La reciente visita de Jorge Mario Bergoglio deja varios fenómenos dignos de analizarse. El primero, que ya anticipábamos la semana pasada: un enorme gasto del dinero público ejercido por los gobiernos anfitriones. Aunque no he encontrado datos exactos aún, Excélsior dice que 200 millones de pesos (aunque incluye una coperacha de la Iglesia católica), Univisión más de cien, Milenio 165 millones. Se aduce por supuesto que el gasto trae aparejado una derrama económica que he visto reportada hasta en más de 800 millones. Podrá decirse que, de ser así, el gasto es un impulso a la economía y que, en ese sentido, podría ser análogo a organizar una olimpiada o un mundial de fútbol, alguna feria o incluso alguna serie de espectáculos culturales. El problema para quien arguya esto es que la condición de nuestro Estado sí se presume como la de una entidad laica, y con ello, sí marca una distancia de la vida religiosa, de la mera creencia, a diferencia de cualquier otro “evento” de interés masivo.
Por otro lado, la exposición de políticos que profesaron su fe o buscaron la bendición papal, que les iluminara, que les diera ánimo y fortaleza para gobernar parece más bien despropósito: no necesitamos gobernantes fortalecidos, ungidos ni benditos, necesitamos gobernantes que hagan cumplir la ley y vigilen que esto sea universal, para todo credo, para cada ciudadano. Esto no riñe, por supuesto, con que cualquier persona, incluidas las de la clase política, profesen cualquier fe o se entreguen de lleno a sus pasiones espirituales, pero hacerlo público parece desatinado, más aún, aprovechar el gasto público para tener alguna consideración especial por parte del jerarca de la Iglesia católica. Porque definitivamente muchas de las actividades en que la clase política se dejó ver no tenía ni un ápice de relación con una “visita de estado”. No dudo que las fotos y los mensajes sobre este tema garanticen ser bien vistos por muchos ciudadanos, pero necesitamos que la responsabilidad del ejercicio político deje de banalizarse en la búsqueda de una empatía de mera pasión con el pueblo.
Otra cosa bastante curiosa es la reacción de muchos católicos ante el cuestionamiento sobre el gasto público ¿qué pasaría si un presidente tuviera alguna religión menos popular e impulsara la visita de algún jerarca y supiéramos que hay un enorme gasto del erario? ¿nos parecería tan defendible? Seguramente no, y la tentación natural es que pensemos en “la mayoría”, pero vista así la democracia sólo es una dictadura que favorece al bando más numeroso, y esa es una visión muy pobre de ésta. El ejercicio de la democracia implica atender a todo el pueblo, en su variedad de creencias y posturas. Una forma sana de garantizar paridad es alejándose de cualquier noción que sea referentemente a la vida privada y seguir una religión lo es. Circuló en redes una imagen que decía “Si no crees, respeta” con la imagen de una boca atravesada por el dedo índice, es decir: “si no crees, cállate”. Más allá de comenzar una batalla contra-argumental (circuló también una imagen sobre la Inquisición en que se leía el mismo texto) es justo señalar la extraña idea acerca de qué pedirle a alguien que guarde respeto es pedirle su silencio.
La poca afluencia en muchas de las sedes papales dice mucho: habitamos una sociedad menos cohesionada ideológicamente. Suponer que la manera ideal de respetarnos es guardar silencio es condenarnos al aislamiento. Rendirnos a la imposición de las mayorías. Negar el crecimiento que permiten el disenso, el debate y el mero diálogo y hacer de la vida privada el sensor para la vida pública. Y ese no es el camino. La plaza la habitamos todos y más valdría que aprendiéramos a hablarnos y a escucharnos.
P.D. Un fenómeno parecido se presenta con la defensa que se hace del señor Serrano Limón porque es defensor de causas en las que simpatizan muchos mexicanos (ya hay una causa en que parecen incluso etiquetarlo como un preso, sino político, ideológico). Su lucha contra la despenalización del aborto o a favor de ciertos valores tradicionales no debería tener ninguna relación con su cumplimiento de la ley. Esto es: ni para un lado ni para el otro. Nadie debería tener a nadie como “enemigo” sólo porque sus pensamientos difieren en agenda, pero tampoco nadie debe tener consideraciones especiales ante la ley por lo que piensa.