Gilberto Carlos Ornelas
En el país ha habido muchas transformaciones políticas en las últimas décadas, de tal forma que resulta difícil suponer que el actual entramado político de la sociedad mexicana permitirá que se afiance una restauración del viejo régimen, a menos que suceda un desastre político. No obstante, y ya en los prolegómenos de las elecciones del 2018, a menudo se presentan hechos que muestran al fantasma del autoritarismo actuando todavía en la vida política del país, y que nos recuerdan que nuestra democracia es frágil, nuestro estado de derecho, precario y que el respeto a las libertades y derechos humanos está condicionado aún por la alta burocracia y sus intereses de mantener una amplia discrecionalidad en el ejercicio del poder.
Esta reflexión viene al caso cuando la opinión pública ha podido conocer, en las últimas semanas, una serie de disposiciones y actos de gobierno que evidencian que el dinosaurio autoritario sigue ahí, despierto y actuante. Más allá del indeleble e injustificable episodio de la persecución a la periodista Carmen Aristegui, ha resultado imposible no ver el trato amenazante al secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH), el portazo al relator especial de la ONU contra la Tortura, el linchamiento mediático al Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI), la campaña contra los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos y, estos días, la aprobación de la Ley Reglamentaria del artículo 29 de la Constitución.
Primero fue la presunta investigación penal contra el secretario ejecutivo de la CIDH, Emilio Álvarez Icaza, exombudsman del DF y que se ha distinguido por su crítica incisiva hacia el gobierno mexicano en materia de derechos humanos. La operación no pudo ser más burda cuando un personaje cercano al gobierno mexicano lo “acusó” de “fraude” arguyendo que los especialistas que envió ese organismo a coadyuvar en la investigación de los crímenes de Iguala, no eran “personas probas”. Y con base en esa frivolidad, la PGR inició una averiguación penal que luego, magnánimamente, canceló pretextando errores de procedimiento.
Otro hecho preocupante sucedió hace dos semanas: el gobierno mexicano, actuando como dictadura bananera y olvidando el mínimo respeto a las instancias internacionales, comunicó al relator especial de la Naciones Unidas contra la Tortura, el abogado argentino Juan Méndez, que no podría aceptar su visita al país hasta después de octubre de 2016, sabiendo que él terminará su gestión el próximo mes de septiembre. Obviamente esa grosería política fue la respuesta autoritaria al informe que esa relatoría presentó en abril de 2015 reportando que la tortura en México seguía siendo una práctica generalizada.
Similar tratamiento se ha dirigido contra el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales, que desde hace un año coadyuva en el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos. Claramente, el GIEI se ha convertido en un grupo incómodo para el gobierno desde que evidenció que la “verdad histórica” promulgada por la PGR y Murillo Karam fue sólo un montaje para cerrar la investigación sin aclarar la intervención de los elementos militares en aquellos eventos criminales, ni la negligencia de la autoridad federal que demoró una semana en asumir la investigación, ni la dimensión de la red de tráfico de opio y heroína entre Iguala, Guerrero, y Chicago, III -cuya evidencia inicial podía ser el misterioso quinto autobús inmiscuido en los hechos de Iguala-. La operación para deshacerse del GIEI comenzó cuando, intempestivamente, al margen de las reglas pactadas, un grupo que preparaba el nuevo estudio de la presunta incineración de los estudiantes desaparecidos, afirmó que sí fue posible una incendio como el que sustentaba la “verdad histórica”. Casi de inmediato, la Secretaría de Gobernación anunció que ya no sería necesario el apoyo del GIEI a partir del 30 de abril que termina su periodo de colaboración. Ello pese a que no se ha logrado establecer con certeza el paradero de los 43 desaparecidos. En la práctica, se ha ejercido un linchamiento mediático contra el GIEI, encabezado por los articulistas de prensa afines al gobierno.
Casi de manera paralela, se difundió un video donde un supuesto narcotraficante de los “Rojos de Guerrero” reclama 200 mil pesos al padre de uno de los normalistas desaparecidos. Esa “noticia” sirvió para desatar una campaña contra el movimiento que exige llegar a la verdad auténtica de la noche trágica de Iguala. Resulta evidente que desde la Segob y PGR se intenta sostener la “verdad histórica” apoyada básicamente en las declaraciones arrancadas a los sicarios inculpados.
Junto a estas maniobras propias del viejo régimen autoritario, en el Congreso de la Unión está a punto de aprobarse la Ley Reglamentaria del artículo 29 de la CPEUM, que establecerá los mecanismos para que el gobierno pueda declarar eventualmente la suspensión de garantías constitucionales en el país. Esa ley, que surgió de una propuesta de varios senadores de izquierda para acotar los excesos de una posible suspensión de garantías, se concretó en una iniciativa presidencial que pretende otorgar “un margen muy amplio de discrecionalidad en el que múltiples situaciones pueden ser consideradas por el Ejecutivo casos que justifiquen el establecimiento del estado de excepción suspendiendo la libertades y derechos más elementales con el pretexto de peligro de la paz pública”, según lo han denunciado organizaciones defensoras de los derechos humanos, académicos y profesionales del derecho.
Aprobar una ley que siquiera abra esa posibilidad ya es muy grave. Lo más preocupante radica en el hecho de que en el Poder Legislativo federal, casi todas las fuerzas políticas -PRI, PAN, PRD, PVEM, PT y PES- con ligereza irresponsable, están avalando un instrumento que podría legalizar la supresión de garantías con un alto grado de discrecionalidad.
Estos hechos no son obras de la casualidad. El fantasma del autoritarismo es más real que ficticio, y se manifiesta cotidianamente en las instituciones republicanas y en nuestra inacabada transición democrática. Pareciera que desde la gobernación del país se esté apostando por el autoritarismo, cosa que sería más preocupante cuando su titular se apresta a competir en la próxima sucesión presidencial.