poder en un pueblo fácilmente manipulable por la retórica de quienes detentaban el poder económico, delineando el quehacer público hacia los intereses de la clase dominante. La política se rendía al dinero.
Sócrates, a finales del siglo V antes de Cristo, se pronunció en contra de este mercadeo de la retórica política y comenzó a impartir sus enseñanzas, de manera gratuita, a los jóvenes de los Demos. Esto enfureció a los Sofistas y a las élites, quienes -mediante su demagogia retórica- enjuiciaron a Sócrates bajo el delito de pervertir a la juventud, y orientaron el mayoritario voto popular hacia la aprobación de la condena pública que terminó en la muerte del filósofo por un sorbo de cicuta.
A partir de ello, Platón (alumno de Sócrates) comenzó una arenga contra esa democracia, por considerarla dañina para la ciudad. Así se explica que en su República propusiera un gobierno monárquico encabezado por personas versadas en la virtud y el bien. También Aristóteles, en su tipología clásica de las formas de gobierno, consideró a este modelo de democracia como una forma pervertida de gobierno, ya que se corría el riesgo de que fuera convertida en la “tiranía de las mayorías sobre las minorías” a partir del abuso de la demagogia y la retórica en las decisiones de lo público.
¿Cómo podemos conciliar dos visiones antitéticas sobre un mismo modo de hacer la polis? La democracia, por un lado, es siempre perfectible y muchas veces entraña en sí el germen de su propia destrucción, al poner como posible un escenario en el que (por ejemplo) Hitler o Donald Trump lleguen al poder y maten a la democracia que los encumbró. Por otro lado, la democracia entraña en sí la posibilidad de que todos por igual gocemos del piso parejo en los derechos políticos, sociales, económicos. Pero el problema no es de la democracia, sino de su ciudadanía. Así que para conciliar tesis y antítesis debemos comenzar por crecer en la construcción ciudadana a fin de que nuestros Demos sean impermeables al poder retórico del dinero en los asuntos públicos. Este es siempre un camino de abajo hacia arriba.
Dado que no hemos evolucionado mucho en los últimos 2,500 años, podemos ver que en nuestra democracia -igual que con Sócrates y la cicuta- el mayoritario voto popular termina orientado por las facciones de élite económica que pueden pagar, ya no Sofistas, sino mercadólogos y espacios publicitarios en los medios de comunicación masiva, poseídos por las mismas cúpulas del dinero que persuaden mediante la retórica mediática a un pueblo poco educado. Son estos los nuevos sofistas quienes, con sus altos umbrales económicos, condicionan que en nuestra ágora resuenen sólo los mensajes de quienes pueden pagar, dándole a la democracia -otra vez- un pernicioso sesgo de clase, tendiente a perpetuar las desigualdades para la propia supervivencia de las élites.
Esto no es nuevo, pero en milenios no ha cambiado. ¿Qué está por hacer desde nuestra parte ciudadana? Informarnos más y mejor, educarnos -sobre todo en el pensamiento crítico-, exigir más y mejores medios de comunicación, obligar a la clase política a transparentar sus acciones y a presentar verdaderos argumentos, y no figuritas mediáticas. Es un camino arduo pero, a diferencia de la Grecia clásica, nosotros tenemos una clase media que ha sobrevivido a pesar de todo, que en su circunstancia tiene la responsabilidad de fungir como bisagra entre una élite voraz y un Demos voluble y apático, a fin de evitarnos a todos -en cada proceso electoral- beber la cicuta de la indolencia y la estupidez política.
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