Para los filósofos encargados de la moral, la pregunta por el bien ha sido crucial. La palabra moral, como se sabe, viene del latín moralis que es el nombre que se le da a las costumbres. Por muchos años la idea de moral estuvo aparejada a la concepción de dios y éste a su vez, a la idea de bondad. Los filósofos, a quiénes les gusta cuestionarse todo lo que pueda ser cuestionado, se preguntaron si lo bueno era bueno porque dios “lo elegía”, o si dios era bueno más bien porque elegía el bien. Esto tiene implicaciones teológicas importantes: a saber, si dios elige el bien, quiere decir que el bien es independiente de lo que dios opine, pero en su sabiduría, lo elije. Si, por otro lado, lo bueno es bueno porque dios lo dice, entonces lo bueno está a decisión de dios. No es una pregunta menor, porque independiza o no ambos conceptos. O lo bueno es sólo lo que dios quiera, o lo bueno es incluso anterior a dios para que pueda elegirlo.
Este enredo no es mera anécdota: definió cosas cruciales. Las leyes mucho tiempo fueron las leyes de dios. Sin embargo, las sociedades se encontraron, evolucionaron, cambiaron, y a veces chocaron: se encontraron con dioses distintos, con creencias distintas, con costumbres distintas y entonces tuvieron que buscarse maneras de independizar a la ley del concepto de cualquier deidad. Esta independencia crea, en el mundo laico, la sensación de la misma paradoja: o la ley es buena, o lo bueno es lo que la ley diga.
El mismo proceso se puede hacer con las leyes ya no de los dioses sino del hombre: ¿la ley es sólo el capricho de unos cuantos, o es lo que de hecho es deseable hacer? También con el crecimiento de las poblaciones, con la interacción entre ellas, con el intercambio informático, la ley debió cuestionarse: por muchos años, muchas sociedades tuvieron la costumbre de impedir, por ejemplo, que los homosexuales se casaran, o de obligar a las mujeres a someterse a la visión del hombre.
El proceso que siguió fue entender que la ley debe de estar enfocada no a la noción de “bondad”, no a creencias particulares, sino a la protección de los derechos generales de la población, respecto a lo que cada integrante de ésta merece por el solo hecho de ser humano. La ley entonces debe tomar un enfoque completamente distinto a las creencias y las costumbres e incluso a la noción de “bondad”: debe de garantizar el pleno desarrollo de todos sus ciudadanos, independientemente de la vida privada de estos. La ley no debe preocuparse más por la bondad (con sus pérdidas subjetivas) sino por la justicia social, y la noción de que lo deseable y también inevitable es legislar para todas y todos.
Después de un largo proceso de discusiones, que se prolongó de 2003 a 2015, se determinó en Chile el octubre del año pasado que hubiera una figura de unión civil que garantice tanto que las personas heterosexuales como homosexuales puedan asirse a este contrato civil. Hoy podemos ver anuncios de gobierno mostrando con naturalidad la opción de las y los homosexuales para llevar a cabo una acción que protege sus derechos, simple y sencillamente, como a cualquier ciudadano chileno.
La discusión sobre las leyes debe ser absolutamente clara: ¿están diseñadas para proteger a todas y todos independientemente de sus costumbres, creencias, filiaciones políticas, género, preferencia, edad y condición física? La discusión sobre lo que llamamos bueno hoy en día debe tornarse completamente pragmática porque así lo demanda la diversidad de las sociedades actuales. Aducir creencias personales, costumbres, la educación que recibimos, o cualquier otra cosa que se oponga al bienestar común debe ser absolutamente desterrado de nuestra discusión sobre las leyes.
Traigo a colación el asunto de la unión civil homosexual porque, a pesar de disponer de una jurisprudencia a favor de quien desee utilizar la figura, los diputados de nuestro estado no se han atrevido a dar el paso contundente a la armonización con nuestra Constitución nacional. Seguramente esto se debe en parte a la resistencia moral que tenemos a dar un paso de este tipo: claramente sigue siendo algo drástico para lo que consideramos “nuestras costumbres” como hidrocálidos. Es hora, sin embargo, de dejar atrás esta noción: no podemos discutir si los derechos humanos, los derechos que garantizan que todas y todos los ciudadanos tengamos acceso a una vida libre, son buenos o no, o si “estamos preparados moralmente”.
Cito al pie lo que dijo el general Eduardo Bahena Pineda, secretario de Seguridad Pública de Aguascalientes, en estos días: “Aprovecho la oportunidad para decirles a los narcomenudistas que esta es Semana Santa y en todo mundo se respeta y en México más, y Aguascalientes más; no aprovechen este espacio de entretenimiento y de diversión familiar para hacer cosas indebidas. La Policía Estatal no les va a permitir que por ningún concepto estén haciendo cosas indebidas en estos días en los que debemos estar todos unidos”.
Esta cita ejemplifica perfecto un problema que debe ser discutido y corregido con urgencia: que no podemos seguir confundiendo ideas morales (y menos relacionadas con asuntos religiosos) con la legalidad. La policía no debe permitirles a los narcomenudistas ni a nadie más fuera de la ley, como bien lo dice el general, que hagan cosas indebidas, ni debe llamarlos a respetar nada bajo el concepto de la Semana Santa. No es un gesto menor: si no nos urgimos a independizar estas nociones seguiremos permitiendo y fomentando la desigualdad, alimentando un sistema poco humanista: aquel que concede espacio a las creencias privadas en detrimento del estricto e insoslayable cumplimiento de la ley.
/alexvazquezzuniga