País de maravillas
Raquel Castro
El libro llevaba semanas en la mesa de centro en la sala de mi amiga. Ya hasta tenía una capita de polvo encima y no daba la impresión de que alguien lo fuera a tocar.
–¿No le gustó a la chaparra? –le pregunté a mi amiga, señalando con la mirada el libro. Ella se puso roja primero y después pálida.
–No es eso. Es que dice que ya no es niña chiquita para leer esas cosas.
–Pero no es para niños chiquitos –le respondí–. ¿No le dijiste de qué trata?
Mi amiga se puso roja otra vez, pero más que antes. No hizo falta que me dijera que ella tampoco lo había tocado.
Mi primer impulso fue tomar el libro y guardarlo en mi bolsa para dárselo a alguien que sí lo apreciara. Sí, me sentía herida. Sí, yo se lo había regalado a la chaparra unas semanas antes.
–Te juro que no quería que lo vieras así –empezó a decir mi amiga, pero se interrumpió al darse cuenta de que estaba empeorando las cosas.
Respiré profundo y traté de pensar en una salida menos visceral que la que se me había ocurrido primero. Y la oportunidad llegó a la hora en que pasamos al comedor, porque, despechada y todo, no iba a rechazar la invitación a comer (el esposo de mi amiga cocina muy bien). Estábamos en la mesa los cuatro (mi amiga, su esposo, su hija-que-ya-no-es-niña y yo) y les empecé a platicar una historia. La conté tan bien como pude, incluyendo los detalles más emocionantes: el chavito al que le hacen bullying porque está gordo, el libro que se roba, la historia tan extraña que empieza a leer, y que lo hace sentir a salvo de sus agresores de la escuela… Cuando llegó el postre me detuve.
–¿Y qué más pasa? –me preguntaron al mismo tiempo mi amiga y su hija.
–Ah, no me acuerdo. Tendría que releerlo. ¿Dejan que me lo lleve? Es el que tienen en la mesita del comedor.
Las dos intercambiaron una mirada silenciosa. El que habló fue el esposo de mi amiga:
–Deja lo acabo de leer yo. Hace mucho tiempo vi la película, pero por lo que cuentas, el libro está mejor.
–Mil veces mejor –le dije.
–Ay, papá. Ese libro es para niños, así que lo voy a leer yo primero –dijo la chica que, después de todo, sí seguía siendo niña a ratos. Cuando le convenía.
Acabamos de comer, la chaparra se llevó el libro a su cuarto y se encerró. El esposo de mi amiga salió a la calle y ella y yo nos quedamos solas. Aproveché para contarle que muchos de los libros favoritos de los niños y niñas no fueron escritos pensando en ellos; y que muchos libros que sí fueron escritos para un público infantil eran los grandes favoritos de muchos adultos. Y que había librazos que podían ser leídos y disfrutados por gente de las más diversas edades, porque cada quién podía encontrar en ellos algo distinto, algo relacionado con sus propias vivencias e intereses.
–Es como si tuvieran muchas capas –le dije–. Algunos hasta tienen una de polvo.
(Ya sé que eso último estuvo mal. Pero es que soy entusiasta de los libros, no Santa Madre de la Iglesia. En todo caso, fingió no entender el reproche, o eligió ignorarlo).
Al final le dije que es normal que los niños y las niñas se resistan, a veces, a lo que no conocen. Pero que ahí nos toca los adultos hacer nuestra parte. Y no me refiero a obligarlos, ¿eh?, sino a poner el ejemplo y, en caso dado, a buscarles alternativas.
Ya por ahí cambié el tema, porque tampoco es cosa de andar por la vida incomodando a la gente que te alimenta, je.
Pero la historia no termina ahí: un par de meses después fui a comer de nuevo con ellos (les digo, el marido de mi amiga cocina muy, muy bien) y descubrí a la chaparra clavada con otro libro del mismo autor que antes había despreciado.
–En éste hay una niña que vive como en la calle y que tiene que luchar con unos como fantasmas que al mismo tiempo son como ladrones de tiempo o como hombres de negocio muy malos –me dijo.
–¿Me lo prestas cuando lo termines? –le pregunté.
–Sigue mi mamá y luego mi papá. Pero cuando ellos lo acaben, te lo paso –dijo.
Y resultó que los tres habían leído el otro y que les había gustado mucho. Me alegró saberlo, pero no me sorprendió: como no me canso de decirle a quien me quiera escuchar (o leer), no hay que dejar que las etiquetas se conviertan en muros que nos separen de los libros. Nos podríamos perder de algo divertido, sin importar nuestra edad o nuestros intereses.
Ay, te amo. En serio. Creo que lo que no sabían era que les habías regalado una historia con forma de libro… Y hasta que no sobrepasaron esa barrera no entendieron todo. Qué bonita historia nos regalaste acá.