Los mexicanos sabemos que tenemos una Constitución que se obedece en las formas y en los discursos barrocos de una casta tan ignorante como corrupta y abusiva, pero que apenas se cumple en sus mandatos esenciales. Vale decir entonces que el efecto de esta realidad perversa es desastroso para la vida social, para la salud de la República, para el Estado de Derecho y para el país de leyes que pretendemos tener algún día; porque impera el interés privado sobre el público y el de unos pocos sobre el de la mayoría. Casi la ley del más fuerte, que permite un país con extremas desigualdades e inequidades. Así que poco se reconoce en ella, 99 años después, de los principios revolucionarios que inspiraron su reforma y adición en 1917 y del consenso social surgido de las grandes revoluciones mexicanas.
De manera que aunque suene raro o incómodo, no es exagerado decir que el centenario de la Constitución de 1917 no podrá conmemorarse y mucho menos celebrarse si se atiende a la larga lista de parches y modificaciones sin ton y son y a modo que la fueron deformando hasta dejarla irreconocible. Sin embargo, la efeméride es oportuna para que los mexicanos recordemos que podemos ser un país de leyes, regidos por una norma fundamental fuerte, en la que la mayoría coincidamos.
Desde luego que el país no es ni será el de 1917, y que parece muy claro que requiere un nuevo pacto fundamental que lo haga viable. Si por diferentes razones no siempre claras y menos legítimas hubo necesidad de cambiar el régimen político-electoral, el educativo, el energético, el administrativo, el fiscal, el hacendario, el financiero, el de seguridad social, el laboral, o el de las telecomunicaciones, en realidad hablamos de cambios que se dirigen a consolidar un proyecto neoliberal que en ningún caso dispone de aceptación general o de un amplio consenso. Pero el total de la suma arroja por resultado un cambio donde que prima la ocurrencia y la sandez política; y ha dado lugar a una práctica legislativa que hace y deshace cambios diversos sin mirar antes al conjunto y a sus resultados y consecuencias. Se queda así por ejemplo la idea clásica de que los Poderes de la Unión se integran por el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial; pero acompañados por ciertas autonomías: las universidades públicas, las entidades federativas y los municipios; más la creación y multiplicación de una decena larga de órganos autónomos federales ahora existentes y sus reproducciones estatales, como por ejemplo, el Banco de México, la Auditoría Superior de Fiscalización, la CNDH, el INE, la Cofetel, el Ifetel, o el INEGI; mismos que plantean en realidad una distribución de competencias, facultades y responsabilidades difusa, fragmentaria y no necesariamente integrada o articulada con los tres poderes del estado.
Es claro en cambio que la Constitución de 2016 apunta a un reimplante del añejo centralismo de corte autoritario, porque se entiende poco y mal que el límite de los cambios constitucionales haya quedado sujeto a la negociación política en un sistema de reforma que se suponía rígido y complejo. Así que no es muy promisorio que la ley fundamental de los mexicanos se erija sobre estructuras inciertas, deformes y hechas a pegotes; derivadas de caprichos imposiciones y trueques entre miopes intereses de coyuntura que resultan en un adefesio constitucional difícil de interpretar, reglamentar y aplicar.
Luego entonces es claro que a casi cien años de distancia, la nación requiere con urgencia una nueva Constitución que sea legítima, que se cumpla, que sea indisponible en su parte fundamental para cualquier partido en el gobierno y que consagre indubitablemente los derechos y libertades públicas, especialmente los de las minorías más marginadas. Se precisa entonces una Constitución moderna, ordenada y coherente que ponga claros límites a la arbitrariedad del Estado frente al ciudadano y de los privados frente al interés público; que conserve lo mejor de su larga tradición histórica, que se remonta por lo menos a 1812; que se deshaga de los pegotes y ocurrencias que, por ejemplo, ponen más de tres mil palabras en un artículo que antes no llegaba a cincuenta. Es el 122, hoy recién reformado, que termina con el Distrito Federal y crea, como si de verdad hiciera falta, a la Ciudad de México.
@efpasillas