2016 está resultando un año electoral en el que la retórica política se está convirtiendo en un esgrima de lances, avances y retrocesos, cargados de toques estridentes al tiempo que ofensivos, no tan sólo por el estilo de empuje, sino por las palabras altisonantes, groseras, bravuconas, pícaras, como invectivas “ad hominem” (contra la persona), por encima de los conceptos, la referencia inteligente a contenidos políticos superiores, o que comporten gracia comunicativa y, sobre todo, elocuencia. Este es el tono de los mensajes emitidos por los precandidatos a la elección presidencial de los Estados Unidos de Norteamérica, en el actual proceso de las Elecciones Primarias de la unión americana.
En paralelo, en México, nuestros ya casi seguros precandidatos apenas comienzan a salir de la modorra que las selecciones internas imponen a los partidos políticos, para ver su ombligo hacia dentro y supuestamente extraer desde allí lo mejor de su nómina de contendientes, en esta autoescultación igualmente están demostrando mordiente para jugar al descarte y designar los seleccionados finalmente ungidos, que los representen en la contienda comicial. El alboroto mayor es el causado por la nueva figura de los candidatos independientes, sobre los que se están cruzando atrevidas apuestas a que supuestamente logren polarizar el clima político y sacudan así el inmovilismo político de la burocracia partidista, estacionamiento al que se aferran para conservar el statu quo, que sólo favorece a sus objetivos de interés de grupo, por encima del interés general ciudadano.
De manera que lo que está en juego, aquí y ahora, es el signo lingüístico que está siendo modalizado no ciertamente por voces dignas de la elocuencia, oratoria y retórica política de altura, como ancestralmente ocurrió en los inicios del ágora pública; sino por gritos que vociferan calificativos subidos de color, denostaciones contra la persona, exhibiendo a la desnudez pública los actos, secretos o confidencias innombrables, para bochorno y escarnio, de los adversarios políticos. Y todo ello por hacerse con el “poder representativo” de un partido que contiende efectivamente por el poder, crudo y simple.
Hagamos un breve paréntesis para recuperar el noble origen de la retórica política. Fue hacia el siglo V antes de Cristo, que la democracia se impone a la tiranía en Atenas y en Siracusa, en la persona de Tisias y Córax, quienes describen el naciente arte de la Retórica como “la artesana de la persuasión”, y logran establecer una Tékhne, o técnica de oratoria judicial -en cuatro estadios: proemio, narración, argumentación y epílogo-. Que luego Aristóteles define como: “el arte de extraer de todo asunto el grado de persuasión que comporta”. En los grandes poetas y oradores, Homero y Hesíodo, padres de la mitología griega ya consta que se consideraba en gran estima, ese gran don divino que los dioses conceden graciosamente a los mortales, en la palabra persuasiva y elocuente. Eximio representante de esta fuente original de la oratoria es Empédocles, filósofo, poeta y adivino que en su poema Purificaciones, que fue capaz de unir la vieja concepción del mágico poder de la palabra con la más moderna interpretación de las cualidades y virtudes de la elocuencia. Célebre por sus metáforas como: “la vejez es la tarde de la vida”. Ese poder de la palabra que lo hacía un verdadero “hombre divino”. Un hombre que a su profesión de médico une la de ser un taumaturgo (obrador de milagros), y por ello considerado como “demiurgo” / “hechicero de la palabra”. Figura a la que alude con profundidad y pertinencia Octavio Paz, apodado alguna vez “hechicero de la palabra”.
De lo anterior se deriva la definición de la Retórica, como “artesana de la persuasión” / Peithous démiourgós. De esta gran tradición de helénica es importante destacar la función pública que la palabra tiene en la tribuna política. Me refiero a la importancia central que, en la oratoria pública -sea jurídica o política propiamente dicha-, adquiere el concepto de “lo eikos” / la verosimilitud.
Gracias al arte de elucubrar o mejor dicho argumentar en contra de afirmaciones hipotéticas o tesis contrarias, se va refinando en el ejercicio de la dialéctica el recurso a “lo eikos”. Que tiene como cometido descubrir o revelar las argucias o los sofismas del contrario en su línea de la argumentación. En este uso se evita caer en la burda realidad de los sentidos, para apelar a la luz de razón, sobre la cual se finca sólidamente la argumentación. Fue Zenón y su anciano maestro Parménides, en el año 450 a.C. quienes enseñaron este arte de la argumentación con fundamento en “lo eikos” / la veracidad, la verosimilitud. Un discurso en grado de excelsitud fue el pronunciado por Gorgias en su Elogio de Helena, cuya composición logra fusionar como trama y urdimbre de un tejido, la antigua concepción del poder mágico de la palabra con la técnica del argumento fundado en la verosimiliud, “lo eikós”.
Resulta refrescante y saludable asomarse a este gran arte de la retórica, para distinguir con claridad meridiana, aquellos pronunciamientos burdos, palurdos, vulgares -en su acepción más peyorativa- de aquella otra narrativa o discursiva digna del fruto inteligente de la razón, que comporta el impacto estético de una excelente pieza oratoria, y una exquisitamente armada trama de la argumentación fundada en “lo eikós”, la valiosa e imprescindible verosimilitud.
Valga la referencia a la expresión lenguaraz e insolente del ya casi precandidato republicano de los Estados Unidos a la Presidencia, Donald J. Trump, sobre todo cuando se refiere a México y sus inmigrantes, a los que generaliza como ilegales, criminales e indeseables. A quienes, dice, que impedirá ingresar a “su” país, anteponiendo un gran muro férreo de unas mil millas; y del que a cada invectiva de la parte mexicana, alude que no tan solo elevará otros 3 pies más de altura, sino que hará pagarlo en su totalidad a los mexicanos. Este gran petardo de denigrante y peor oratoria, le valió ser contestado por otro ingenioso y pícaro lenguaraz, el expresidente Vicente Fox Quesada, quien no tuvo tapujo alguno para espetarle a la cara que “yo no voy a pagar por su f—-ing Wall”, en puro español mexicano: “su chingado muro”. Nunca antes mejor contestado argumento, tan falaz como distante del rigor y belleza estética de “lo eikos”.
Lo que nos lleva al tema central de la importancia del uso de los estilos de influencia en una pieza oratoria pública; y sobre todo en una propuesta y/o negociación política que se precie de serlo. Valga esta rápida referencia al clima de las campañas políticas, que merece ser profundizada; pero que en el esgrima dialógico entre Trump y Fox queda en un refrescante push-push, empujar-empujar, calificando mediante el absurdo a su inconfesable adversario, aunque la cosa quede en un intransitable empate. [email protected]